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– Vive Dios que sí -corroboró Holmes, horrorizado-. Lo cual significa que Healey… Nadie podría expresar el sufrimiento que soportó Healey. Se dijo que el juez presidente salió para su casa de campo el sábado por la mañana, y su cadáver fue encontrado el martes. Estuvo vivo cuatro días, bajo los «cuidados» de decenas de miles de Hominivorax devorándolo por dentro… Su cerebro… Pulgada a pulgada, hora tras hora.

Holmes miró el frasco con las muestras de insectos que le había devuelto Agassiz.

– Lowell, debo decirle algo. Pero no pretendo provocar una discusión con usted.

– Pietro Bachi.

Holmes asintió, vacilante.

– Esto no parece encajar con lo que sabemos de él, ¿verdad? -preguntó Lowell-. ¡Lo cual echa por tierra todas nuestras teorías!

– Piense en esto: Bachi estaba amargado; Bachi tenía un temperamento ardiente; Bachi era un borracho. Pero esa crueldad metódica, profunda, ¿puede sinceramente imaginarla en él? Bachi pudo haber pensado escenificar algo para mostrar el error de haber venido a Estados Unidos. Pero ¿recrear los castigos de Dante de una manera tan extrema y completa? Los errores que hemos cometido deben de ser algo muy denso, Lowell, como las salamandras que salen después de la lluvia. Cada vez que levantamos una hoja, sale de debajo, arrastrándose, una nueva salamandra -dijo Holmes moviendo los brazos frenéticamente.

– ¿Qué está usted haciendo? -preguntó Lowell.

La casa de Longfellow estaba cerca y era allí adonde debían ir.

– Veo un coche libre ahí delante. Quiero volver a mirar alguna de estas muestras en mi microscopio. Espero que Agassiz no haya matado al gusano… La naturaleza nos revelará mejor la verdad si sigue vivo. No creo en su conclusión de que estos insectos ya hayan muerto. Podemos aprender algo más sobre el asesinato a partir de estas criaturas. Agassiz no acepta la teoría de Darwin, y eso perjudica sus puntos de vista.

– Wendell, este tema es la especialidad de ese hombre. Holmes ignoró la falta de fe de Lowell.

– Los grandes científicos pueden ser, en ocasiones, un impedimento en el sendero de la ciencia, Lowell. Las revoluciones no las hacen unos hombres con gafas, y los primeros susurros de una nueva verdad no son captados por quienes necesitan de trompetillas para el oído. Precisamente el mes pasado estaba yo leyendo, en un libro sobre las islas Sandwich, acerca de un anciano de Fiji que había sido llevado a tierra extranjera, pero que rogaba que lo devolviesen al hogar a fin de que su hijo pudiera saltarle en paz la tapa de los sesos a golpes, según la costumbre de aquellas islas. ¿No contó a todo el mundo Pietro, el hijo de Dante, tras la muerte de éste, que el poeta nunca quiso decir si realmente había ido al infierno y al cielo? Nuestros hijos golpean con mucha regularidad los sesos de sus padres.

«De algunos padres más que de otros», se dijo Lowell para sus adentros pensando en Oliver Wendell Holmes Junior, mientras miraba a Holmes montar en el coche de punto.

Lowell echó a andar apresuradamente hacia la casa Craigie, deseando haber tenido su caballo. Al cruzar una calle se volvió hacia atrás vacilando, poniendo súbita atención en lo que veía.

El hombre alto, con rostro ajado, tocado con bombín y vistiendo un chaleco de cuadros; el mismo hombre al que Lowell había visto mirándolo atentamente mientras se apoyaba en un olmo en el campus de Harvard; el hombre al que había visto acercarse a Bachi en el mismo lugar; ese hombre estaba en medio del trajín de la plaza del mercado. Eso pudo no haber bastado para mantener el interés de Lowell después de las revelaciones de Agassiz, pero el hombre estaba conversando con Edward Sheldon, el estudiante de Lowell. En realidad, Sheldon no se limitaba a hablar, sino que increpaba al hombre, como si estuviera dando órdenes a un doméstico recalcitrante para que llevara a cabo alguna tarea postergada.

Sheldon se fue luego dando un bufido, envolviéndose apretadamente en su capa negra. Al principio, Lowell no pudo decidir a quién seguir. ¿A Sheldon? Siempre podría encontrarlo en la universidad. Así que optó por seguir al desconocido, que se abría paso entre una aglomeración de peatones y carruajes que ocupaban la plaza redonda.

Lowell corrió a través de algunos puestos del mercado. Un vendedor le puso una langosta delante de la cara. Lowell la apartó de un manotazo. Una muchacha que repartía octavillas le introdujo una en el bolsillo del faldón del gabán.

– ¿Propaganda, señor?

– ¡Ahora no! -exclamó Lowell.

En otro momento, el poeta localizó al fantasma al otro lado de la calzada. Estaba subiendo a un tranvía repleto y aguardaba el cambio del cobrador.

Lowell corrió para montar en la plataforma trasera cuando el cobrador estaba accionando la campanilla y el vehículo arrancaba, siguiendo los raíles, en dirección al puente. Lowell no tuvo dificultad en atrapar el pesado vehículo echando una carrera a lo largo de las vías. Acababa de agarrarse al pasamano de la escalerilla de la plataforma trasera, cuando el cobrador se volvió en redondo.

– ¿Leany Miller?

– Señor, mi nombre es Lowell, y debo hablar con uno de sus pasajeros -dijo, poniendo un pie en las salientes escalerillas posteriores, cuando los caballos apretaban el paso.

– ¿Leany Miller? ¿Ya vuelves con tus trucos? -El cobrador sacó un bastón y empezó a martillar la mano enguantada de Lowell-. ¡No volverás a manchar nuestros lindos coches, Leany! ¡No mientras yo vigile!

– ¡No! ¡Señor, mi nombre no es Leany!

Pero los golpes del cobrador obligaron a Lowell a desistir de su agarre. Esto hizo que los pies del poeta quedaran encima de los raíles.

Lowell gritó, tratando de imponerse al ruido y a la campanilla, para convencer al cobrador de su inocencia. Pero entonces se percató de que el campanilleo procedía de atrás, por donde se aproximaba otro tranvía de caballos. Cuando se volvió a mirar, los pasos de Lowell se volvieron más lentos y el tranvía que iba delante ganó distancia. Sin otra alternativa que exponerse a que los caballos que se acercaban le pisotearan los talones, Lowell saltó fuera de los raíles.

En ese momento, en la casa Craigie, Longfellow introducía en su salita a Robert Todd Lincoln, hijo del difunto presidente y uno de los tres estudiantes de Dante del curso de Lowell de 1864. Lowell había prometido reunirse con ellos en la casa después de visitar a Agassiz, pero se retrasaba, de modo que Longfellow optó por iniciar él solo la entrevista con Lincoln.

– Oh, querido papá -dijo Annie Allegra colándose de un brinco e interrumpiendo-. ¡Estamos a punto de terminar el último número de The Secret, papá! ¿Te gustaría verlo por adelantado?

– Sí, querida, pero me temo que en este momento estoy ocupado.

– Por favor, señor Longfellow -dijo el joven-. No tengo prisa. Longfellow tomó la revista manuscrita «publicada» por entregas por las tres niñas.

– Oh, parece que es la mejor que habéis hecho. Muy bonita, Panzie. La leeré de cabo a rabo esta noche. ¿Es ésta la página que has dibujado tú?

– ¡Sí! -respondió Annie Allegra-. Esta columna y esta otra. Y también esta adivinanza. ¿Puedes descifrarla?

– El lago de Norteamérica tan grande como tres estados -respondió Longfellow, y recorrió rápidamente el resto de la página: un jeroglífico y un artículo en primera plana evocando «Mi entero día de ayer (desde el desayuno hasta la noche)», por A. A. Longfellow-. Oh, es encantador, corazón -dijo Longfellow deteniéndose dubitativo en uno de los puntos de la lista-. Panzie, aquí dice que anoche abriste a una visita inmediatamente antes de irte a dormir.

– Oh, sí. Había bajado a tomarme un vaso de leche; eso hice. ¿Dijo que yo me comporté como una buena anfitriona, papá?

– ¿Cuándo fue eso, Panzie?

– Durante vuestra reunión del club, naturalmente. Tú dices que no se te moleste durante tu reunión del club.