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Lowell lo ignoró.

– ¿Qué permitiría calificar de cismático a Jennison? En concreto, en ese foso del infierno, cada una de las sombras que Dante escoge para individualizarlas es inequívocamente emblemática de ese pecado.

– Hasta que averigüemos por qué Lucifer escogió a Jennison, debemos entresacar lo que podamos de los detalles del crimen -dijo Fields.

– Bien, el crimen confirma la fuerza de Lucifer. Jennison había hecho escalada con el club Adirondack. Era deportista y cazador, y sin embargo nuestro Lucifer le echa mano y lo hace pedazos con toda facilidad.

– Sin duda se hizo con él amenazándolo con un arma -conjeturó Fields-. Hasta el hombre más fuerte puede sucumbir al temor ante un arma de fuego, Lowell. También sabemos que nuestro asesino es escurridizo. Había patrulleros de guardia en cada calle del distrito, a todas horas, desde la noche en que Talbot fue asesinado. Y la gran atención puesta por Lucifer en los detalles del canto de Dante… Eso es bien cierto.

– En cualquier momento mientras hablamos -reflexionó en voz alta Lowell, con aire ausente-, en cualquier momento mientras Longfellow traduce un nuevo verso en la habitación de al lado, podría perpetrarse otro asesinato y nosotros carecemos de poder para impedirlo.

– Tres asesinatos y ni un solo testigo. Coincidiendo con toda precisión con nuestras traducciones. ¿Qué vamos a hacer?, ¿rondar por las calles y esperar? Si fuéramos menos cultos, empezaría a creer que un auténtico espíritu del mal nos domina.

– Podemos concentrar nuestra atención en la relación de los asesinatos con nuestro club -propuso Lowell-. Concentrémonos en seguir la pista de todos los que conozcan el calendario previsto para la traducción.

Mientras Lowell hojeaba rápidamente la libreta donde consignaba sus investigaciones, distraídamente golpeó una de las piezas de colección, una bala de cañón disparada por los británicos en Boston contra las tropas del general Washington.

Oyeron otro golpe en la puerta principal, pero lo ignoraron.

– He mandado una nota a Houghton pidiéndole que se asegure de que ninguna prueba de la traducción de Longfellow salga de Riverside -le dijo Fields a Lowell-. Sabemos que todos los asesinatos se inspiraron en los cantos que por entonces nuestro club aún no había traducido. Longfellow debe continuar llevando las pruebas a la imprenta como si todo fuera normal. Y, por cierto, ¿qué hay del joven Sheldon?

Lowell frunció el ceño.

– Aún no ha contestado, y no ha sido visto en el campus. Él es el único que puede informarnos sobre el fantasma con el que lo vi hablar, tras la partida de Bachi.

Fields se puso en pie y se inclinó junto a Lowell.

– ¿Está usted bien seguro de que vio ese «fantasma» ayer, Jamey? -le preguntó.

Lowell estaba sorprendido.

– ¿Qué quiere usted decir, Fields? Ya se lo conté… Lo vi observándome en el campus de Harvard, y luego, otra vez, esperando a Bachi. Y de nuevo sosteniendo una acalorada discusión con Edward Sheldon.

Fields no pudo evitar encogerse.

– Se trata sólo de que todos estamos muy aprensivos, ansiosos, querido Lowell. Mis noches transcurren entre incómodos episodios de insomnio.

Lowell cerró de golpe la libreta que estaba revisando. -¿Está usted diciendo que todo fue imaginación mía?

– Usted mismo me dijo que hoy pensó haber visto a Jennison, y a Bachi, y a su primera mujer, y luego a su hijo muerto. ¡Santo cielo! -exclamó Fields.

Los labios de Lowell temblaron.

– Mire, Fields. Ésta es la última vuelta de tornillo…

– Cálmese, Lowell. No quise levantar la voz. No quise decir eso. -Yo suponía que usted sabría mejor que nosotros lo que debíamos hacer. ¡Después de todo, no somos más que poetas! ¡Creí que usted sabría con precisión cómo alguien ha ido siguiendo nuestro calendario de traducción!

– ¿Y eso qué significa, señor Lowell?

– Sencillamente esto: ¿quién, además de nosotros, conoce de primera mano las actividades del club Dante? Los aprendices de la imprenta, los grabadores, los encuadernadores… Todos los relacionados con Ticknor y Fields.

– ¡Ya! -Fields estaba asombrado-. ¡No invierta los papeles a mi costa!

La puerta que comunicaba la biblioteca con el estudio se abrió. -Caballeros, lamento tener que interrumpirlos -dijo Longfellow, al tiempo que introducía a Nicholas Rey.

Los rostros de Lowell y Fields reflejaron terror. Lowell farfulló una letanía de razones por las que Rey no podía detenerlos. Longfellow se limitó a sonreír.

– Profesor Lowell -dijo Rey-. Por favor, señores, estoy aquí para pedirles que me permitan ayudarlos.

Lowell y Fields olvidaron al momento su discusión y dieron una emocionada bienvenida a Rey.

– Comprendan que hago esto para detener las muertes -aclaró Rey-. Para nada más.

– No es ésa nuestra única meta -dijo Lowell tras una prolongada pausa-. Pero no podemos completar esto sin alguna ayuda, y usted tampoco. Este criminal ha dejado el signo de Dante en todo cuanto ha tocado, y para usted sería un error garrafal emprender esa dirección sin un traductor a su lado.

Longfellow los dejó en la biblioteca y regresó al estudio. Él y Greene estaban ocupados con el tercer canto del día, habiendo empezado a las seis de la mañana, trabajado y dejado atrás el momento crítico del mediodía. Longfellow escribió a Holmes pidiéndole que ayudara en la traducción, pero no recibió respuesta de Charles, 21. Longfellow preguntó a Fields si se podría convencer a Lowell para que se reconciliara con Holmes, pero Fields recomendó dejar que el tiempo calmara a ambos.

A lo largo del día, Longfellow tuvo que despachar un insólito número de extrañas peticiones de la acostumbrada variedad de gente que se presentaba. Uno del Oeste traía un «pedido» de un poema sobre los pájaros, que deseaba escribiera Longfellow, y por el que pagaría a tocateja. Una mujer, visitante habitual, puso el equipaje en la puerta, explicando que ella era la esposa de Longfellow que regresaba a casa. Un supuesto soldado herido acudía para pedir dinero. Longfellow se sintió apenado y le dio una pequeña cantidad.

– Pero, Longfellow, ¡el «muñón» de ese hombre no era más que su brazo doblado bajo la camisa! -dijo Greene una vez que Longfellow hubo cerrado la puerta.

– Sí, ya lo sé -replicó Longfellow, regresando a su butaca-. Pero, mi querido Greene, ¿quién va a ser amable con él si yo no lo soy?

Longfellow reanudó su tarea con el Inferno, canto quinto, que había dejado sin completar hacía muchos meses. Se refería al círculo de los lujuriosos. Allí, vientos incesantes golpean a los pecadores desde todas direcciones, lo mismo que sus lascivos desenfrenos los golpeaban desde todas direcciones en vida. El peregrino pide hablar con Francesca, una hermosa joven a la que dio muerte su marido cuando la encontró abrazada al hermano de él, Paolo. Ella, con el espíritu silente de su amante ilícito al lado, flota hasta colocarse junto a Dante.

– A Francesca no le basta con sugerir que ella y Paolo simplemente sucumbían a sus pasiones, sino que narra su historia, llorando, a Dante -señaló Greene.

– Exacto -confirmó Longfellow-. Ella le dice a Dante que estaban leyendo el episodio del beso de Ginebra y Lancelote, cuando sus ojos se encontraron sobre el libro, y ella dice recatadamente: «Ese día ya no leímos más.» Paolo la toma en sus brazos y la besa, pero Francesca no lo culpa a él por su trasgresión, sino al libro que compartían. El autor de la novela es su traidor.

Greene cerró los ojos, pero no porque se durmiera, como solía hacer durante las reuniones. Greene creía que un traductor debería olvidarse de sí mismo y fundirse con el autor, y eso era lo que hacía al tratar de ayudar a Longfellow.