– Disparates sin sentido. ¡No tengo ni idea de lo que está usted hablando, Camp! -exclamó Fields.
– Conozco el secreto del club Dante, Fields. Sé la verdad acerca de esos asesinatos, y por eso me pagó para que me largara.
– ¡Eso es una calumnia aventurada y malévola! -dijo Fields echando a andar para salir del callejón.
– Pues entonces iré a la policía -replicó Camp fríamente-. Y luego, a los periodistas. Y por mi cuenta, volveré a ver al doctor Manning, de Harvard, que anda buscándome. Ya veremos lo que hacen todos ellos con los disparates sin sentido.
Fields se volvió y dirigió a Camp una dura mirada.
– Si sabe lo que dice saber, ¿qué seguridad tiene de que nosotros no seamos los responsables de esas muertes y que no acabemos matándolo a usted, Camp?
Camp sonrió.
– No se tire faroles, Fields. Ustedes son hombres de libros, y eso es lo que seguirán siendo hasta que cambie el orden natural del mundo.
Fields se detuvo y tragó saliva. Miró en derredor para asegurarse de que no había testigos.
– ¿Y a cambio de qué nos dejaría usted en paz, Camp?
– Para empezar, tres mil dólares… exactamente dentro de quince días.
– ¡Ni hablar!
– Las recompensas ofrecidas a cambio de información son muy superiores, señor Fields. Quizá Burndy no tenga nada que ver con todo esto. Yo no sé quién mató a esos hombres ni me importa. Pero un jurado los consideraría culpables cuando se enterara de que usted me pagó para que me largara cuando fui a preguntar por Dante… ¡y me amenazaron con un arma de fuego!
Fields se dio cuenta de todo en seguida, de que Camp estaba actuando así para vengarse de su propia cobardía frente al fusil de Lowell.
– Usted es un pequeño y sucio insecto -dijo Fields sin poder contenerse.
Camp pareció no tomárselo en cuenta.
– Pero un insecto digno de confianza, puesto que usted contó con él para nuestro acuerdo. Incluso los insectos tienen deudas que saldar, señor Fields.
Fields acordó una cita con Camp en el mismo lugar dos semanas más tarde.
Les contó las novedades a sus amigos. Tras su impresión inicial, los miembros del club Dante decidieron que no tenían medios para evitar que Camp llevara adelante sus planes.
– ¿Y qué importa? -dijo Holmes-. Usted ya le dio diez monedas de oro y eso no sirvió para nada. Volverá por más, con la mano extendida.
– Lo que Fields le dio fue un aperitivo -comentó Lowell.
No podían confiar en que una cantidad de dinero asegurase su secreto. Además, Longfellow no querría oír hablar de sobornos para proteger a Dante o a ellos mismos. Dante pudo haber pagado el fin de su destierro y lo rechazó, en una carta que después de transcurridos los siglos conservaba el apasionamiento con que fue escrita. Prometieron olvidarse de Camp. Debían seguir sin descanso la pista militar del caso. Aquella noche, se esforzaron en la revisión de archivos procedentes de la oficina de pensiones del ejército, que Rey había tomado prestados, y visitaron varios hogares de asistencia a soldados.
Fields no regresó a su casa hasta casi la una de la madrugada, para exasperación de Annie. En cuanto penetró en el vestíbulo se dio cuenta de que las flores que enviaba a casa todos los días estaban amontonadas en la mesa junto a la entrada, visiblemente sin colocar en un jarrón. Tomó el ramo más fresco y se reunió con Annie en la sala de recibir. Estaba sentada en el sofá de terciopelo verde, escribiendo en su Diario de acontecimientos literarios y observaciones sobre personas de interés.
– Honradamente, querido, ¿podría verte menos aún de lo que te veo?
No levantó la mirada, y su hermosa boca hizo un mohín. Su cabello color jacinto le cubría las orejas.
– Te prometo que las cosas mejorarán. Este verano… Me esforzaré lo mínimo en el trabajo e iremos todos los días a Manchester. Osgood casi está en condiciones de convertirse en socio. ¡Ese día bailaremos!
Ella volvió el rostro y fijó los ojos en la alfombra gris.
– Conozco tus obligaciones. Pero yo gasto mis energías en el gobierno de la casa, sin pasar un momento contigo como recompensa. Apenas he dedicado una hora a estudiar o a leer, excepto cuando estaba demasiado cansada. Catherine ha vuelto a caer enferma, y la lavandera debe de estar en su cama, en la habitación de la criada del piso de arriba…
– Ahora estoy en casa, mi amor…
– No, no estás.
Tomó su abrigo y su sombrero, que sostenía la criada de la planta baja, y se los devolvió.
– ¿Querida?
El rostro de Fields se ensombreció. Ella se alisó la bata y empezó a subir la escalera.
– Un recadista del Corner vino a buscarte con la máxima urgencia hace unas horas.
– ¿A esta hora de brujas?
– Dijo que debías ir allí o que se temía que la policía llegara antes.
Fields quiso seguir a Annie escaleras arriba, pero se apresuró a acudir a sus oficinas de la calle Tremont, donde encontró a su jefe administrativo, J. R. Osgood, en la habitación de atrás. Cecilia Emory, la recepcionista del vestíbulo, ocupaba un cómodo sillón, sollozando y escondiéndose la cara. Dan Teal, el mozo del turno de noche, estaba sentado tranquilamente, aplicándose un pañuelo al labio ensangrentado.
– ¿Qué pasa? ¿Qué le ha ocurrido a la señorita Emory? -preguntó Fields.
Osgood apartó a Fields de la muchacha, presa de la histeria.
– Se trata de Samuel Ticknor. -Osgood hizo una pausa para escoger las palabras-. Ticknor estaba besando a la señorita Emory detrás del mostrador, fuera del horario de trabajo. Ella se resistió, le gritó que se detuviera e intervino el señor Teal. Me temo que el señor Teal hubo de reducir físicamente al señor Ticknor.
Fields se acercó una silla y animó amablemente a Cecilia Emory:
– Puede usted hablar con libertad, querida.
La señorita Emory se esforzó por contener el llanto.
– Lo siento, señor Fields. Necesito este empleo, y él dijo que si yo no hacía lo que me pedía… Bien, él es el hijo de William Ticknor, y ellos dicen que usted pronto deberá nombrarlo socio junior debido a su nombre…
Se cubrió la boca con la mano, como si quisiera no haber pronunciado aquellas terribles palabras.
– ¿Usted… lo rechazó? -preguntó Fields con delicadeza.
Ella asintió.
– Es un hombre fuerte. Gracias a Dios…, el señor Teal estaba allí.
– ¿Cuánto ha durado eso con el señor Ticknor, señorita Emory? -preguntó Fields.
Cecilia respondió entre sollozos:
– Tres meses. -Casi el tiempo que llevaba contratada-. ¡Pero pongo a Dios por testigo de que nunca hubiera querido hacerlo, señor Fields! ¡Debe usted creerme!
Fields le dio unos golpecitos en la mano y le habló paternalmente:
– Mi querida señorita Emory, escúcheme. Dado que es usted huérfana, pasaré por alto esto y le permito conservar su puesto. Ella asintió valorativamente y le echó los brazos al cuello. Fields se puso en pie.
– ¿Dónde está él? -le preguntó a Osgood.
Estaba furioso. Aquello era una falta de lealtad de la peor especie.
– Lo tenemos en la habitación de al lado, esperándolo, señor Fields. Debo decirle que ha negado la versión que ha dado ella.
– Si algo sé de la naturaleza humana, esa chica era completamente inocente, Osgood. Señor Teal -dijo, volviéndose al mozo-. ¿Ha sido usted testigo de todo cuanto ha dicho la señorita Emory?
Teal respondió hablando muy despacio, con la boca moviéndose arriba y abajo como era habitual en él.
– Estaba disponiéndome a marcharme, señor. Vi a la señorita Emory debatiéndose y pidiéndole al señor Ticknor que la dejara. Así que le pegué hasta que se detuvo.