Lowell se puso blanco y, luego, muy rojo.
– ¡Me doy cuenta, Longfellow! -exclamó Fields.
– Cada crimen se produce inmediatamente antes de que nuestro club Dante traduzca el canto en el que el asesino se ha basado -concluyó Longfellow.
– ¿Cómo no lo vimos antes? -se lamentó Fields.
– ¡Alguien ha estado jugando con nosotros! -estalló Lowell. Luego se apresuró a bajar la voz hasta convertirla en un susurro-: ¡Alguien ha estado vigilándonos todo el tiempo, Longfellow! ¡Ha de ser alguien que conoce nuestro club Dante! ¡Quienquiera que sea ha hecho coincidir cada asesinato con nuestra traducción!
– Aguarden un momento. Esto podría ser tan sólo una terrible coincidencia -dijo Fields consultando de nuevo el calendario de entregas-. Miren aquí. Hemos traducido casi dos docenas de cantos del Inferno, pero sólo ha habido tres asesinatos.
– Tres coincidencias mortales -comentó Longfellow.
– No hay coincidencia -insistió Lowell-. Nuestro Lucifer ha emprendido una carrera con nosotros para ver quién llega primero: ¡Dante traducido con tinta o con sangre! ¡Hemos estado perdiendo la carrera por dos o tres cuerpos cada vez!
Fields protestó:
– Pero ¿quién tuvo la posibilidad de conocer nuestra previsión de trabajo por adelantado? ¿Y con suficiente tiempo para planear unos crímenes tan elaborados? Nosotros no dejamos por escrito un calendario. En ocasiones nos saltamos una semana. A veces Longfellow pasa por alto un canto o dos para los que no nos considera preparados, y quedan fuera de las sesiones.
– Mi Fanny ni sabe de qué cantos nos ocupamos ni se molesta en averiguarlo -comentó Lowell.
– ¿Y quién podría conocer esos detalles, Longfellow? -preguntó Fields.
– Si todo esto fuera cierto -lo interrumpió Lowell-, ¡significa que de algún modo estamos implicados directamente en que empezaran los asesinatos!
Permanecieron en silencio. Fields miraba a Longfellow con aire protector.
– ¡Una farsa! -dijo-. ¡Una farsa, Lowell!
Ése fue el único argumento que se le ocurrió. Longfellow manifestó, levantándose del escritorio de Houghton:
– Admito que no comprendo esa extraña pauta. Pero no podemos eludir sus consecuencias. Cualquiera que sea la iniciativa que tome el patrullero Rey, ya no podemos considerar nuestra intervención meramente como nuestra prerrogativa. Han pasado treinta años desde que me senté por primera vez a mi mesa, en tiempos más felices, para traducir la Commedia. La he tomado en mis manos con tal reverencia que en ocasiones se ha convertido en resistencia a proseguir. Pero ha llegado el momento de darse prisa, de completar el trabajo, o corremos el riesgo de más pérdidas.
Después de que Fields partiera en su carruaje hacia Boston, Lowell y Longfellow caminaron bajo la nieve hacia sus casas. La noticia del asesinato de Phineas Jennison se había extendido rápidamente por sus círculos sociales. El silencio en la calle, bordeada de olmos, era absoluto. Las ascendentes guirnaldas de humo de las chimeneas, blancas como la nieve, se desvanecían como fantasmas. Las ventanas que no mantenían cerrados los postigos, estaban cubiertas en su parte interior por ropa, camisas y blusas que colgaban flojamente, pues hacía demasiado frío para ponerlas a secar fuera. Las aldabillas de cuerdas estaban bajadas en todas las puertas. Las casas que habían instalado recientemente cerraduras de hierro y cadenas metálicas, por consejo de los patrulleros locales, se mantenían bien cerradas. Algunos residentes incluso habían montado un tipo de alarma en sus puertas, utilizando un sistema de corrientes, vendido de casa en casa por Jeremy Didlers, del Oeste. Ningún niño jugaba en los montones de nieve blanda. Con aquellos tres asesinatos, resultaba evidente que había una mano empeñada en la tarea. Las reseñas de los periódicos no tardaron en incluir la información de que se encontró la ropa de cada víctima cuidadosamente doblada en el escenario del crimen, y de súbito la ciudad entera se sintió desnuda. El terror que se desencadenó con la muerte de Artemus Healey se había apoderado ahora de Beacon Hill, siguiendo por la calle Charles, por Back Bay y cruzando el puente de Cambridge. De pronto, parecía haber motivos irracionales pero palpables para creer en un azote, en el apocalipsis.
Longfellow se detuvo a una manzana de la casa Craigie.
– ¿Podríamos nosotros ser responsables?
Su voz sonaba temerosa, débil a sus propios oídos.
– No permita que ese gusano penetre en su cerebro. Dije eso sin pensarlo, Longfellow.
– Debe ser honrado conmigo, Lowell. ¿Cree usted…?
Las palabras de Longfellow se vieron interrumpidas. El grito de una niña se elevó en el aire y conmovió los cimientos mismos de la calle Brattle.
A Longfellow se le doblaron las rodillas mientras su mente trataba de determinar el origen del grito, lo que lo llevó hasta su casa. Sabía que debería lanzarse a una alocada carrera calle Brattle abajo, a través de la sábana virginal de la nieve. Pero por un momento sus pensamientos lo inmovilizaron en el sitio, acechándolo, haciéndolo temblar ante lo posible, como quien despierta de una terrible pesadilla y busca señales de sangrientas calamidades en la apacible habitación en torno. Los recuerdos inundaron el aire delante de él. ¿Por qué no pude salvarte, amor mío?
– ¿Voy a buscar mi fusil? -exclamó Lowell frenéticamente. Longfellow salió a la carrera.
Ambos hombres llegaron al escalón de entrada de la casa Craigie casi al mismo tiempo, una notable hazaña de Longfellow, quien, a diferencia de su vecino, no había practicado ejercicio físico. Entraron corriendo en el vestíbulo. En el salón encontraron-a Charley Longfellow arrodillado, tratando de calmar a la excitada Annie Allegra, la pequeña, que profería exclamaciones y chillaba alegremente ante los regalos que su hermano le había traído. Trap gruñía encantado y meneaba su rechoncho rabo en círculos, mostrando toda su dentadura en una expresión comparable a una sonrisa humana. Alice Mary salió al vestíbulo para saludarlos.
– ¡Oh, papá! -exclamó-. ¡Charley acaba de llegar a casa para el día de Acción de Gracias! ¡Y nos ha traído chaquetas francesas, con rayas rojas y negras!
Alice se probó la chaqueta para Longfellow y Lowell.
– ¡Vaya garbo! -aplaudió Charley, que abrazó a su padre-. Papá, ¿por qué estás blanco como un papel? ¿No te sientes bien? ¡Mi intención sólo era daros una sorpresita! Quizá te has hecho demasiado viejo para nosotros.
Y se echó a reír. El color volvió a la hermosa tez de Longfellow, quien, a la vez, empujaba a Lowell a un lado.
– Mi Charley ha vuelto a casa -le dijo en tono confidencial, como si Lowell no pudiera verlo por sí mismo.
Más avanzada la noche, cuando las niñas ya estaban durmiendo arriba y Lowell se había ido, Longfellow se sintió profundamente tranquilo. Se inclinó sobre el escritorio en el que trabajaba de pie, y pasó la mano por la suave madera sobre la que había escrito la mayor parte de su traducción. La primera vez que leyó el poema de Dante, tenía que confesárselo a sí mismo, no tuvo fe en el gran poeta. Temía cómo pudiera acabar, tras un inicio tan glorioso. Pero, a lo largo del texto, Dante se comportó tan valientemente, que Longfellow no pudo hacer otra cosa que maravillarse más y más, no sólo por su gran fuerza, sino por la continuidad de ésta. El estilo se elevaba con el tema, y se dilataba como las aguas de la marea cuyo flujo, a la larga, levantaban al lector, cargado de dudas y temores. Lo más frecuente era que pareciese que Longfellow estaba sirviendo al florentino, pero a veces Dante se burlaba, eludiendo toda palabra, todo lenguaje. En tales ocasiones, Longfellow se sentía como un escultor que, incapaz de representar en frío mármol la belleza viva del ojo humano, recurría a artificios como hundir más profundamente el ojo y hacer más prominente la frente, encima, rasgos que no eran los del modelo vivo.