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Mabel apartó a Bess, en un intento de mantener cierta seriedad.

– Padre, últimamente hemos pasado muy poco tiempo juntos. Sé…

Se contuvo y no acabó de expresar su pensamiento.

– ¿Qué es esto? -preguntó Lowell-. ¿Qué es lo que sabes, Mab?

– Sé que algo te inquieta y que no te deja en paz.

Él tomó amorosamente su mano.

– Estoy cansado, mi querida Hopkins. -Éste era el nombre que Lowell siempre le daba-. Me iré a la cama y me sentiré mejor. Eres muy buena chica, querida. Ahora, saluda a tu progenitor.

Ella condescendió y le dio mecánicamente un beso en la mejilla.

Una vez en su habitación, en el piso de arriba, Lowell enterró la cabeza en su almohada en forma de hoja de loto, sin mirar a su esposa. Pero no tardó en descansar la cabeza en el regazo de Fanny Lowell, donde permaneció llorando sin pausa casi media hora. Todas las emociones que había experimentado cruzaban por su cerebro y rebosaban de él. Podía ver proyectado en los párpados cerrados a Holmes, derrotado, tendido cuan largo era en el suelo del Corner, y al despedazado Phineas Jennison llamando a gritos a Lowell para que lo salvara, para que lo librase de Dante. '

Fanny sabía que su marido no hablaría sobre lo que le preocupaba, así que se limitó a pasar una mano por su cálido cabello castaño rojizo, y aguardó a que se arrullara a sí mismo hasta quedar dormido entre sollozos.

Lowell, Lowell, por favor, Lowell. Levántese, levántese.

Cuando Lowell abrió los ojos, con un gruñido, quedó aturdido por la luz del sol.

– ¿Qué…, qué es esto? ¿Fields?

Fields estaba sentado en el borde de la cama, agarrando contra su pecho un periódico doblado.

– ¿Todo va bien, Fields?

– Todo mal. Es mediodía, Jamey. Fanny dice que lleva durmiendo como un tronco todo el día… sin parar de dar vueltas. ¿Se encuentra indispuesto?

– Me siento mucho mejor. -Lowell se fijó inmediatamente en el objeto que las manos de Fields parecían querer ocultar de su vista-. Ha pasado algo, ¿verdad?

Fields dijo en tono sombrío:

– Yo creía saber cómo manejar cualquier situación. Ahora me siento tan oxidado como una aguja vieja, Lowell. A ver, míreme, haga el favor. He engordado tan terriblemente que mis más antiguos acreedores difícilmente me reconocerían.

– Fields, por favor…

– Necesito que usted sea más fuerte que yo, Lowell. Por Longfellow debemos…

– ¿Otro asesinato?

Fields le pasó el periódico.

– Todavía no. Lucifer ha sido detenido.

El «sudadero» de la comisaría central medía un metro de anchura por dos de longitud. La puerta interior era de hierro. En el exterior había otra puerta, de sólido roble. Cuando se cerraba esta segunda puerta, la celda se convertía en una mazmorra sin el más leve rastro de luz ni esperanza de que lo hubiera. Un prisionero podía ser mantenido allí días seguidos, hasta que ya no soportaba la oscuridad y se mostraba dispuesto a hacer lo que se le pidiera.

Willard Burndy, el segundo mejor reventador de cajas fuertes de Boston, detrás de Langdon W. Peaslee, oyó girar una llave en la puerta de roble, y un plano cegador de luz de gas lo dejó aturdido.

– ¡Me tendrás aquí diez años y un día, cerdo, pero yo no voy a cargar con unos crímenes que no he cometido!

– Basta, Burndy -le atajó el agente.

– Juro por mi honor…

– ¿Por qué has dicho? -replicó el agente, riendo.

– ¡Por mi honor de caballero!

Willard Burndy fue conducido, esposado, a través del vestíbulo. Los que ocupaban las otras celdas, y que observaban con ojos vigilantes, conocían a Burndy de nombre, pero no en persona. Sureño trasladado a Nueva York para hacer su agosto a cuenta de la afluencia hacia el Norte durante la guerra, Burndy había emigrado a Boston tras una larga temporada en la prisión neoyorquina de The Tombs. Burndy se fue enterando de que en el mundo del hampa se había ganado una reputación por echar el ojo a las viudas de los brahmanes pudientes, una etiqueta de la que él mismo ni se había dado cuenta. No tenía mucho interés en ser conocido como asaltante de vejestorios adinerados, pues nunca se consideró un canalla. Burndy prestaba su colaboración de buen grado siempre que se ofrecía una recompensa por recuerdos de familia y por joyas, devolviendo una parte de los objetos a un detective imparcial a cambio de algo del dinero prometido.

Ahora, un agente zarandeaba y daba empellones a Burndy hasta introducirlo en una habitación y, una vez en ella, le hizo sentarse de un empujón en una silla. Era un hombre de rostro enrojecido y cabello alborotado, con tantas arrugas entrecruzándose en su cara, que parecía una caricatura de Thomas Nast.

– ¿Qué juego se trae? -le dijo Burndy, arrastrando las palabras, al hombre que se sentaba frente a él-. Alargaría una mano, pero ya ve que estoy trabado. Ah…, ya he leído sobre usted. El primer policía negro. Héroe militar durante la guerra. ¡Estaba en el reconocimiento cuando aquel vagabundo saltó por la ventana!

Burndy se echó a reír evocando al saltador que se rompió la crisma.

– El fiscal del distrito quiere colgarlo -dijo Rey en tono tranquilo, borrando la sonrisa de la cara de Burndy-. La suerte está echada. Si sabe por qué está aquí, dígamelo.

– Lo mío es reventar cajas fuertes. El mejor de Boston, ¿se entera?, mejor que ese canalla de Langdon Peaslee, ¡de todas, todas! Pero yo no he matado a nadie y tampoco voy a implicar en este lío a ningún colega. He hecho venir a Squire Howe desde Nueva York y ya verá. ¡Arreglaremos esto en los tribunales!

– ¿Por qué está aquí, Burndy?

– ¡Esos farsantes de detectives, que a cada paso se inventan pruebas!

Rey sabía de qué iba el asunto.

– Dos testigos lo vieron la noche en que robaron en casa de Talbot, el día anterior a su asesinato, inspeccionando el domicilio del reverendo. Decían la verdad, ¿no es así? Por eso el detective Henshaw lo ha escogido. Tiene suficiente pecado como para que le caiga la condena.

Burndy se disponía a refutar lo anterior, pero dudó.

– ¿Por qué tendría yo que confiar en un tipo como usted?

– Quiero que vea algo -dijo. Rey, observándolo cuidadosamente-. Puede ayudarlo, si es capaz de entenderlo.

Le alargó un sobre sellado a través de la mesa.

A pesar de las esposas, Burndy consiguió abrir el sobre con los dientes, y extender el papel, de buena calidad, doblado en tres. Lo examinó durante unos segundos antes de romperlo violentamente en dos, decepcionado, arrojándolo con rabia y golpeándose la cabeza contra la pared y contra la mesa, en un movimiento pendular.

Oliver Wendell Holmes contemplaba cómo la noticia impresa se curvaba por los bordes y se deshacía lentamente por los lados antes de hundirse entre las llamas.

… dente del Tribunal Supremo de Massachusetts fue hallado desnudo, cubierto de insectos y a…

El doctor arrojó otro artículo, con lo que las llamas aumentaron.

Pensó en el arranque de cólera de Lowell, que no se mostró precisamente ecuánime sobre la creencia ciega de Holmes en el profesor Webster, quince años antes. Era cierto que Boston había perdido gradualmente su fe en el desdichado profesor de medicina, pero Holmes tenía sus razones para no perderla. Vio a Webster al día siguiente de la desaparición de George Parkman y habló con él acerca de aquel misterio. No había el más mínimo signo de duplicidad en el amistoso rostro de Webster. Y la historia de Webster, tal como más tarde salió a la luz, era del todo coherente con los hechos: Parkman había acudido a cobrar su deuda pendiente, Webster se la pagó, Parkman firmó el recibo y se fue. Holmes aportó su contribución para pagar a los defensores de Webster, adjuntando el dinero a cartas de ánimo dirigidas a la señora Webster. Holmes testificó y proclamó la bondad de carácter de Webster y la absoluta imposibilidad de que estuviera envuelto en semejante delito. También explicó al jurado que no existía método alguno que permitiera afirmar rotundamente que los restos humanos hallados en las habitaciones de Webster pertenecieran al doctor Parkman; podían pertenecerle, sí, pero igual podía resultar que no.