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Lowell ordenó a su sirvienta que acogiera al visitante que estaba a punto de llamar a la puerta principal. Debía conducirlo a una habitación en concreto del tercer piso de la mansión, y cerrar la puerta. Lowell tomó de la biblioteca su fusil de caza, lo comprobó y llevó a Fields arriba, utilizando la estrecha escalera de servicio, situada en la parte posterior de la casa.

– ¡Jamey! En nombre de Dios, ¿qué se propone usted que hagamos?

– Me voy a asegurar de que ese fantasma no se esfume esta vez; no hasta que me sienta satisfecho con lo que lleguemos a saber -puntualizó Lowell.

– No haga locuras. En lugar de eso, mandaremos en busca de Rey.

Los brillantes ojos castaños de Lowell derivaron al gris.

– Jennison era mi amigo. Cenaba en esta misma casa, ahí, en mi comedor, donde se llevaba mis servilletas a sus labios y bebía mis vasos de vino. ¡Y ahora está cortado en pedazos! ¡Me niego a seguir flotando tímidamente en torno a la verdad, Fields!

La habitación en lo alto de la escalera, el dormitorio de Lowell niño, estaba fuera de uso y permanecía sin calentar. Desde la ventana de su desván infantil, la vista en invierno era de algo vacío, a pesar de que comprendía una parte de Boston. Ahora Lowell miraba al exterior y podía ver la familiar y larga curva del Charles y los amplios campos que se extendían entre Elmwood y Cambridge, las llanas zonas pantanosas más allá del río suave y silencioso, con nieve fundiéndose.

– ¡Lowell, va usted a matar a alguien con eso! ¡Como editor suyo, le ordeno que deje inmediatamente esa arma!

Lowell tapó con la mano la boca de Fields, e hizo un gesto indicando la puerta cerrada, a fin de que vigilara cualquier movimiento. Transcurrieron varios minutos en silencio antes de que ambos eruditos, apostados tras un sofá, oyeran los pasos de la criada conduciendo al visitante por la escalera principal arriba. Cumplió con lo que se le había mandado, haciendo pasar al recién llegado a la habitación y cerrando inmediatamente la puerta.

– ¿Hola? -dijo el hombre una vez estuvo en la vacía y mortalmente fría habitación-. ¿Qué clase de sala es ésta? ¿Qué significa esto?

Lowell se levantó de su lugar tras el sofá, apuntando con su fusil directamente al chaleco de cuadros del hombre.

El desconocido dio un respingo, introdujo la mano en el bolsillo de la levita y sacó un revólver, con el que apuntó al cañón del fusil de Lowell.

El poeta no titubeó.

La mano derecha del desconocido se vio sacudida violentamente al mover el dedo, metido en un guante de cuero demasiado grueso, sobre el gatillo de su revólver.

Lowell, al otro lado de la habitación, levantó el fusil por encima de su mostacho en forma de colmillos de morsa, que aparecía muy negro bajo la escasa luz, y cerró un ojo, fijando el otro directamente en el punto de mira. Habló con los dientes apretados:

– Póngame a prueba y, pase lo que pase, usted saldrá perdiendo. O nos manda usted al cielo -dijo, mientras levantaba su arma o lo mandamos nosotros al infierno.

XIII

El desconocido sostuvo su revólver un momento más y luego lo dejó caer sobre la alfombra.

– ¡Este asunto no merece pasar por unas situaciones tan absurdas!

– Haga el favor de coger la pistola, señor Fields -le dijo Lowell al editor, como si ésa fuera su ocupación diaria-. Ahora, tú, bribón, nos dirás quién eres y a qué has venido. Dinos qué tienes que ver con Pietro Bachi y por qué el señor Sheldon te estaba dando órdenes en plena calle. ¡Y dime por qué estás en mi casa!

Fields tomó la pistola caída.

– Aparte su arma, profesor, o no diré nada -dijo el hombre.

– Escúchelo, Lowell -susurró Fields, para satisfacción del tercero en discordia.

Lowell bajó su arma.

– Muy bien, pero por su bien sea franco con nosotros.

Acercó una butaca a su rehén, que no hacía más que repetir que toda la escena era una «tontería».

– Creo que no tuvimos ocasión de ser presentados antes de que usted me apuntara con su fusil a la cabeza -dijo el visitante-. Soy Simon Camp, detective de la agencia Pinkerton. Me contrató el doctor Augustus Manning, de la Universidad de Harvard.

– ¡El doctor Manning! -Exclamó Lowell-. ¿Con qué fin?

– Quería que investigara los cursos sobre ese tal Dante, por si podía demostrarse que producían un «efecto pernicioso» sobre los estudiantes. Debo hacer pesquisas sobre el asunto e informar de mis hallazgos.

– ¿Y qué ha hallado usted?

– Pinkerton me asigna toda el área de Boston. Este insignificante caso no era mi principal prioridad, profesor, así que me he repartido el trabajo. Llamé a uno de los antiguos profesores, un tal señor Bakee, para que se reuniera conmigo en el campus. También entrevisté a varios estudiantes. Ese joven insolente, el señor Sheldon, no me estaba dando órdenes, profesor. Me estaba diciendo lo que debía hacer con mis preguntas, y su lenguaje era demasiado hiriente para repetirlo en tan distinguida compañía.

– ¿Y qué dijeron los demás? -preguntó Lowell. Camp replicó sarcásticamente:

– Mi trabajo es confidencial, profesor. Pero consideré que ya era hora de hablar con usted cara a cara y preguntarle su propia opinión acerca de ese Dante. Por esta razón he venido hoy aquí, a su casa. ¡Y vaya bienvenida!

Fields bizqueó, confuso.

– ¿Manning lo envió directamente a hablar con Lowell?

– No estoy a sus órdenes, señor. Éste es mi caso y formulo mis propios juicios -replicó arrogantemente Camp-. Suerte ha tenido de que mi dedo en el gatillo actuara con lentitud, profesor Lowelclass="underline"

– ¡Oh, menuda bronca le voy a armar a Manning! -Lowell dio un salto y se inclinó sobre Simon Camp-. Usted ha venido aquí a ver qué decía, ¿no es así, señor? ¡Pues abandone inmediatamente esta caza de brujas! ¡Esto es lo que digo!

– ¡Eso a mí me importa menos que nada, profesor! -dijo Camp, riéndosele en la cara-. ¡Éste caso me lo han asignado y no lo abandonaré por nadie, ni por ese pisaverde de Harvard ni por un tipo como usted! ¡Usted puede dispararme si quiere, pero yo llevo mis casos hasta el final! -Hizo una pausa y añadió-: Soy un profesional.

Con la descuidada inflexión que Camp dio a esta última palabra, Fields pareció entender en seguida para qué había venido.

– Quizá podríamos trabajar en algo más -dijo el editor, sacando algunas piezas de oro de su bolsa-. ¿Qué me dice usted de dejar indefinidamente en suspenso este caso, señor Camp?

Fields dejó caer varias monedas en la mano abierta de Camp. El detective esperó pacientemente, y Fields soltó dos más, propiciando una tensa sonrisa.

– ¿Y mi arma?

Fields le devolvió el revólver.

– Al parecer, caballeros, de vez en cuando surge un caso que se resuelve a satisfacción de todas las partes.

Simon Camp se inclinó y se marchó escaleras abajo.

– ¡Tener que pagar a un hombre como ése! -dijo Lowell-. ¿Cómo supo usted que iba a aceptar, Fields?

– Bill Ticknor decía siempre que a la gente le gusta sentir el oro en las manos.

Con el rostro apretado contra la ventana de la buhardilla, Lowell observó con ira contenida a Simon Camp cruzar el sendero de ladrillos hasta la cancela, muy despreocupado, jugueteando con las piezas de oro y dejando sus huellas en la nieve de Elmwood.

Aquella noche, Lowell, abrumado por el cansancio, se sentó, quieto como una estatua, en su sala de música. Antes de entrar en ella, en la puerta dudó, como si fuera a encontrarse al auténtico dueño de la habitación sentado en su butaca junto al fuego.

Mabel escudriñó el interior desde el pasillo.

– ¿Padre? Ocurre algo y quisiera que hablaras de ello conmigo.

Bess, el cachorro de terranova, entró galopando y lamió la mano de Lowell. Éste sonrió, pero luego se entristeció sobremanera recordando los saludos soñolientos de Argus, su viejo terranova, que ingirió una cantidad fatal de veneno en una granja cercana.