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– ¿Ha dado usted con nuestro «ábrete, sésamo», Holmes? -exclamó Lowell.

– Todos los asesinatos son actos cometidos por alguien familiarizado con los trucos para asediar y matar -prosiguió Holmes-. Y con las heridas y el sufrimiento de la batalla.

– Pero ¿por qué un nordista iba a convertir en objetivo a su propia gente? ¿Por qué convertir en objetivo Boston? -preguntó Fields, sintiendo la necesidad de que a alguien le correspondiera expresar dudas-. Nosotros fuimos los vencedores. Y vencedores del lado justo.

– Esta guerra fue distinta de cualquier otra desde la Revolución en cuanto a sentimientos confusos -dictaminó Rey.

– No era la batalla de nuestro país contra los indios o los mexicanos -apostilló Longfellow-; eso fue poco más que unas conquistas. Los soldados que se preocupaban de pensar por qué luchaban estaban imbuidos de la noción del honor de la Unión, de la libertad de una raza esclavizada, de la restauración del buen orden del universo. ¿Y qué hacen los soldados cuando regresan a casa? Los logreros que antes vendían fusiles y uniformes de mala calidad, ahora circulan en berlinas por nuestras calles y prosperan en mansiones de Beacon Hill con puertas de roble.

– Dante -dijo Lowell-, que fue expulsado de su hogar, pobló el infierno con gentes de su propia ciudad, incluso de su familia. Hemos dejado a muchos soldados desamparados mientras agitábamos poesías que cantaban la moral y los uniformes manchados de sangre. Ellos son desterrados de sus vidas anteriores, como Dante; se convierten en facciones dentro de sí mismos. Y consideren lo pronto que empezaron estos asesinatos, como pisando los talones al fin de la guerra. ¡Unos pocos meses! Sí, parece que las cosas encajan, caballeros. La guerra perseguía una abstracción moral, la libertad, pero los soldados libraron sus batallas por algo muy concreto: campos y frentes, organizados en regimientos, compañías y batallones. Los verdaderos movimientos en la poesía de Dante tienen algo de ligero, de decisivo, casi de militar en su naturaleza. -Se puso en pie y abrazó a Holmes-. Esta visión, mi querido Wendell, es celestial.

Cundió en la estancia un sentimiento colectivo de realización, y todos aguardaron el asentimiento de Longfellow, que llegó en forma de tranquila sonrisa.

– ¡Tres hurras por Holmes! -exclamó Lowell.

– ¿Por qué no me dedican tres veces tres? -preguntó Holmes adoptando una postura caprichosa-. ¡Puedo resistirlo!

Augustus Manning se plantó ante la mesa de su secretario, y se puso a tamborilear con los dedos en el borde.

– ¿Todavía no ha respondido ese Simon Camp a mi petición de una entrevista?

El secretario de Manning negó con la cabeza.

– No, señor. Y en el Hotel Marlboro dicen que ya no se aloja allí. Cuando se fue no dejó dirección alguna.

Manning estaba lívido. No se había fiado enteramente del detective de Pinkerton, pero tampoco pensó que fuera un tramposo sin más.

– ¿No le parece raro que primero se presente un oficial de policía a preguntar sobre la clase de Lowell y luego el hombre de Pinkerton, al que pagué para averiguar más sobre Dante, deje de responder a mis llamadas?

El secretario no contestó, pero luego, al advertir que se esperaba su respuesta, asintió, deseoso de agradar.

Manning se volvió y se puso a mirar por la ventana, desde la que se veía el edificio principal de Harvard.

– Para mí que Lowell ha tenido algo que ver en todo esto. Dígame me otra vez, señor Cripps, ¿quién está matriculado en el curso sobre Dante? Edward Sheldon y… Pliny Mead, ¿no es así?

El secretario encontró la respuesta en un montón de papeles.

– Edward Sheldon y Pliny Mead, exacto.

– Pliny Mead. Un buen estudiante -dijo Manning, acariciándose la rígida barba.

– Bien; lo era, señor. Pero en las últimas calificaciones ha dado un bajón.

Manning se volvió hacia él, muy interesado.

– Sí, ha descendido unos veinte lugares en la clase -explicó el secretario, encontrando la documentación y probando orgullosamente los hechos-. ¡Oh, sí, cayó de una manera abrupta, doctor Manning! Principalmente, al parecer, por la calificación del profesor Lowell en francés, correspondiente al último período académico.

Manning tomó los papeles de su secretario y los leyó.

– ¡Qué vergüenza para el señor Mead! -dijo Manning sonriendo para sí-. Una terrible, terrible vergüenza.

Avanzada la noche en Boston, J. T. Fields acudió al despacho de abogado de John Codman Ropes, un jorobado que había convertido la guerra en una dedicación profesional, después de que su hermano pereciera en el campo de batalla. Se decía que sabía más sobre combates que los mismos generales que los libraron. Como convenía a un genuino experto, respondió sin ostentación alguna a las preguntas de Fields. Ropes llevaba una lista con muchos hogares de ayuda a los soldados, organizaciones de caridad fundadas, muchas de ellas en iglesias, otras en edificios abandonados o en almacenes, para alimentar y vestir a veteranos pobres o que se esforzaban por reintegrarse a la vida civil. Si uno buscaba a soldados con problemas, esos hogares serían el lugar adonde acudir.

– No hay nada parecido a un directorio con sus nombres, claro, y yo diría que a esas pobres almas no se las puede identificar a menos que ellas quieran, señor Fields -explicó Ropes al término de la entrevista.

Fields caminó con paso vigoroso calle Tremont arriba, en dirección al Corner. Llevaba semanas dedicando sólo una fracción de su tiempo usual a los negocios, y le preocupaba que su buque embarrancara si permanecía ausente del timón mucho más tiempo.

– Señor Fields.

– ¿Quién está ahí? -Fields se detuvo y volvió sobre sus pasos hacia un callejón-. ¿Se dirige usted a mí, señor?

No podía ver al que había hablado, a causa de la débil luz. Fields avanzó despacio entre los edificios, en medio de un hedor a cloaca.

– Muy bien, señor Fields. -El hombre, de elevada estatura, salió de las sombras y se quitó el sombrero con su mano enguantada. Sirnon Camp, el detective de Pinkerton, le dirigió una sonrisa-. Esta vez no tiene usted a su amigo el profesor para que me apunte con su fusil, ¿verdad?

– ¡Camp! Deje de molestarme. Le pagué más de lo que hubiera debido. Y ahora, adiós.

– Usted me pagó, sí. A decir verdad, tomé este caso como algo aburrido, una mosca en mi taza, una bobada. Pero usted y su amigo me dieron que pensar. ¿Por qué unos señorones como ustedes se excitaron hasta el punto de soltar oro para que yo no me metiera en el cursito ese de literatura del profesor Lowell? ¿Y qué indujo al profesor Lowell a interrogarme como si yo le hubiera pegado un tiro a Lincoln?

– Me temo que un hombre como usted nunca entendería lo que los hombres de letras aprecian -dijo nerviosamente Fields-. Es lo nuestro.

– Oh, ya lo creo que lo entiendo. Ahora lo entiendo. Recordé algo acerca de esa hormiguita del doctor Manning. Mencionó a un policía que lo visitó para preguntarle sobre el curso de Dante del profesor Lowell. El viejo estaba frenético por eso. Entonces yo empecé a. pensar: ¿qué hace la policía de Boston ocupándose de un muerto? Bueno, pues tiene que ver con ese asuntillo de los asesinatos.

Fields trató de no exteriorizar su pánico.

– Debo acudir a una cita, señor Camp.

Camp sonrió beatíficamente.

– Entonces pensé en ese chico, Pliny Mead, que soltó todo lo que tenía en la punta de la lengua sobre los bárbaros y horripilantes castigos contra la humanidad en ese poema de Dante. Y empecé a juntar todas las piezas. Visité de nuevo a su señor Mead y le formulé preguntas más concretas, señor Fields -dijo, inclinándose hacia delante con fruición-. Conozco su' secreto.