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– ¡Annie Allegra! -la llamó Edith desde el descansillo de la escalera-. Alice quiere revisar el sumario. ¡Debes traer tu ejemplar ahora mismo!

– Ella hace siempre de redactora -se lamentó Annie Allegra, reclamando la revista a Longfellow.

Arrastró a Annie al vestíbulo y se le adelantó en la escalera antes de que ella pudiera alcanzar la oficina privada de The Secret: el dormitorio de uno de sus hermanos mayores.

– Panzie, querida, ¿quién era la visita de anoche que mencionas?

– ¿Qué, papá? Nunca lo había visto antes de ayer.

– ¿Puedes recordar su aspecto? Quizá eso podrías añadirlo a The Secret. Quizá puedas entrevistarlo y preguntarle por sus experiencias.

– ¡Qué bonito sería! Un negro alto, de muy buen ver, con una capa. Le dije que te esperara, papá. Eso hice. ¿Es que acaso él no hizo lo que le dije? Debió de aburrirse allí, de pie, y se volvió a su casa. ¿Sabes cómo se llama, papá?

Longfellow asintió.

– ¡Dímelo, papá! Seré capaz de entrevistarlo tal como dices.

– Patrullero Nicholas Rey, de la policía de Boston.

Lowell entró en tromba por la puerta principal.

– Longfellow, tengo mucho que contarle… -Se detuvo cuando vio la expresión del rostro de su vecino-. Longfellow, ¿qué ha ocurrido?

El patrullero Rey había sido introducido en una sobria sala de espera a primera hora de aquel día, y allí se quedó contemplando las ramas, agitadas por el viento, de los olmos que daban sombra en el campus. Un grupo de hombres blancos empezó a desfilar por el vestíbulo, con sus gabanes negros hasta la rodilla y los sombreros altos que eran su uniforme, como hábitos monacales.

Rey entró en la sala de la corporación, de la que aquellos hombres habían salido. Cuando se presentó al presidente, el reverendo Thomas Hill, éste estaba en plena conversación con un miembro rezagado del consejo de gobierno de la universidad. Este otro hombre se detuvo en seco cuando Rey mencionó la policía.

– ¿Guarda esto relación con alguno de nuestros estudiantes, señor? -preguntó el doctor Manning interrumpiendo su conversación con Hill.

Volvió su marmórea barba blanca hacia el agente mulato.

– Tengo unas pocas preguntas que formularle al presidente Hill. Relativas, en realidad, al profesor James Russell Lowell.

Los ojos amarillos de Manning se abrieron mucho, e insistió en quedarse. Cerró la puerta de doble hoja y se sentó junto al presidente Hill, a la mesa redonda de caoba, frente al oficial de policía. Rey pudo advertir en seguida que Hill, contrariado, permitía al otro dominar la situación.

– Me pregunto hasta qué punto conoce usted el proyecto en el que el señor Lowell ha estado trabajando, presidente Hill -empezó Rey.

– ¿El señor Lowell? Es uno de los mejores poetas y satíricos de Nueva Inglaterra, desde luego -replicó Hill, echándose a reír-. «The Biglow Papers», «The Vision of Sir Launfal», «A Fable for the Critics», que confieso es mi favorita… Además de sus colaboraciones en The North American Review. ¿Sabe usted que fue el redactor jefe de The Atlantic? Bueno, estoy seguro de que nuestro trovador está ocupado en muchas iniciativas.

Nicholas Rey sacó un papel del chaleco y lo enrolló entre los dedos.

– Me refiero en particular a un poema que creo ha estado ayudando a traducir de una lengua extranjera.

Manning juntó sus torcidos dedos y fijó la mirada en el papel doblado en la mano del patrullero.

– Mi querido oficial -dijo Manning-. ¿Ha habido algún problema?

Era notorio por su mirada que deseaba que la respuesta fuera sí.

Dinanzi. Rey estudió el rostro de Manning, el modo como las elásticas comisuras de la boca del anciano profesor parecían contraerse a causa de la expectación.

Manning pasó la mano sobre la pulida superficie de su cuero cabelludo. Dinanzi a me.

– Lo que yo quería preguntar… -empezó a decir Manning, ensayando otra táctica; ahora estaba menos ansioso-. ¿Ha habido algún conflicto? ¿Alguna clase de queja?

El presidente Hill se pellizcó la barbilla, deseando que Manning se hubiera marchado con los demás miembros de la corporación.

– Me pregunto si no deberíamos llamar al propio profesor Lowell para hablar con él.

Dinanzi a me non fuor cose create Se non etterne, e io etterno duro.

¿Qué significaba aquello? Si Longfellow y sus poetas habían re conocido las palabras, ¿por qué hicieron todo lo posible para alejar lo de ellas?

– No tiene sentido, reverendo -atajó Manning-. El profeso Lowell no puede ser molestado por cualquier nadería. Agente, debo insistir en que, si se ha producido alguna incidencia, nos la señale ahora mismo, y nosotros la resolveremos con la rapidez y la discreción adecuadas. ¿Comprende, patrullero? -dijo Manning, inclinándose hacia delante con afabilidad-. Ha habido intentos, por parte del profesor Lowell y de varios colegas literatos, de introducir cierta literata en nuestra ciudad que no es la apropiada. Sus enseñanzas pondrían en peligro la paz de millones de buenas almas. Como miembro de 1, corporación, se me ha impuesto el deber de defender la buena reputación de la universidad contra esa clase de manchas. El lema de 1‹ universidad es Christo et ecclesiae, señor, y nosotros debemos procuras vivir según el espíritu cristiano de ese ideal.

– Pero el lema solía ser veritas -dijo el presidente Hill tranquilamente-. La verdad.

Manning le dirigió una mirada afilada.

El patrullero Rey dudó otro momento y luego devolvió el papel a su bolsillo.

– He expresado algún interés por la poesía que el señor Lowel ha estado traduciendo. Él pensó que ustedes, caballeros, podrían orientarme sobre el lugar adecuado para su estudio.

Las mejillas del doctor Manning adquirieron color rápidamente

– ¿Quiere usted decir que ésta es una visita puramente literaria? -preguntó, contrariado.

Y como Rey no respondiera, Manning aseguró al oficial que Lowell quiso tomarle el pelo -a él y a la universidad-por diversión. Si Rey deseaba estudiar la poesía del diablo, podía hacerlo a los pies del propio diablo.

Rey atravesó el campus de Harvard, donde silbaban los vientos fríos alrededor de los viejos edificios de ladrillo. Se sintió abrumado y confuso en cuanto a su propósito. Entonces una campana de alarma empezó a sonar; sonaba, al parecer, desde todos los rincones del universo. Y Rey echó a correr.

XI

Oliver Wendell Holmes, poeta y médico, iluminó los insectos colocados en sus portaobjetos, sirviéndose de una bujía situada junto a uno de sus microscopios.

Se inclinó y observó a través de la lente una mosca azul, ajustando la posición del sujeto. El insecto estaba saltando y retorciéndose, como poseído por una extremada ira contra su observador.

No. No era el insecto.

Era la propia platina del microscopio lo que estaba temblando. Unos cascos de caballo atronaron el exterior, para estallar en una súbita parada. Holmes corrió a la ventana y apartó las cortinas. Amelia entró procedente del vestíbulo. Con temible gravedad, Holmes le ordenó permanecer allí, pero ella lo siguió hasta la puerta principal. La figura vestida de azul oscuro de un fornido policía se recortó contra el cielo, mientras tiraba de las riendas con todas sus fuerzas para apaciguar a las inquietas yeguas salpicadas de manchas grises, enganchadas al carruaje.

– ¿Doctor Holmes? -le llamó desde el pescante-. Tiene que venir conmigo en seguida.

Amelia dio un paso adelante.

– ¡Wendell! ¿Qué sucede?

Holmes ya estaba resollando.

– Melia, envía una nota a la casa Craigie. Diles que ha ocurrido algo y que se reúnan conmigo en el Corner dentro de una hora. Siento tenerme que ir así, pero no puedo evitarlo.

Antes de que ella pudiera protestar, Holmes montó de un salto en el carruaje policial, y los caballos emprendieron un tempestuoso galope, dejando un rastro de hojas muertas y polvo. Oliver Wendell Holmes junior lo observó a través de las cortinas de la sala de estar de la tercera planta, y se preguntó en qué nueva insensatez andaba metido ahora su padre.