Oliver Wendell Holmes se rió, pero alimentaba también algún deseo de discutir cuando dijo:
– Si Fields hubiera sido el editor de Dante, Lowell, el poeta nunca hubiera sido desterrado.
Cuando el doctor Holmes se excusó para reunirse con el señor Clark, el contable, antes de marchar a casa de Longfellow, Fields pudo ver que Lowell estaba preocupado. El poeta no era de los que ocultaban su desagrado en ninguna circunstancia.
– ¿No encuentra usted a Holmes muy apesadumbrado? -preguntó Lowell-. Se diría que ha estado leyendo un obituario -disparó, sabiendo que Fields era receptivo a sus chanzas-. El suyo.
Fields emitió una risa breve.
– Está preocupado por su novela, eso es todo: a ver si los críticos lo tratan bien esta vez. Y, bueno, él siempre tiene cien cosas en la cabeza. Eso ya lo sabe usted, Lowell.
– ¡De eso se trata! Si Harvard se propone seguir intimidándonos… -empezó a decir Lowell, y tras una pausa prosiguió-: No quiero que alguien crea que no vamos a llevar esto hasta el final, Fields. ¿No ha pensado que esto podría llevar a Wendell a integrarse en otro club?
A Lowell y a Holmes les gustaba dar muestras de ingenio el uno frente al otro, y Fields hacía lo que podía para desanimarlos. Competían sobre todo para atraer la atención. Después de un reciente banquete, la señora Fields informó de que había oído a Lowell demostrar a Harriet Beecher Stowe por qué Tom Jones era la mejor novela que se había escrito, mientras que Holmes probaba ante el marido de Stowe, profesor de teología, que la religión era responsable de todas las desdichas del mundo. El editor estaba preocupado porque volviera a producirse una tensión grave entre dos de sus mejores poetas. Estaba preocupado también porque Lowell trataba tercamente de demostrar que sus dudas a propósito de Holmes eran fundadas. Fields no podía soportar que alguien que no fuera él pudiera ser causa de inquietud para Holmes.
Fields hizo una exhibición de su orgullo a propósito de Holmes, permaneciendo en pie junto a un daguerrotipo del pequeño doctor, enmarcado y colgado de la pared. Puso la mano sobre el vigoroso hombro de Lowell y le habló con sinceridad:
– Nuestro club Dante estaría vacío sin él, mi querido Lowell. Ciertamente, tiene sus rarezas, pero eso le confiere brillantez. Es un hombre al que el doctor Johnson hubiera considerado clubable. Pero ha estado siempre con nosotros, ¿no es así? Y con Longfellow.
El doctor Augustus Manning, tesorero de la corporación de Harvard permaneció en la universidad hasta más tarde que otros colegas. E menudo volvía la cabeza desde su escritorio hacia la ventana, cada vez más oscura, que reflejaba la incierta luz de su lámpara, y pensaba en los peligros que a diario amenazaban con sacudir los cimientos de la institución. Precisamente aquella tarde, mientras estaba fuera dando su caminata de diez minutos, hizo una lista mental con lo nombres de varios de sus ofensores. Tres estudiantes charlaban entre ellos cerca de Grays Hall. Cuando se dieron cuenta de que se le aproximaba ya era demasiado tarde. Como un fantasma, no hacía ruido, ni siquiera cuando caminaba sobre hojas secas. Serían amonestados por la junta de facultad por «congregarse», o sea, por permanecer en el recinto de pie, parados, en grupos de dos o más.
Aquella mañana, en la obligada asistencia de los universitarios a la capilla, a las seis, Manning había llamado la atención del tutor Bradlee sobre un estudiante que leía un libro disimulado bajo su Biblia. El infractor, un alumno de segundo año, sería amonestado el privado por leer en la capilla, así como por la tendencia a la agitación del autor del libro, un filósofo francés que sustentaba ideas política inmorales. En la siguiente reunión de la junta de facultad, se somete ría a juicio al joven, al que se impondría una multa de varios dólares y se le restarían puntos de su clasificación en la clase.
Ahora Manning pensaba en cómo enfrentarse al problema de Dante. Leal a toda prueba a los estudios y lenguas clásicos, se decía que Manning una vez pasó un año entero llevando todos sus asuntos personales y de negocios en latín. Algunos lo dudaban, y señalabas que su esposa ignoraba esa lengua, en tanto otros conocidos señalaban que ese hecho confirmaba la veracidad de la historia. Las lengua vivas, como las denominaban los compañeros de Harvard, eran poco más que imitaciones baratas, torpes distorsiones. El italiano, al igual que el español y el alemán, en particular, representaban bajas pasiones políticas, apetitos carnales y la ausencia de moral propia de la de cadente Europa. El doctor Manning no tenía intención de permitir que los venenos extranjeros se extendieran bajo el disfraz de la literatura.
Mientras permanecía sentado, el doctor Manning oyó un sorprendente ruido de golpes secos procedente de su antesala. A aquella hora no cabía esperar ruido alguno, pues el secretario de Manning se había ido a su casa. Manning caminó hacia la puerta y accionó el pomo, pero estaba cerrada. Miró arriba y vio una punta de metal clavada en el marco y luego otra unos centímetros hacia la derecha. Manning dio repetidos tirones violentos, cada vez más fuertes, hasta que el brazo le dolió y la puerta crujió y se abrió como de mala gana. Al otro lado, un estudiante, armado con un tablero de madera y algunos tornillos, se balanceaba sobre un taburete, riendo mientras trataba de condenar la puerta de Manning.
Quienes acompañaban al ofensor echaron a correr a la vista de Manning. Éste agarró al estudiante subido al taburete. -¡Tutor! ¡Tutor!
– ¡Le digo que sólo es una travesura! ¡Déjeme ir!
El muchacho de dieciséis años pareció rejuvenecer otros cinco en un instante y, con los ojos de mármol de Manning clavados en él, fue presa del pánico.
Golpeó a Manning varias veces y luego le hundió los dientes en la mano, que soltó su presa. Pero llegó un tutor residente y, ya en la puerta, agarró al estudiante por el cuello de la camisa.
Manning se aproximó como calculando sus pasos y con una mirada gélida. Mantuvo esa mirada tanto rato, presentando un aspecto cada vez más menudo y endeble, que hasta el tutor se sintió incómodo y preguntó en voz alta qué debía hacer. Manning se miró la mano, donde dos brillantes puntos de sangre apuntaban entre los huesos: eran las marcas de los dientes.
Las palabras de Manning parecían emerger directamente de su híspida barba más que de su boca.
– Sonsáquele los nombres de sus cómplices en esta hazaña, tutor Pearce. Y averigüe dónde ha estado tomando bebidas alcohólicas. Luego, entréguelo a la policía.
Pearce dudó.
– ¿A la policía, señor?
El estudiante protestó.
– ¡Llamar a la policía por un asunto interno de la universidad! ¡A menos que se trate de un sucio truco…!
– ¡Cuanto antes, tutor Pearce!
Augustus Manning cerró la puerta tras él. Volvió a ocupar su lugar, ignorando su respiración pesada a causa de la furia, y se sentó tieso, con dignidad. Tomó de nuevo el New York Tribune para recordar: los asuntos que necesitaban desesperadamente su atención. Mientras: leía el cotilleo de J. T. Fields en la sección «Boston literario», y si mano latía en los puntos donde la piel estaba desgarrada, por la mente del tesorero pasaron, más o menos, los pensamientos siguientes Fields se considera invencible en su nueva fortaleza… Esa misma arrogancia la lleva orgullosamente Lowell como si fuera una chaqueta nueva… Longfellow sigue siendo intocable; el señor Greene, una reliquia desde hace mucho, un parapléjico mental… Pero el docto Holmes… El Autócrata busca la controversia sólo por temor, no por principio… El pánico en la carita del doctor cuando miraba lo que le sucedió al profesor Webster hace tantos años… No por la convicción del asesinato o por el ahorcamiento, sino por la pérdida de su lugar que se había ganado en la sociedad por su buen nombre, por formación y por la carrera como hombre de Harvard… Sí, Holmes; el doctor Holmes resultará nuestro mayor aliado.