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– Ahora lo es -subrayó Holmes con voz temblorosa.

Fields no quiso oír un debate literario en aquel momento. -Wendell, ¿dice usted que la policía estaba desplegada alrededor de la ciudad cuando se perpetró el asesinato? ¿Cómo pudo pasar inadvertido Lucifer?

– Se necesitarían las manos gigantescas de Briareo y los cien ojos de Argos para tocarlo o verlo -comentó tranquilamente Longfellow.

Holmes les dio más detalles:

– Jennison fue hallado por un borracho que en ocasiones duerme en el fuerte desde que fue abandonado. El vagabundo estuvo allí el lunes y todo permanecía normal. Regresó el miércoles y allí se encontró con el horrible espectáculo. Estaba demasiado asustado y no informó hasta el día siguiente; quiero decir hasta hoy. Jennison fue visto por última vez el martes por la tarde, y no durmió en su cama esa noche. La policía entrevistó a todo el que pudo hallar. Una prostituta que estaba en el puerto dice haber visto a alguien salir de la niebla en dirección a los muelles la noche del martes. Trató de seguirlo, supongo que obligada por su profesión, pero sólo llegó hasta la iglesia, y no vio qué dirección tomó.

– Así que Jennison fue asesinado el martes por la noche. Pero el cadáver no lo descubrió la policía hasta el jueves -recapituló Fields-. Pero, Holmes, usted dijo que Jennison aún estaba… ¿Es posible que durante tanto tiempo…?

– Durante… Él… ¿Fue asesinado el martes y seguía vivo cuando yo llegué esta mañana? El cuerpo se sacudía con tales convulsiones que, aunque me bebiera hasta la última gota del Leteo, nunca seré capaz de olvidar aquella visión -reflexionó Holmes en tono desesperado-. El pobre Jennison había sido mutilado sin esperanza alguna de supervivencia, esto con toda seguridad, pero estaba cortado y atado de modo que perdiera sangre lentamente y, con ella, la vida. Era un trabajo como inspeccionar los restos de los fuegos artificiales del Cuatro de julio, pero pude ver que no había sido afectado ningún órgano vital. En medio de semejante carnicería se advertía un cuidado artesano, realizado por alguien muy familiarizado con las heridas internas, quizá un médico -aventuró torpemente-, sirviéndose de un cuchillo afilado y ancho. Con Jennison, nuestro Lucifer perfecciona su condenación a través del sufrimiento, su más perfecto contrapasso. Los movimientos de los que fui testigo no eran vida, querido Fields, sino sencillamente que los nervios morían con un espasmo final. Era un momento tan grotesco que ningún Dante pudo haberlo imaginado. La muerte hubiera sido un regalo.

– Pero sobrevivir dos días después de la agresión… -insistió Fields-. Lo que quiero decir es… Desde el punto de vista médico, afortunadamente, ¡eso no es posible!

– «Supervivencia» significa aquí simplemente una muerte incompleta, no una vida parcial; estar atrapado en el abismo entre lo vivo y lo muerto. Si yo tuviera mil lenguas, no trataría de empezar a describir la agonía.

– ¿Por qué castigar a Phineas como cismático? -Lowell se esforzó por expresarse en un tono distante, científico-. ¿A quién sitúa Dante en ese círculo infernal? A Mahoma, a Bertrand de Born, el perverso consejero que enfrentó a rey y príncipe, padre e hijo, como en otro tiempo les ocurrió a Absalón y a David; a aquellos que promovieron la disensión interna en religiones y familias. Pero ¿por qué Phineas Jennison?

– Después de todos nuestros esfuerzos, no hemos respondido a esa pregunta en relación con Elisha Talbot, mi querido Lowell -dijo Longfellow-. Su simonía de mil dólares, ¿para qué fue? Dos contrapassi con dos pecados invisibles. Dante tiene la ventaja de que pregunta a los propios pecadores qué los ha llevado al infierno.

– ¿Usted tenía intimidad con Jennison? -preguntó Fields a Lowell-. ¿Y no se le ocurre nada?

– Era un amigo, y yo no andaba averiguando sus fechorías. Era mi paño de lágrimas cuando me quejaba de mis pérdidas en bolsa, de mis clases, del doctor Manning y de la maldita corporación. Era una máquina de vapor con pantalones, y admito que a veces se ponía el sombrero un poco al sesgo… Estaba metido desde hacía años en todos los negocios fulgurantes y supongo que tenía sus puntos vulnerables. Ferrocarriles, fábricas, acerías… Esos negocios me resultan dificilmente comprensibles, ya lo sabe usted, Fields -explicó Lowell, y bajó la cabeza.

Holmes suspiró ruidosamente.

– El patrullero Rey es agudo como una cuchilla, y probablemente ha sospechado desde el principio que sabemos algo. Reconoció las peculiaridades de la muerte de Jennison a partir de lo que escuchó en nuestra sesión del club Dante. La lógica del contrapasso, los cismáticos, todo eso lo relacionó con Jennison y, cuando le di más explicaciones, inmediatamente comprendió que Dante también se relacionaba con las muertes del juez presidente Healey y del reverendo Talbot.

– Como también comprendió Grifone Lonza cuando se dio muerte en la comisaría -dijo Lowell-. El pobre infeliz veía a Dante por todas partes. Esta vez resultó que estaba en lo cierto. A menudo he pensado, de manera parecida, en la propia transformación de Dante. La mente del poeta, sin hogar en la tierra por causa de sus enemigos, se fue construyendo su hogar cada vez más en ese espantoso inframundo. ¿No es natural que, desterrado de todo cuanto amó en esta vida, se cobijara exclusivamente en la venidera? Nos mostramos pródigos en la exaltación de su talento, pero Dante Alighieri no tuvo elección y hubo de escribir su poema, y escribirlo con sangre de su corazón. No es de maravillar que muriese poco después de terminarlo.

– ¿Qué hará el agente Rey ahora que conoce nuestra relación con el caso? -preguntó Longfellow.

Holmes se encogió de hombros.

– Hemos ocultado información. Hemos obstruido la investigación de los dos crímenes más horrendos que Boston haya visto, ¡y que ahora se han convertido en tres! ¡Rey puede muy bien entregarnos, a nosotros y a Dante, mientras estamos hablando! ¿Qué lealtad le debe él a un libro de poesía? ¿Y hasta qué punto se la debemos nosotros?

Holmes se puso en pie, se ajustó la cintura de sus holgados pantalones y comenzó a pasear nerviosamente. Fields levantó la cabeza, que tenía apoyada en las manos, al advertir que Holmes estaba cogiendo el sombrero y el gabán.

– Quería compartir lo que he averiguado -dijo Holmes con voz suave, mortecina-. No puedo continuar.

– Quédese -empezó a decir Fields.

Holmes sacudió la cabeza.

– No, mi querido Fields; esta noche, no.

– ¿Qué? -exclamó Lowell.

– Holmes -dijo Longfellow-. Sé que esto parece no tener respuesta, pero nos corresponde luchar.

– ¡De ninguna manera puede salirse de esto! -gritó Lowell, cuya voz, que llenaba el espacio que compartían, sintió poderosa de nuevo-. ¡Hemos ido demasiado lejos, Holmes!

– Hemos ido demasiado lejos desde el principio, demasiado lejos de aquello a lo que pertenecemos. Así es, Jamey. Lo siento -dijo Holmes, calmado-. Ignoro lo que decidirá el patrullero Rey, pero colaboraré de cualquier forma que él diga y espero lo mismo de ustedes. Sólo ruego para que no nos entregue por obstrucción o, peor aún, como cómplices. ¿No es eso lo que hemos hecho? Cada uno de nosotros desempeñó un papel permitiendo que las muertes continuaran.

– ¡Entonces usted no debiera habernos delatado a Rey! -y Lowell se puso en pie de un salto.

– ¿Y qué hubiera hecho usted en mi lugar, profesor? -preguntó Holmes.

– ¡Abandonar no es ahora una opción, Wendell! La leche se ha derramado. Usted juró proteger a Dante, como hicimos todos, bajo el techo de Longfellow, ¡aunque se hunda el cielo! -Pero Holmes se calaba el sombrero y se abrochaba el gabán-. Qui a bu boira -sentenció Lowell-. Quien bebió beberá.

– ¡Usted no lo vio! -Todas las emociones reprimidas en el interior de Holmes entraron en erupción cuando se volvió hacia Lowell-. ¿Por qué me ha tocado a mí ver dos cuerpos horriblemente mutilados en lugar de a usted, insigne erudito? ¡Fui yo quien se metió en el agujero de fuego de Talbot, con el hedor de la muerte en mis narices! ¡Fui yo quien tuvo que pasar por todo eso mientras usted podía hacer análisis cómodamente junto a su chimenea, filtrándolo todo a través de letras del alfabeto!