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– Y así reciben el castigo perfecto: permanecer juntos para siempre, pero no volver a besarse ni sentir la emoción del cortejo; sólo experimentar el tormento de estar el uno junto a la otra.

Mientras hablaban, Longfellow advirtió las doradas trenzas y el rostro serio de Edith inclinándose al interior del estudio. Tras la mirada de su padre, la niña se escabulló hacia el vestíbulo.

Longfellow sugirió a Greene que hicieran una pausa. Los hombres de la biblioteca también habían abandonado sus debates para que Rey pudiera examinar el diario de investigaciones que llevaba Longfellow. Greene salió al jardín a estirar las piernas.

Mientras Longfellow retiraba unos libros, sus pensamientos viajaban a otros tiempos en aquella casa, tiempos anteriores a él mismo. En su estudio, el general Nathanael Greene, abuelo de su amigo Greene, había tratado de estrategia con el general George Washington cuando los informaron de la llegada de los británicos. Todos los generales reunidos en la habitación se apresuraron en busca de sus pelucas. También en aquel estudio, según una de las historias de Greene, Benedict Arnold hincó una rodilla y juró lealtad. Con este último episodio en mente, Longfellow pasó a la sala, donde encontró a su hija Edith hecha un ovillo sobre un sillón Luis XVI. Había empujado su asiento hasta colocarlo cerca del busto de mármol de su madre. El semblante color crema de Fanny siempre estaba allí cuando la niña la necesitaba. Longfellow nunca podía mirar un retrato de su esposa sin experimentar el estremecimiento de placer que sentía en los primeros días de su torpe noviazgo. Fanny jamás había salido de una habitación sin dejarlo a él con el sentimiento de que se llevaba algo de luz.

El cuello de Edith se curvó como el de un cisne para ocultar su rostro.

– A ver, corazón -dijo dulcemente Longfellow, sonriendo-. ¿Qué le pasa a mi cariño esta tarde?

– Siento haberte espiado, papá. Quería preguntarte algo y no pude evitar escuchar. Ese poema -dijo tímidamente, pero como sondeando-trata de las cosas más tristes.

– Sí. A veces la musa nos inspira eso. El deber del poeta consiste en referirse a nuestros momentos más difíciles con la misma honradez con que celebramos las alegrías, Edie, pues sólo atravesando los momentos más oscuros se alcanza, a veces, la luz. Eso es lo que hace Dante.

– ¿Por qué debéis castigar así al hombre y a la mujer del poema por amarse? -y una lágrima brotó de sus ojos azul celeste.

Longfellow se sentó en la butaca, la puso sobre sus rodillas e hizo un trono para ella con sus brazos.

– El poeta que compuso esa obra era un caballero bautizado como Durante, pero cambió este nombre por Dante, como en un juego infantil. Vivió hace unos seiscientos años. Él mismo se enamoró, y por eso escribe así. ¿Te has fijado en la estatuilla de mármol que hay encima del espejo de mi estudio?

Edith asintió.

– Bien, pues es el signor Dante.

– ¿Ese hombre? Tiene el aspecto de llevar metido el mundo entero en su mente.

– Sí. -Longfellow sonrió-. Y estaba profundamente enamorado de una muchacha a la que conoció mucho antes, cuando ella era…, oh, no mucho más joven que tú, querida (tendría la edad de Panzie), y se llamaba Beatrice Portinari. Tenía nueve años cuando él la vio por primera vez, en una fiesta, en Florencia.

– Beatrice -repitió Edith, imaginando el deletreo de la palabra y considerando las muñecas para las que aún no había encontrado nombre.

– Bice… Así es como la llamaban sus amigos. Pero nunca Dante. Él sólo se refería a ella con su nombre completo, Beatriz. Cuando se le acercaba, tomaba posesión del corazón de Dante tal sentimiento de modestia que no podía levantar la mirada ni devolverle el saludo. En otra época, se mostró dispuesto a hablar y ella se limitó a pasar, sin darse apenas cuenta de su presencia. Oyó susurrar a las gentes de la ciudad, a propósito de ella: «No es mortal. Es uno de los bienaventurados de Dios.»

– ¿Eso decían de ella?

Longfellow rió ligeramente.

– Bien, es lo que Dante oyó, pues él estaba muy enamorado de ella, y cuando uno está enamorado, oye a la gente alabar a quien uno alaba.

– ¿Pidió Dante su mano? -preguntó Edith, esperanzada.

– No. Ella sólo habló con él una vez, para saludarse. Beatriz se casó con otro florentino. Luego enfermó de unas fiebres y murió. Dante se casó también con otra mujer y fundaron una familia. Pero nunca olvidó su amor. Incluso llamó Beatriz a su hija.

– ¿Y su esposa no se enfadó? -preguntó la niña, indignada.

Longfellow tomó uno de los suaves cepillos de Fanny y se puso a cepillarle el cabello a Edith.

– No es mucho lo que sabemos de Donna Gemma. Pero sí que, cuando el poeta se vio envuelto en algunas dificultades hacia la mitad de su vida, tuvo una visión en la que Beatriz, desde su hogar en el cielo, le enviaba un guía para ayudarlo a atravesar un lugar muy oscuro y reunirse de nuevo con ella. Cuando Dante se echa a temblar ante la idea de semejante desafío, su guía le recuerda: «Cuando vuelvas a ver sus bellos ojos, de nuevo sabrás cuál es el viaje de tu vida.» ¿Lo comprendes, querida?

– Pero ¿por qué amaba tanto a Beatriz si nunca habló con ella?

Longfellow continuó cepillando, sorprendido por la dificultad de la pregunta.

– Él dijo una vez, querida, que despertaba tales sentimientos en él que no podría hallar palabras para describirlos. Pues al poeta que era Dante, ¿qué podía cautivarlo más que un sentimiento que desafiaba sus rimas?

Entonces recitó suavemente, acariciándole el cabello con el cepillo:

– «Tú, mi niña, eres mejor que todas las baladas / jamás cantadas o recitadas, pues eres un poema vivo. / Y todos los demás están muertos.»

El poema provocó la habitual sonrisa en la destinataria, que a continuación dejó que su padre se ensimismara en sus pensamientos. Siguiendo el sonido de los pasos de Edith al subir los peldaños de la escalera, Longfellow permaneció a la cálida sombra del busto de mármol, de color crema, sumergido en la tristeza de su hija.

– Ah, está usted ahí. -Greene apareció en la sala, con los brazos en jarras-. Creo que me he quedado adormilado en el banco de su jardín. No importa. ¡Ahora estoy completamente dispuesto a volver a nuestros cantos! Oiga, ¿dónde se han metido Lowell y Fields?

– Creo que han salido a dar una vuelta.

Lowell se había excusado ante Fields por sentirse acalorado, y salió para tomar el aire.

Longfellow se dio cuenta del mucho tiempo que llevaba sentado. Sus articulaciones crujieron audiblemente cuando abandonó su butaca.

– De hecho -dijo, mirando el reloj que sacó del bolsillo del chaleco-, se han ido por algún tiempo.

Fields trataba de alcanzar a Lowell, que daba grandes zancadas, calle Brattle abajo.

– Quizá deberíamos regresar, Lowell.

Fields agradeció que Lowell se detuviera de repente. Pero el poeta tenía la mirada fija adelante, y su expresión era de temor. Sin previo aviso, arrastró de un tirón a Fields detrás del tronco de un olmo. Le susurró que mirase adelante. Fields dirigió la vista al otro lado de la calle, al tiempo que una alta figura tocada con bombín y vistiendo un chaleco de cuadros doblaba la esquina.

– ¡Calma, Lowell! ¿Quién es? -preguntó Fields.

– ¡Ni más ni menos que el hombre al que sorprendí vigilándome en el campus de Harvard! ¡Y, luego, reunido con Bachi! ¡Y, de nuevo, sosteniendo una discusión acalorada con Sheldon!

– ¿Su fantasma?

Lowell asintió, triunfante.

Lo siguieron subrepticiamente, Lowell dirigiendo a su editor para mantenerse a distancia del extraño, que giraba hacia una calle lateral.

– ¡Que Dios nos asista! ¡Se dirige a casa de usted! -exclamó Fields. El desconocido se dispuso a trasponer la blanca cancela de Elmwood-. Lowell, tenemos que ir a hablar con él.

– ¿Y concederle ventaja? Tengo reservado un plan mucho mejor para ese bribón -dijo Lowell, llevando a Fields a dar la vuelta por la cochera y el granero, para entrar en Elmwood por la puerta trasera.