– ¿Cómodamente? Yo fui atacado por unos raros insectos devoradores de hombres que me pusieron en el trance de jugarme la vida, ¡no debería usted olvidarlo! -le recriminó Lowell a gritos.
Holmes se echó a reír con sorna.
– ¡Le cambio diez mil moscas azules por lo que me ha tocado ver a mí!
– Holmes -intervino Longfellow-. Recuerde: Virgilio le dice al peregrino que el miedo es el mayor impedimento para su viaje.
– ¡No doy un centavo por eso! ¡Ya no, Longfellow! ¡Cedo mi plaza! ¡No somos los primeros en tratar de liberar la poesía de Dante, y quizá la nuestra sea siempre una causa perdida! ¿No han pensado alguna vez que Voltaire tenía razón cuando decía que Dante era un loco y su obra, un monstruo? Dante perdió su vida en Florencia y se vengó creando una literatura con la cual osó convertirse en Dios. Y ahora nosotros hemos liberado ese monstruo en la ciudad a la que decimos amar, ¡y viviremos para pagarlo!
– ¡Ya basta, Wendell! ¡Basta! -chilló Lowell, poniéndose en pie frente a Longfellow, como si pudiera servirle de escudo ante aquellas palabras.
– ¡El propio hijo de Dante pensaba que era engañoso creer que él había viajado por el infierno, y pasó toda su vida tratando de rechazar las palabras paternas! -continuó Holmes-. ¿Por qué deberíamos sacrificar nuestra seguridad para salvarlo a él? La Commedia no fue una carta de amor. ¡A Dante no le preocupaban Beatriz ni Florencia! ¡Estaba expresando la nostalgia por su exilio, imaginando a sus enemigos retorciéndose e implorando la salvación! ¿Le han oído aunque sea por una vez mencionar a su esposa? ¡Así es como cosechó sus decepciones! ¡Yo sólo quiero protegernos de perder cuanto nos es querido! ¡Eso es todo lo que he pretendido desde el principio!
– ¡Usted no quiere admitir que alguien sea culpable -dijo Lowell-, del mismo modo que se negó a considerar culpable a Bachi, como usted imaginó inocente al profesor Webster aun estando colgado de una soga!
– ¡No es así! -rechazó Holmes dando voces.
– Oh, es algo hermoso lo que está haciendo por nosotros, Holmes. ¡Algo hermoso! -exclamó Lowell-. ¡Ha estado usted tan formal como sus más divagatorias piezas líricas! Quizá deberíamos haber reclutado desde el principio a Wendell Junior para nuestro club en lugar de a usted. ¡Al menos hubiéramos tenido una oportunidad de vencer!
Estaba dispuesto a decir más, pero Longfellow lo tomó del brazo con una mano amable, pero firme como un guantelete de hierro.
– No hubiéramos podido llevar el asunto tan lejos sin usted, querido amigo. Por favor, tómese un descanso y dé recuerdos a la señora Holmes -dijo Longfellow con suavidad.
Holmes abandonó la Sala de Autores. Cuando Longfellow soltó su presa, Lowell fue tras el doctor hacia la puerta. Holmes se apresuró en dirección al vestíbulo, mirando de reojo a su amigo, que lo seguía, con una mirada fría. Al llegar a la esquina, Holmes chocó con un carro de papeles empujado por Teal, el mozo del turno de noche, adscrito a las oficinas de Fields, y cuya boca estaba siempre en movimiento, triturando o mascando. Holmes salió volando y dio en el suelo, y el carro volcó y desparramó papeles por todo el vestíbulo y sobre el doctor caído. Teal apartó a puntapiés algunos papeles y con una mirada llena de simpatía trató de ayudar a Oliver Wendell Holmes, que se hallaba a sus pies. Lowell corrió también junto a Holmes, pero se detuvo, sintiendo de nuevo su ira, pues estaba avergonzado de su momentánea debilidad.
– Ya es usted feliz, Holmes. ¡Longfellow nos necesitaba! ¡Finalmente lo ha traicionado! ¡Ha traicionado usted al club Dante!
Teal, mirando con temor mientras Lowell repetía su acusación, levantó a Holmes.
– Mil perdones -susurró en la oreja de Holmes.
Pese a que la culpa era enteramente del doctor, éste se limitó a corresponder con otro «perdón». Ya no sentía la pesadez ni el resuello de su asma. Ésta era opresiva y le producía calambres. Mientras que la anterior le hacía sentir que necesitaba inhalar más y más aire, esta de ahora convertía en veneno todo el aire.
Lowell irrumpió de nuevo en la Sala de Autores, dando un portazo tras él. Se encontró frente a una expresión indescifrable en el rostro de Longfellow. A la primera señal de tempestad, Longfellow cerraba todos los postigos de la casa, y explicaba que no le gustaba aquella discordancia. Ahora presentaba el mismo aspecto de batirse en retirada. Al parecer, Longfellow le había dicho algo a Fields, porque el editor permanecía de pie, expectante, inclinándose adelante como para seguir escuchando.
– Bien -se lamentó Lowell-, díganme si podía hacernos esto, Longfellow. ¿Cómo ha podido Holmes hacerlo?
Fields hizo un movimiento de cabeza.
– Lowell, Longfellow cree haberse dado cuenta de algo -dijo, traduciendo la expresión del poeta-. ¿Recuerda cómo enfocamos la pasada noche el canto de los cismáticos?
– Sí. ¿Y qué hay con eso, Longfellow? -preguntó Lowell. Longfellow había echado mano de su gabán y miraba por la ventana.
– Fields, ¿estará todavía el señor Houghton en Riverside?
– Houghton está siempre en Riverside, al menos cuando no está en la iglesia. ¿Qué puede hacer él por nosotros, Longfellow?
– Tengo que ir allí en seguida -dijo Longfellow.
– ¿Se ha dado usted cuenta de algo que pueda ayudarnos, querido Longfellow? -preguntó Lowell, esperanzado.
Pensó que Longfellow estaba considerando la pregunta, pero el poeta no dio respuesta alguna durante el recorrido hasta Cambridge, al otro lado del río.
Una vez en el gigantesco edificio de ladrillos que albergaba Riverside Press, Longfellow solicitó a H. O. Houghton que le facilitara todo el material impreso de la traducción del Inferno de Dante. La traducción, pese a que no se había revelado de qué obra se trataba, rompía años de virtual silencio por parte del poeta más amado de la historia de su país, y era ansiosamente esperada por el mundo literario. Fields le tenía reservado un lanzamiento a bombo y platillo: la primera edición de cinco mil ejemplares se pondría a la venta al cabo de un mes. Anticipándose a ello, Oscar Houghton había estado sacando pruebas a medida que Longfellow le entregaba las anteriores corregidas, llevando una detallada e irreprochable relación de las fechas.
Los tres eruditos se adueñaron de la oficina privada de contabilidad del impresor.
– No lo encuentro -dijo Lowell.
Ninguno estaba centrado en los puntos más concretos de sus propios proyectos de publicación y, por tanto, mucho menos en los ajenos. Fields le mostró el calendario previsto.
– Longfellow entrega sus pruebas corregidas la semana posterior a nuestras sesiones de traducción. Así pues, cualquier fecha que encontremos aquí que registre la recepción de las pruebas por parte de Houghton, significa que el miércoles de la semana anterior se celebró la reunión de nuestro círculo dantista.
La traducción del canto tercero, el de los tibios, se llevó a cabo tres o cuatro días después del asesinato del juez Healey. El del reverendo Talbot, tres días antes del miércoles reservado para la traducción de los cantos decimoséptimo, decimoctavo y decimonoveno: este último contenía el castigo de los simoníacos.
– ¡Y entonces nos enteramos del crimen! -dijo Lowell.
– Sí, y yo adelanté nuestro trabajo hasta el canto sobre Ulises en el último momento, a fin de animarnos, y trabajé solo en los cantos intermedios. En cuanto al último crimen, la carnicería de la que ha sido víctima Phineas Jennison, ocurrió, según todos los cálculos, el martes, un día antes de la traducción, ayer, de los mismos versos relacionados con el trágico suceso.