– Tú decías que aquellos hombres iban tatuados según sus especiales creencias, como los isleños de los mares del Sur.
– ¿Eso decía, Melia? -preguntó Holmes, y luego repitió para sí mismo-: Es una frase muy gráfica, así que debí haberla dicho. No es la clase de frase que una mujer se inventaría.
– Wendell. -Amelia plantó un pie en la alfombra, frente a su marido, que más o menos era de su estatura cuando se quitaba el sombrero y las botas-. Si tan sólo contaras lo que te preocupa, yo podría ayudarte. Deja que escuche, querido Wendell.
Holmes se molestó y no respondió.
– ¿Has escrito versos nuevos, entonces? Espero que me los leas por la noche, ya sabes.
– Con todos los libros que tenemos en las estanterías de nuestra biblioteca -replicó Holmes-, con Mílton, Donne y Keats en toda su plenitud, ¿por qué esperas que yo haga algo, querida Melia?
Ella se inclinó hacia delante y sonrió.
– Me gustan más los poetas vivos que los muertos, Wendell. -Lo tomó de las manos-. ¿Y ahora me contarás tus inquietudes? Por favor.
– Perdón por la interrupción, señora. -La criada pelirroja de los Holmes asomó por la puerta.
Anunció a un visitante del doctor Holmes. Éste asintió dubitativamente. La criada salió e introdujo al recién llegado.
– Se pasa el día en su vieja guarida. ¡Bien, pues ahora está en sus manos, señor! -dijo Amelia Holmes levantando sus propias manos y cerrando la puerta del estudio tras ella.
– Profesor Lowell.
– Doctor Holmes. -James Russell Lowell se quitó el sombrero-. No puedo entretenerme mucho. Tan sólo quería agradecerle toda la ayuda que nos ha prestado. Le pido excusas, Holmes, por haberme disgustado con usted. Y por no haberle auxiliado cuando se cayó al suelo. Y por decir lo que dije…
– No hace falta, no hace falta -replicó el doctor arrojando otro fajo de pruebas al fuego.
Lowell miró los papeles de Dante luchar y danzar contra las llamas, despidiendo chispas mientras se reducían los versos a cenizas.
Holmes esperaba fríamente que se pusiera a vociferar ante el espectáculo, pero no fue así.
– Si algo sé, Wendell -dijo Lowell, e inclinó la cabeza en dirección a la pira-, sé que fue la Commedia lo que me condujo al escaso conocimiento que poseo. Dante fue el primer poeta que pensó en hacer un poema totalmente ajeno a su propia invención; pensó que no sólo podía escribir la historia de algún personaje heroico, sino también la de cualquier hombre, y que la vía hacia el cielo no estaba fuera del mundo sino que pasaba a través de él. Wendell, hay algo que siempre quise decir, desde que estamos ayudando a Longfellow.
Holmes arqueó sus enmarañadas cejas.
– Cuando lo conocí, hace tantos años, quizá mi primer pensamiento fue lo mucho que me recordaba usted a Dante.
– ¿Yo? -preguntó Holmes, fingiendo humildad-. ¿Dante y yo? -Pero se dio cuenta de que Lowell estaba muy serio.
– Sí, Wendell. Dante se instruyó en todos los campos de la ciencia de su tiempo, fue un maestro en astronomía, filosofía, derecho, teología y poesía. Algunos, como usted sabe, han llegado a decir que frecuentó la escuela médica y que por eso pudo pensar tanto en cómo sufre el cuerpo humano. Al igual que usted, todo lo hizo bien. Demasiado bien, hasta el punto de preocupar a otras gentes.
– Siempre creí haber ganado un premio, al menos uno de cinco dólares, en las apuestas de la carrera intelectual de la vida. -Holmes volvió la espalda a la chimenea y puso algunas pruebas de la traducción en la estantería de su biblioteca, sintiendo el peso del mensaje de Lowell-. Puedo ser perezoso, Jamey, o indiferente o tímido, pero de ningún modo uno de esos hombres… Se trata, sencillamente, de que en este momento no podemos evitar nada.
– Al principio, el ruido vivo de la botella al ser descorchada ejerce gran poder sobre la imaginación -dijo Lowell, y se rió con melancolía contenida-. Supongo que, por unas pocas benditas horas, con todo esto olvidaba que era profesor y me sentía como si yo fuera algo real. Confieso que hago bien, aunque invocar que los cielos se vengan abajo es algo admirable hasta que los cielos te toman la palabra. Sé lo que es dudar, mi querido amigo. Pero si usted renuncia a Dante, los demás vamos a hacer lo mismo.
– Si sólo supieran ustedes cómo se clavó en mi mente lo que quedaba de Phineas Jennison… Hecho trizas, despedazado… Las consecuencias de fracasar en eso…
– Pudo ser la mayor de las calamidades, Wendell, y es para asustarse -dijo Lowell, y se encaminó solemnemente a la puerta del estudio-. Bien, ante todo yo quería transmitirle mis excusas; Fields, por supuesto, insistía en que debía hacerlo. Mi pensamiento más feliz es que, pese a los defectos de mi temperamento, no he perdido a un verdadero amigo. -Lowell se detuvo junto a la puerta y se volvió-. Y me gustan sus poesías. Usted lo sabe, mi querido Holmes.
– ¿Sí? Bien, pues gracias, pero quizá haya algo demasiado saltarín en ellas. Supongo que mi naturaleza es tratar de arrebatar todos los frutos del conocimiento y tomar un buen bocado del lado bueno… y, después de esto, dejárselo a los cerdos. Soy un péndulo con un brevísimo período de oscilación. -La mirada de Holmes se encontró con los grandes ojos, muy abiertos, de su amigo-. ¿Qué tal le ha ido estos días, Lowell?
Lowell se encogió a medias de hombros, por toda respuesta.
Holmes no le dio tiempo a contestar.
– No quiero decirle que sea valiente, porque los hombres de ideas no se ven disminuidos por las contrariedades de un día o de un año.
– Todos giramos en torno a Dios siguiendo órbitas más o menos amplias, Wendell, unas veces con una mitad de nosotros expuesta a la luz, y otras veces con la otra mitad. Algunas personas parece que siempre permanecen en la sombra. Usted es una de las pocas ante las cuales puedo abrir mi corazón para… Bien. -El poeta se aclaró la garganta ásperamente y bajó la voz-. Tengo que asistir a una importante conferencia en el castillo Craigie.
– Oh. ¿Y qué hay de la detención de Willard Burndy? -preguntó Holmes con cautela y fingido desinterés, cuando Lowell ya se disponía a salir.
– Mientras estamos hablando, el patrullero Rey se ha apresurado a ir a echar un vistazo. ¿Cree usted que es una farsa?
– ¡Sin duda! ¡Puro disparate! -declaró Holmes-. Pero según los periódicos el fiscal anda detrás de colgarlo.
Lowell reunió sus indómitas oleadas de cabello dentro de la chistera.
– Entonces, tenemos un pecador más que salvar.
Holmes se sentó con su caja de Dante largo rato después de que las pisadas de Lowell se desvanecieran por la escalera. Continuó arrojando pruebas al fuego, decidido a terminar la penosa tarea, aunque no podía dejar de leer las palabras de Dante conforme pasaban por sus manos. Al principio leía con indiferencia, como cuando uno re= pasa las pruebas, señalando detalles pero sin dejarse embargar por las emociones. Luego leyó aprisa y codiciosamente, absorbiendo pasajes mientras se ennegrecían para dejar de existir. Su sentido del descubrimiento evocó la época en que oyó por primera vez al profesor Ticknor afirmar, con aquella digna capacidad de predicción, el impacto que el viaje de Dante tendría algún día en Norteamérica.
Los demonios de Malebranche se acercaban a Dante y a Virgilio… Dante recuerda: «Así vi a los otrora temibles infantes salir custodiados de Caprona, viéndose entre tan gran número de enemigos.»