Un frío penetrante se había apoderado del aire. Los cielos se estaban abriendo. Un segundo carruaje galopó hasta detenerse en el mismo punto que el otro acababa de abandonar. Se trataba de la berlina de Fields. James Russell Lowell abrió la portezuela y preguntó a la señora Holmes, con una erupción de palabras, dónde encontrar al doctor. Ella se inclinó hacia delante lo suficiente para distinguir los perfiles de Henry Longfellow y de J. T. Fields.
– No sé adónde ha ido, señor Lowell. Pero vino a buscarlo la policía. Me encargó que enviara una nota a la casa Craigie pidiéndoles que se reunieran en el Corner. James Lowell, ¡me gustaría saber qué se traen entre manos!
Lowell miró en torno al carruaje, indefenso. En la esquina de la calle Charles, dos niños distribuían octavillas gritando: «¡Desaparecido! ¡Desaparecido! Tome una hoja, por favor, caballero, señora.»
Lowell introdujo la mano en el bolsillo del gabán, sintiendo el temor secándole la garganta. Sacó la mano con la octavilla arrugada que se había echado al bolsillo en la plaza del mercado de Cambridge, tras haber visto al fantasma en compañía de Edward Sheldon. La desarrugó frotándola contra la manga, y la boca de Lowell tembló al exclamar:
– Oh, Dios mío…
– Hemos distribuido patrulleros y centinelas por toda la ciudad desde el asesinato del reverendo Talbot. ¡Pero no se ha visto nada!
El sargento Stoneweather lo dijo a gritos desde el pescante, mientras los dos caballos, llenos de picaduras de pulgas, corrían alejándose de la calle Charles, con sus músculos danzando. Cada pocos minutos, el sargento echaba mano del látigo y lo hacía culebrear.
La mente de Holmes nadaba a contracorriente, con el fondo del contundente trote y del crujido de la grava bajo las ruedas. El único hecho comprensible del que el cochero le había informado, o al menos el único que el atemorizado pasajero había digerido, era que el patrullero Rey lo había enviado en busca de Holmes. En el puerto, el carruaje se detuvo bruscamente. Desde allí, un bote de la policía trasladó a Holmes a una de las islas del soñoliento puerto, donde se alzaba, fuera de uso, un castillo hecho de macizo granito de Quincy, desprovisto de ventanas y ahora dominio de las ratas. Los bastiones permanecían desiertos, y unos cañones aparecían tumbados junto a marchitas banderas de las barras y estrellas. Penetraron en el fuerte Warren, el doctor tras el sargento, pasaron ante una hilera de policías pálidos como espectros que ya habían estado en el escenario del suceso, atravesaron un laberinto de estancias y bajaron por un túnel de piedra, frío y negro como el betún, para llegar, finalmente, a un almacén instalado en una extraña cámara excavada en la roca.
El pequeño doctor tropezó y estuvo a punto de caerse. Su mente dio un salto en el tiempo. Cuando estudiaba en la École de Médecine de París, el joven Holmes había presenciado combats des animaux, una exhibición bárbara de bulldogs luchando entre ellos para luego dejarlos libres contra un lobo, un oso, un jabalí, un toro y un asno atado a un poste. Aun durante su audaz juventud, Holmes supo que nunca extirparía de su alma la marca al hierro del calvinismo, por más poesía que escribiera. Quedaba la tentación de creer que el mundo era una simple trampa para el pecado humano. Pero el pecado, tal como él lo veía, era tan sólo el fallo de un ser de factura imperfecta en su empeño por mantener una ley perfecta. Para los antepasados, el gran misterio de la vida era este pecado; para el doctor Holmes, era el sufrimiento. Pero nunca hubiera esperado hallar tanto sufrimiento. La memoria oscura, las alegrías y las risas irrumpieron como una estampida en la mente ofuscada de Holmes ahora, cuando miró adelante.
Del centro de la estancia, colgando de un gancho cuya función era almacenar sacos de sal o algún suministro similar que pudiera contenerse en ese tipo de envase, un rostro lo miraba. O, para más exactitud, lo que había sido un rostro. Se le había cortado limpiamente la nariz, desde el puente hasta el labio cubierto por un bigote, haciendo que la piel se doblara encima. Una de las orejas del hombre pendía, como si fuera a caerse, de un lado de la cara, lo bastante abajo como para rozarse con el hombro rígidamente arqueado. Ambas mejillas estaban cortadas de tal manera que la mandíbula caía en una posición que la hacía permanecer continuamente abierta, como si de un momento a otro fuera a hablar. En lugar de eso, de su boca manaba sangre negra. Una línea recta de sangre se dibujaba desde la barbilla, con un pronunciado hoyuelo, y el órgano reproductor del hombre -y este órgano era la única confirmación del sexo de aquella monstruosidad-estaba horriblemente hendido en dos, una disección inconcebible incluso para el doctor. Músculos, nervios y vasos sanguíneos se abrían con una invariable armonía anatómica y un desorden que inducía a confusión. Los brazos de aquel cuerpo colgaban inermes a los costados, terminando en oscuras pulpas envueltas en torniquetes empapados. No había manos.
Transcurrió un momento antes de que Holmes se diera cuenta de que había visto antes el rostro mutilado, y otro momento hasta que reconoció a la despedazada víctima, a partir del pronunciado hoyuelo que tenazmente permanecía en su barbilla. ¡Oh, no! El intervalo entre ambos momentos de conciencia fue una aniquilación.
Holmes dio un paso atrás, y su zapato resbaló con el vómito que había vertido el descubridor de la escena, un vagabundo en busca de refugio. Holmes hizo un quiebro para ocupar una silla próxima, como colocada adrede para observar todo aquello. Jadeó inconteniblemente y no se dio cuenta de que junto a sus pies había un chaleco de un color llamativo y brillante, cuidadosamente doblado sobre unos pantalones blancos hechos a medida y, en el suelo, fragmentos dispersos de papel.
Oyó pronunciar su nombre. El patrullero Rey se hallaba cerca. Incluso el aire de la estancia parecía temblar, como si fuera a poner toda aquella escenificación patas arriba.
Holmes se derrumbó desvanecido y su cabeza chocó contra Rey.
Un detective de paisano, de anchos hombros y con una poblada barba, avanzó hacia Rey y empezó a gritarle que no tenía por qué estar allí. Luego intervino el jefe Kurtz y empujó fuera al detective.
El resuello y las náuseas del doctor lo dejaron en un lugar más próximo de lo que hubiera querido a la retorcida carnicería, pero antes de que pudiera pensar en abandonar el lugar, sintió que algo húmedo le rozaba el brazo. Notó como una mano, pero en realidad era un muñón sangriento y sujeto con un torniquete. Sin embargo, Holmes no se había movido ni una pulgada; de eso estaba seguro. Estaba demasiado impresionado para moverse. Se sentía como si estuviera sumergido en esa clase de pesadilla en la que uno sólo puede rogarse a sí mismo que aquello sea un sueño.
– ¡Que el cielo nos proteja! ¡Está vivo! -exclamó el detective, echando a correr fuera, con la voz estrangulada por su propia mano, con la que se apretaba el estómago para contener el vómito. También el jefe Kurtz desapareció, gritando.
Cuando Holmes se volvió en redondo, miró a los ojos incomprensiblemente saltones del cuerpo mutilado y desnudo de Phineas Jennison, y observó los ruines miembros sacudiéndose y dando tirones en el aire. Realmente fue sólo un momento, sólo una fracción de la décima parte de una centésima de segundo, antes de que el cuerpo dejara súbitamente de moverse para no volver a hacerlo, aunque Holmes nunca dudó de aquello de lo que fue testigo. El doctor permaneció quieto como un cadáver, con su boquita seca y contraída, los ojos parpadeando sin control y humedecidos involuntariamente, y retorciéndose los dedos con desesperación. El doctor Oliver Wendell Holmes sabía que el movimiento de Phineas Jennison no había sido el voluntario propio de un ser humano, la acción deseada por un hombre que siente. Se trataba de las convulsiones tardías y automáticas de una muerte indescriptible. Pero el ser consciente de ello no le hizo sentirse mejor.