– ¡Manning! -bramó Lowell, contando con una reprimenda del bibliotecario.
Manning acechaba desde la tribuna sobre la sala de lectura, donde estaba reuniendo varios libros.
– Usted tiene ahora una clase, profesor Lowell. La corporación de Harvard no puede considerar una conducta aceptable abandonar a los estudiantes sin vigilancia.
Lowell tuvo que pasarse un pañuelo por la cara antes de subir a la tribuna.
– ¡Usted osa quemar libros en una institución de enseñanza!
Las tuberías de cobre del precursor sistema de calefacción del Gore Hall siempre tenían escapes, y llenaban la biblioteca con un ondulante vapor que se condensaba en forma de gotitas calientes en las ventanas, en los libros y en los estudiantes.
– El mundo de la religión nos debe, y debe especialmente a su amigo el profesor Agassiz, gratitud por combatir triunfalmente la monstruosa enseñanza de que descendemos de los monos. Su padre de usted, ciertamente, se hubiera mostrado de acuerdo.
– Agassiz es demasiado listo -dijo Lowell llegando a lo alto de la tribuna, atravesando la cortina de vapor-. Lo abandonará…, ¡cuente con ello! ¡Nada que eche fuera el pensamiento estará nunca a salvo del pensamiento!
Manning sonrió, y su sonrisa pareció insertarse en su cabeza.
– ¿Sabe usted? He obtenido a través de la corporación cien mil dólares para el museo de Agassiz. Me atrevería a decir que Agassiz irá exactamente por donde yo le diga.
– Pero ¿qué es esto, Manning? ¿Qué lo induce a aborrecer las ideas ajenas?
Manning miró a Lowell de través. Mientras le respondía, perdió el estricto control que mantenía sobre su voz.
– Hemos sido un noble país, caracterizado por la sencillez en materia de moral y de justicia; el último huérfano de la gran República romana. Nuestro mundo está siendo estrangulado y demolido por infiltrados, por novedades inmorales introducidas por cada extranjero y por cada nueva idea en contra de los principios sobre los que se construyó Norteamérica. Usted mismo lo ve, profesor. ¿Cree usted que hubiéramos podido guerrear entre nosotros hace veinte años? Hemos sido envenenados. La guerra, nuestra guerra, está lejos de haber concluido. Justamente está empezando. Hemos dado suelta a los demonios en el mismo aire que respiramos. Las revoluciones, los crímenes y los latrocinios empiezan en nuestras almas y se transfieren a las calles y a nuestras casas. -Esto era lo más cercano a lo emocional que Lowell había visto nunca en Manning-. El juez presidente Healey fue condiscípulo mío en la clase de graduación, Lowell; era uno de nuestros mejores supervisores ¡y ahora se lo ha cargado alguna bestia cuyo único conocimiento es el conocimiento de la muerte! En Boston, las mentes sufren continuos asaltos. Harvard es la fortaleza para la protección de nuestras sublimes esencias. ¡Y ésa es mi responsabilidad!
Manning contuvo sus sentimientos.
– Usted, profesor, se permite el lujo de la rebeldía sólo en ausencia de responsabilidad. Es usted un auténtico poeta.
Lowell sintió que erguía el cuerpo por vez primera desde la muerte de Phineas Jennison. Aquello le infundió renovadas fuerzas.
– Cargamos de cadenas a toda una raza de hombres hace cien años, y allí empezó la guerra. Norteamérica continuará creciendo sin importar todas las mentes que usted encadene ahora, Manning. Sé que amenazó a Oscar Houghton diciéndole que, si publicaba la traducción que Longfellow está haciendo de Dante, sufriría las consecuencias.
Manning se volvió a la ventana y contempló el fuego anaranjado.
– Y así será, profesor Lowell. Italia es un mundo en el que reinan las peores pasiones y la moral más laxa. Le daré la bienvenida si dona algunos ejemplares de su Dante al Gore Hall, como cierto científico necio hizo con esos libros de Darwin. Esa hoguera se los tragará: un ejemplo para todos los que traten de convertir nuestra institución en un reducto de ideas de violencia inmunda.
– Nunca se lo permitiré -replicó Lowell-. Dante es el primer poeta cristiano, el primero y único cuyo entero sistema de pensamiento está impregnado de una teología puramente cristiana. Pero el poema está más próximo a nosotros por otras razones. Es la historia real de un hermano nuestro, un hombre, de un alma humana que es tentada, purificada y que, finalmente, sale triunfante. Enseña la benéfica acción mediadora del arrepentimiento. Es la primera quilla que se aventuró en el mar silencioso de la conciencia humana al encuentro de un nuevo mundo de poesía. Mantuvo a raya durante veinte años su angustia y no se permitió morir hasta haber concluido su tarea. Tampoco lo hará Longfellow. Ni yo.
Lowell se volvió y empezó a bajar la escalera.
– Lo felicito, profesor. -Desde la tribuna, Manning permanecía impasible, aunque echaba fuego por los ojos-. Pero quizá no todo el mundo comparte los mismos puntos de vista. Recibí una peculiar visita de cierto policía, un tal patrullero Rey. Indagó acerca de su trabajo sobre Dante. No explicó por qué, y se marchó bruscamente. ¿Puede usted decirme por qué su trabajo atrae a la policía a nuestra reverenciada «institución de enseñanza»?
Lowell se detuvo y se volvió para mirar a Manning.
Manning se apoyó los largos dedos sobre el esternón.
– Algunos hombres sensatos se apartarán de su círculo para traicionarlos, Lowell, se lo aseguro. No hay reunión alguna de insurgentes que pueda permanecer unida por mucho tiempo. Si el señor Houghton no colabora para detenerlos, alguien lo hará. El doctor Holmes, por ejemplo.
Lowell quería marcharse, pero esperó más.
– Le advertí hace muchos meses que se apartara de su proyecto de traducción, pues de lo contrario su reputación se resentiría. ¿Y qué cree que hizo?
Lowell negó con la cabeza.
– Me convocó en su casa y me confió que estaba de acuerdo con mi postura.
– ¡Miente, Manning!
– Oh, entonces, ¿el doctor Holmes ha seguido entregado a la causa? -preguntó como si supiera mucho más de lo que Lowell podía imaginar.
Lowell se mordió el labio, que le temblaba. Manning sacudió la cabeza y sonrió.
– El mísero y pequeño maniquí es su Benedict Arnold a la espera de instrucciones, profesor Lowell.
– Sepa que cuando soy amigo de un hombre lo soy para siempre, y es muy difícil hacerme volver atrás. Y aunque un hombre pueda gozar siendo mi enemigo, no puede convertirme a mí en el suyo mientras yo no quiera. Buenas tardes.
Lowell dio por concluida la conversación, pero el otro necesitaba más de él.
Manning siguió a Lowell hasta la sala de lectura y lo agarró del brazo.
– No comprendo cómo usted se juega su buen nombre, todo aquello por lo que ha luchado su vida entera, en algo como eso, profesor.
Lowell se apartó.
– Aunque quisiera entenderlo no podría, Manning. Regresó a su clase a tiempo para despedir a sus alumnos.
Si el asesino había estado siguiendo de algún modo la traducción de Longfellow, y los desafiaba a una carrera para concluirla, el club Dante tenía poca elección, salvo completar con la mayor brevedad los trece cantos del Inferno que aún quedaban. Acordaron dividirse en dos equipos reducidos: el de los investigadores y el de los traductores.
Lowell y Fields seguirían con la investigación, mientras Longfellow y George Washington Greene se esforzarían con la traducción en el estudio. Fields había informado a Greene, para gran satisfacción del anciano ministro, de que la traducción se había sometido a un estricto calendario, con vistas a su inmediata finalización: quedaban nueve cantos previos aún no revisados, uno parcialmente traducido y dos de los que Longfellow no estaba satisfecho del todo. Peter, el criado de Longfellow, llevaría las pruebas a Riverside a medida que Longfellow terminara, y se encargaría a la vez de sacar de paseo a Trap.
– ¡Eso no tiene sentido!
– Entonces déjelo, Lowell -dijo Fields, hundido en su sillón de la biblioteca, y que en otro tiempo perteneció al abuelo de Longfellow, un gran general de la guerra de la Independencia. Se quedó mirando a Lowell-. Siéntese. Está usted muy colorado. ¿Ha dormido lo suficiente?