– Pero yo no puedo -concluyó, y devolvió el velo a su lugar, al tiempo que emprendía el camino hacia la estación de tranvías.
El profesor George Ticknor, un anciano en decadencia, instruía a su esposa para que hiciera subir a la visita. Sus instrucciones iban acompañadas de una extraña sonrisa que se dibujaba en su ancho y peculiar rostro. El cabello de Ticknor, en otro tiempo negro, se había vuelto gris en la parte baja de la nuca y a lo largo de las patillas, y era lamentablemente escaso en lo alto del cráneo. Hawthorne dijo una vez que la nariz de Ticknor era lo contrario de aquilina: no del todo respingona ni chata.
El profesor nunca tuvo mucha imaginación, y estaba agradecido por ello, pues lo protegía de los desvaríos que habían aquejado a sus colegas bostonianos, en especial a los escritores, quienes pensaban que en tiempo de reforma las cosas cambiarían. Con todo, Ticknor no podía dejar de imaginar que el sirviente que lo incorporaba y lo ayudaba a levantarse de la butaca, era el vivo retrato de George Junior, fallecido a la edad de cinco años. Ticknor seguía triste por aquella muerte, ocurrida treinta años antes; muy triste, porque ya no podía ver su brillante sonrisa ni oír su alegre voz, ni siquiera en su mente. Por eso volvía la cabeza al percibir algún sonido familiar, y el niño no estaba allí. Por eso aguzaba el oído para captar el leve paso de su hijo, que no llegaba.
Longfellow entró en la biblioteca, llevando tímidamente un regalo. Se trataba de una bolsa con broche, con una orla.
– Por favor, siga sentado, profesor Ticknor -lo apremió.
Ticknor ofreció cigarros, los cuales, por sus envoltorios cuarteados, parecían haber sido ofrecidos y rechazados a lo largo de muchos años de recibir a huéspedes infrecuentes.
– Mi querido señor Longfellow, ¿qué trae usted ahí?
Longfellow colocó la bolsa en el escritorio de Ticknor.
– Algo que he creído le gustaría ver. A usted más que a nadie.
Ticknor se lo quedó mirando con interés. Sus ojos negros eran impenetrables.
– Lo he recibido esta mañana de Italia. Lea la carta que lo acompañaba.
Longfellow se la alargó a Ticknor. Era de George Marsh, de la Comisión del Centenario de Dante, en Florencia. Marsh escribía para asegurar a Longfellow que no debía preocuparse porque la comisión florentina aceptara su traducción del Inferno.
Ticknor empezó a leer:
– «El duque de Caietani y la comisión recibirán agradecidos la primera traducción norteamericana del gran poema como la contribución más adecuada a la solemnidad del centenario, y al mismo tiempo como un merecido homenaje del Nuevo Mundo a una de las más altas glorias del país de su descubridor, Colón.» ¿Por qué no se siente usted seguro? -preguntó Ticknor, pensativo.
Longfellow sonrió.
– Supongo que, a su manera amable, el señor Marsh está dándome prisa. Pero ¿no se dice que Colón no era precisamente puntual?
– «Por favor, acepte de nuestra comisión -continuó leyendo Ticknor-, como signo de aprecio por su próxima contribución, una de las siete bolsas que contienen las cenizas de Dante Alighieri, tomadas tardíamente de su tumba de Ravena.»
Esto coloreó con un desvaído tono carmesí, causado por el placer, las mejillas de Ticknor, y sus ojos se dirigieron a la bolsa. Sus mejillas ya no alcanzaban la sombra rojo intenso que, en contraste con su cabello oscuro, hacía que en su juventud la gente lo tomara por español. Ticknor soltó el broche, abrió la bolsa y se quedó mirando lo que podía haber sido polvo de carbón. Pero Ticknor dejó escurrirse un poco entre sus dedos, como el peregrino cansado que por fin alcanza el agua bendita.
– Durante muchos años pareció que yo buscaba por toda la amplitud de la tierra colegas eruditos que estudiaran a Dante, con poco éxito -dijo Ticknor. Tragó saliva con dificultad, mientras pensaba:
¿Durante cuántos años?-. Traté de enseñar a numerosos miembros de mi familia hasta qué punto Dante hizo de mí un hombre mejor, pero fui escasamente comprendido. ¿Se dio usted cuenta, Longfellow, de que el año pasado no hubo un club o sociedad en Boston que no celebrara el tricentenario del nacimiento de Shakespeare? Pero ¿cuántos, fuera de Italia, consideran que este año, el-seiscientos aniversario del nacimiento de Dante, merece ser destacado? Shakespeare nos ayuda a conocernos; Dante, con su disección de todos los demás, nos brinda el conocimiento de unos a otros. Hábleme de las incidencias de su traducción.
– Usted puede ayudarnos -dijo Longfellow-. Hoy empieza una nueva fase de nuestra lucha.
– Ayudar. -Tícknor pareció paladear la palabra como pudiera hacerlo con un nuevo vino, y luego rechazarlo con disgusto-. ¿Ayudar a qué, Longfellow?
Longfellow se echó atrás, sorprendido.
– Sería necio tratar de detener algo así -dijo Ticknor sin simpatía-. ¿Sabía usted, Longfellow, que he empezado a regalar mis libros? -Señaló con su bastón de ébano los anaqueles que rodeaban la estancia-. Ya llevo donados casi tres mil volúmenes a la nueva biblioteca pública, uno a uno.
– Un magnífico gesto, profesor -comentó Longfellow sinceramente.
– Uno a uno hasta temer que no me quede ninguno para mí. -Empujó la lujosa alfombra con el-brillante cetro negro. Su cansada boca hizo una mueca mitad sonrisa, mitad signo de enfado-. El primer recuerdo de mi vida es la muerte de Washington. Cuando mi padre llegó a casa ese día no podía hablar, tan abrumado se sentía por la noticia. Yo estaba aterrorizado porque él se mostrara tan afectado, y rogué a mi madre que enviara en busca de un médico. Durante algunas semanas, todos, incluso los niños más pequeños, llevaron brazaletes negros. ¿Se ha parado a pensar que si mata a una persona es usted un asesino, pero que si mata a un millar es un héroe, como Washington? En otro tiempo, yo pensaba asegurar el futuro de nuestros ambientes literarios mediante el estudio y el aprendizaje, mediante el respeto a la tradición. Dante abogaba porque su poesía tuviera continuidad más allá de él mismo, en un nuevo hogar, y durante cuarenta años yo me afané por él. El sino de la literatura profetizado por el señor Emerson se ha hecho realidad con los acontecimientos que usted describe… La literatura que alienta vida y muerte, que puede castigar y absolver.
– Sé que usted no puede aprobar lo que ha sucedido, profesor Ticknor -dijo Longfellow, pensativo-. Dante desfigurado, utilizado como herramienta para el crimen y la venganza personal.
Ticknor hizo chocar sus manos.
– Longfellow, nos encontramos, en definitiva, con un texto antiguo convertido en un poder actual, ¡un poder capaz de juzgar ante nuestros propios ojos! No; si lo que usted ha descubierto es verdad, cuando el mundo sepa lo que ha ocurrido en Boston (aunque sea dentro de diez siglos), Dante no quedará desfigurado, no se verá manchado ni arruinado. Será reverenciado como la primera auténtica creación del genio norteamericano, ¡el primer poeta que liberó el poder mayestático de toda literatura sobre los incrédulos!
– Dante escribió para apartarnos de los tiempos en que la muerte era incomprensible. Escribió para infundirnos esperanza en la vida, profesor, cuando ya no nos queda; para que sepamos que nuestra existencia y nuestras plegarias no le son indiferentes a Dios.
Ticknor suspiró desmañadamente y apartó la bolsa ribeteada de oro.
– No olvide su regalo, señor Longfellow.
Longfellow sonrió.
– Usted fue el primero en creer que era posible.
Y colocó la bolsa con las cenizas en las viejas manos de Ticknor, que la agarraron codiciosamente.
– Yo ya soy demasiado viejo para ayudar a alguien, Longfellow -se excusó Ticknor-. Pero ¿me permitirá que le dé un consejo? Usted no anda detrás de Lucifer; ése no es el culpable que usted describe. Lucifer permanece completamente mudo cuando Dante por fin se lo encuentra en el helado Cocito, suspirando y sin habla. ¿Sabe? Así es como Dante triunfa sobre Milton. A nosotros se nos antoja que Lucifer es asombroso e inteligente, aunque podemos vencerlo; pero Dante lo pone más difícil. No. Usted anda tras de Dante; Dante decide quiénes deben ser castigados, adónde han de ir y qué tormentos sufren. Es el poeta quien toma esas medidas, aunque, al presentarse como el viajero, trate de hacérnoslo olvidar. Y nosotros creemos que él es otro testigo inocente de la obra de Dios.