No es que Holmes no sintiera simpatía por los Parkman. Después de todo, George había sido el patrón más importante de la escuela de medicina, financió sus instalaciones en la calle North Grove y dotó la cátedra Parkman de Anatomía y Fisiología, la misma que ocupaba el doctor Holmes. Éste incluso pronunció el elogio de Parkman durante la ceremonia fúnebre. Pero Parkman pudo haberse vuelto loco, haberse ido y estar vagando en estado de confusión mental. El hombre podía seguir vivo, ¡y ellos estaban dispuestos a colgar a otro basándose en los más fantásticos indicios! ¿No pudo ser que el portero, temeroso de perder su empleo después de que el pobre Webster lo sorprendiera jugando, se hiciera con unos fragmentos de huesos, tomándolos del amplio surtido de la escuela de medicina, y los repartiera por las habitaciones de Webster, a fin de que pareciese que estaban escondidos?
Al igual que Holmes, Webster se había criado en un ambiente cómodo antes de asistir a la Universidad de Harvard. Los dos hombres, dedicados a la medicina, nunca habían tenido una amistad íntima. Pero a partir del día de la detención de Webster, cuando el pobre hombre trató de envenenarse, angustiado por la desgracia que se abatía sobre su familia, no hubo nadie a quien el doctor Holmes se sintiera más unido. ¿Acaso él mismo no pudo verse envuelto fácilmente en tan dañinas circunstancias? Con sus cortas estaturas, patillas pobladas y rostros afeitados, ambos profesores eran parecidos físicamente. Holmes tuvo la certeza de que podría desempeñar algún papel, modesto pero digno de atención, en la inevitable declaración de inocencia de su colega de claustro.
Pero acabaron encontrándose al pie del patíbulo. Ese día parecía muy remoto, imposible, alterable, durante los meses de declaraciones y recursos. La mayoría de la buena sociedad de Boston se quedó en casa, avergonzada de su vecino. Acudieron carreteros, estibadores, obreros fabriles y lavanderas. No disimulaban su entusiasmo por la muerte y humillación de un brahmán.
Un J. T. Fields que sudaba copiosamente se deslizó a través del anillo formado por ese público y se acercó a Holmes.
– Tengo a mi cochero esperando, Wendell. Vuelva a casa con Amelia, siéntese con sus hijos.
– ¿Ve usted en qué ha venido a parar todo, Fields?
– Wendell -dijo Fields apoyando las manos en los hombros de su autor-. La evidencia.
La policía trató de acotar el área, pero no había llevado cuerdas suficientes. Cada tejado y cada ventana de los edificios que se apretujaban en torno al patio de la cárcel de la calle Leverett, mostraban un desbordamiento humano poseído por una sola idea. En ese momento, Holmes sintió a un tiempo parálisis y urgencia de hacer algo más que mirar. Se dirigiría a la multitud. Sí, improvisaría un poema proclamando la gran estupidez de la ciudad. Después de todo, ¿no era Wendell Holmes el más celebrado orador de sobremesa de Boston? En su cabeza, empezaron a tomar forma unos versos exaltando las virtudes del doctor Webster. Al mismo tiempo, Holmes se puso de puntillas para echar un vistazo a la calzada de carruajes, detrás de Fields, para ser el primero en ver llegar el indulto o a George Parkman, la supuesta víctima del asesino.
– Si Webster debe morir hoy -dijo Holmes a su editor-, no lo hará sin honores.
Se abrió paso en dirección al cadalso, pero cuando llegó ante el dogal del verdugo, se detuvo en seco y emitió un sofocado jadeo. Era la primera vez que veía aquel aterrador lazo desde su niñez, cuando Holmes se escabulló con su hermano menor, John, a Gallows Hill, en Cambridge, en el momento en que un condenado se contorsionaba en su postrer sufrimiento. Holmes siempre creyó que esta visión fue lo que hizo de él a la vez médico y poeta.
Un murmullo recorrió la multitud. Holmes cruzó la mirada con la de Webster, que subía al cadalso tambaleándose, con un guardián agarrándolo fuertemente del brazo.
Cuando Holmes daba un paso atrás, una de las hijas de Webster apareció ante él apretando un sobre contra su pecho.
– ¡Oh, Marianne! -exclamó Holmes, y abrazó estrechamente a aquel pequeño ángel-. ¿Del gobernador?
Marianne Webster le tendió el sobre alargando el brazo cuanto éste daba de sí.
– Mi padre quiso que se le entregara esto antes de irse, doctor Holmes.
Holmes se volvió de espaldas al cadalso. A Webster se le colocó una capucha negra. Holmes abrió el sobre.
Mi muy querido Wendelclass="underline"
No me atrevo siquiera a intentar expresarle mi gratitud con meras palabras por lo que ha hecho. Usted ha creído en mí sin una sombra de duda en su mente, y yo siempre contaré con ese sentimiento para apoyarme en él. Usted es el único que ha permanecido fiel a mi persona desde que la policía me sacó de mi casa, en tanto otros, uno a uno, se han ido apartando de mi lado. Imagine mis sentimientos cuando los de nuestro propio ambiente, con los que se ha compartido mesa en los banquetes y junto a los que se ha orado en la capilla, lo miran a uno horrorizados. Cuando incluso los ojos de mis dulces hijas reflejan involuntariamente reservas mentales sobre el honor de su pobre papá.
Pero por todo eso considero, querido Holmes, que debo confesarle que lo hice. Yo maté a Parkman, lo descuarticé y luego lo incineré en el horno de mi laboratorio. Compréndalo. Fui hijo único, muy consentido, y nunca fui capaz de mantener el control sobre mis pasiones, que debí haber adquirido tempranamente. Y la consecuencia es ¡todo esto! Todos los procedimientos en mi caso han sido justos, como es justo que deba morir en el cadalso, de acuerdo con esa sentencia. Todo el mundo está en lo cierto y yo estoy equivocado, y esta mañana he enviado relatos completos y veraces del asesinato a varios periódicos, así como al portero al que vergonzosamente acusé. Sería un consuelo para mí que la entrega de mi vida por haber violado la ley me sirva de expiación, aunque sólo sea en parte.
Rompa este papel ahora mismo, sin una segunda lectura. Usted ha venido para contemplar cómo me voy en paz, una paz que no se encuentra en lo que escribo con mano temblorosa porque he vivido en la mentira.
Mientras la nota escapaba flotando de las manos de Holmes, cedió la plataforma metálica que soportaba el peso del hombre encapuchado, golpeando el patíbulo y produciendo un estruendo. Lo que amargaba a Holmes ya no era tanto que hubiera dejado de creer en la inocencia de Webster, cuanto la convicción de que todos hubieran podido ser culpables, de haberse visto en las mismas circunstancias desesperadas. Como médico, Holmes nunca había dejado de considerar lo pésimamente concebido que estaba el género humano.
Además, ¿no podía haber un delito que no fuera un pecado?
Amelia entró en la habitación, alisándose el vestido.
– ¡Wendell Holmes! -llamó a su marido-. Te estoy hablando. No puedo entender lo que te pasa últimamente.
– ¿Sabes las cosas que me metieron en la cabeza de niño, Melia? -dijo Holmes, mientras arrojaba al fuego un fajo de pruebas que había conservado de las reuniones del club Dante de Longfellow.
Guardaba una caja con todos los documentos relacionados con el club: pruebas de Longfellow, notas recordatorias de éste para que acudiera a las reuniones de los miércoles. Holmes pensó que algún día podría escribir una memoria sobre aquellas reuniones. Una vez lo mencionó de pasada hablando con Fields, quien de inmediato empezó a planear quién podría escribir un elogio de la obra de Holmes. Una vez editor, editor para siempre. Holmes arrojó ahora otro lote al fuego.
– El personal de cocina, criado en nuestro país, me decía que nuestro cobertizo estaba lleno de demonios y diablos negros. Otro chiquillo ingenuo me informó de que, si escribía mi nombre con mi propia sangre, el agente de Satán que merodeaba por allí, si no el propio Maligno, se lo echaría al bolsillo y desde aquel día en adelante me convertiría en su sirviente. -Holmes emitió una risita amarga entre dientes-. Por mucho que eduques a un hombre apartándolo de las supersticiones, siempre pensará en lo que la francesa decía de los fantasmas: Je ny crois pas, mais je les crains: No creo en ellos, pero los temo.