Выбрать главу

Lowell se sentó.

– Dígame cómo sucedió, Sheldon.

Sheldon se quedó cabizbajo…

– ¡No pude evitarlo! Usted debe saber que ese horrible sujeto, Simon Camp, anda merodeando por ahí. Y si no lo sabe, se lo contaré. Me paró en la calle. Me dijo que estaba haciendo una inspección encargada por la dirección de Harvard sobre si su curso acerca de Dante podía tener repercusiones negativas en el carácter de los estudiantes. Estuve a punto de darle un puñetazo en la cara, ¿sabe?, por semejante insinuación.

– ¿Fue Camp quien le hizo eso? -preguntó Lowell con un fiero temblor paternalista.

– No, no, se escabulló, como corresponde a esa clase de tipos. La cosa sucedió a la mañana siguiente con Pliny Mead. ¡Un traidor como jamás conocí otro!

– ¿Por qué lo dice?

– Me dijo encantado que se sentó con Camp y le contó los «horrores» de la melancolía que experimentaba Dante. Me preocupa, profesor Lowell, que cualquier indicio de escándalo pudiera resultar peligroso para su clase. Está bastante claro que la corporación no ha cedido en su lucha. Le dije a Mead que lo mejor que podía hacer era llamar a Camp y retractarse de sus pésimos comentarios, pero se negó y me gritó un juramento y, bien, maldijo el nombre de usted, profesor. ¡Me volví loco! Así que allí mismo, en el cementerio viejo, tuvimos una pelea.

Lowell sonrió, orgulloso.

– ¿Empezó usted una pelea con él, señor Sheldon?

– La empecé, sí, señor -afirmó Sheldon. Le dio un temblor y se acarició la mandíbula con la mano-. Pero la terminó él.

Después de escoltar a Sheldon al exterior y hacerle abundantes promesas de reanudar pronto sus clases sobre Dante, Lowell volvió corriendo al estudio, pero no tardó en sonar otra llamada en la puerta.

– ¡Maldita sea, Sheldon, le he dicho que un día de éstos daremos la clase! -exclamó Lowell abriendo la puerta de par en par.

A causa de la excitación, el doctor Holmes se había puesto de puntillas.

– ¿Holmes? -Las carcajadas de Lowell revelaban una alegría tan espontánea que atrajeron a Longfellow al vestíbulo-. ¡Ha regresado al club, Wendell! ¡No tiene ni idea de cuánto lo hemos echado de menos! -Lowell les gritaba a los demás, en el estudio-: ¡Holmes ha vuelto!

– No sólo eso, amigos míos -dijo Holmes, entrando-. Creo que sé dónde encontraremos a nuestro asesino.

XIV

La forma rectangular de la biblioteca de Longfellow había sido un ideal comedor de oficiales para la plana mayor del general Washington, y en años posteriores sirvió como salón de banquetes de la señora Craigie. Ahora, Longfellow, Lowell, Fields y Nicholas Rey se sentaban a la bien pulida mesa, mientras Holmes caminaba a su alrededor y se explicaba.

– Mis pensamientos se me impusieron con gran rapidez. Limítense a escuchar mis razones antes de mostrarse de acuerdo o de disentir a cada paso -dijo, dirigiéndose en particular a Lowell, y todos salvo Lowell así lo entendieron-. Creo que Dante ha estado diciéndonos la verdad todo el tiempo. Describe su sentir mientras se dispone a dar los primeros pasos en el infierno, tembloroso e inseguro. «E io sol», etcétera. Mi querido Longfellow, ¿cómo tradujo eso?

– «Y yo solo, únicamente yo me aprestaba para sostener la guerra / tanto del camino como de la piedad / que retratará la mente que no yerra.»

– ¡Sí! -exclamó Holmes orgullosamente, recordando su propia traducción, que se asemejaba a aquélla. Pero no era el momento de recrearse en su talento, aunque no dejó de preguntarse qué opinaría Longfellow de su versión-. Hay una guerra, ¡una guerra!, en dos frentes para el poeta. En primer lugar, las penalidades del descenso físico al infierno, y también el desafío al poeta de grabarlo en su memoria para transformar la experiencia en poesía. Las imágenes del mundo dantesco se suceden libremente en mi cerebro, sin ningún obstáculo.

Nicholas Rey escuchó cuidadosamente y abrió su libreta de notas.

– Dante no era extraño a las servidumbres físicas de la guerra, mi querido oficial -dijo Lowell-. A los veinticinco años, la misma edad de muchos de nuestros muchachos de azul, luchó en Campaldino con los güelfos y, el mismo año, en Caprona. Dante proyecta esas experiencias en el Inferno, para describir sus horribles tormentos. Al final, Dante fue desterrado, pero no por sus rivales gibelinos, sino a causa de una escisión interna de los güelfos.

– Las subsiguientes guerras civiles florentinas le inspiraron su visión del infierno y su búsqueda de redención -prosiguió Holmes-. Piensen también cómo Lucifer toma las armas contra Dios y cómo, en su caída desde los cielos, el otrora ángel más brillante se convierte en la fuente de todo mal a partir de la caída de Adán. La caída física de Lucifer en la tierra, tras ser expulsado de lo alto, es lo que abre un gran abismo en el suelo, el sótano de la tierra que Dante descubre como el infierno. Así pues, la guerra creó a Satán. La guerra creó el infierno. La elección que hace Dante de las palabras nunca es fortuita. Yo sugeriría que los acontecimientos en nuestras propias circunstancias señalan abrumadoramente hacia una única hipótesis: nuestro asesino es un veterano de guerra.

– ¡Un soldado! El juez presidente del Tribunal Supremo de nuestro estado, un prominente predicador unitarista, un rico comerciante -dijo Lowell-. ¡Un soldado rebelde derrotado se venga de lo más representativo de nuestro sistema yanqui! ¡Pues claro! ¡Qué tontos hemos sido!

– Dante no prestaba lealtad mecánicamente a una u otra etiqueta política -observó Longfellow-. Quizá muestra mayor indignación contra los que compartían sus puntos de vista, pero no cumplían sus obligaciones, los traidores… Podría ser el caso de un veterano de la Unión. Recuerden que cada asesinato ha demostrado una familiaridad grande y natural de nuestro Lucifer con el trazado de Boston.

– Sí -admitió Holmes con impaciencia-. Por eso precisamente no pienso en un simple soldado sino en un Billy Yank. Piensen en nuestros soldados, que todavía visten su uniforme por la calle, y en los mercados. A menudo me he sentido confuso al ver uno de esos grandes especímenes: ha regresado a casa, pero sigue llevando las ropas de un soldado. ¿A qué guerra lo han mandado ahora?

– Pero ¿encaja eso con lo que sabemos de los asesinatos, Wendell? -lo apremió Fields.

– Creo que clarísimamente. Empecemos con el asesinato de Jennison. Bajo esta nueva luz, se me ocurre pensar concretamente en el arma que pudo haberse empleado.

Rey asintió.

– Un sable militar.

– ¡Justo! -aprobó Holmes-. Precisamente la clase de hoja que concuerda con las heridas. Ahora bien, ¿quién ha sido instruido en su manejo? Un soldado. Y el fuerte Warren, la elección del escenario para ese crimen… ¡Un soldado que hizo allí la instrucción o que estuvo de guarnición en ese lugar lo conocería bastante bien! Aún hay más: los mortales gusanos de Hominivorax que se dieron un banque1 te a expensas del juez Healey… proceden de algún lugar fuera de Massachusetts, de un lugar cálido y pantanoso, según insiste el profesor Agassiz. Tal vez traídos por un soldado como recuerdo de los más profundos pantanos del Sur. Wendell Junior dice que moscas y larvas eran una presencia constante en el campo de batalla y entre los miles de heridos abandonados a su suerte un día o una noche.

– En ocasiones, los gusanos no afectaban a los heridos -elijo Rey-. Otras veces, parecía que destruían a un hombre, ante lo que los cirujanos se mostraban impotentes.

– Se trataba de Hominivorax, aunque los cirujanos militares no sabrían diferenciarlos de una familia de escarabajos. Alguien familiarizado con sus efectos sobre los heridos los trajo desde el Sur y los utilizó contra Healey -continuó Holmes-. Una y otra vez nos hemos maravillado de la gran fuerza física de Lucifer, capaz de transportar al corpulento juez Healey hasta la orilla del río. Pero ¡cuántos camaradas debió cargar en sus brazos un soldado en plena batalla sin pensarlo dos veces! También hemos sido testigos de la facilidad de, Lucifer para reducir al reverendo Talbot, y para hacer trizas con no menos aparente facilidad al robusto Jennison.