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– Es usted un buen chico, Teal -dijo Fields-. No olvidaré su ayuda.

Teal no supo qué contestar.

– Señor, tengo que estar en mi otro trabajo por la mañana. De día soy conserje en la universidad.

– Oh.

– Este empleo lo es todo para mí -añadió apresuradamente Teal-. Si necesita algo más de mí, señor, por favor, dígamelo.

– Antes de marcharse quiero que escriba todo lo que ha visto y hecho, señor Teal. En caso de que intervenga la policía, necesitamos un informe -dijo Fields. Se dirigió a Osgood para que facilitara a Teal papel y una pluma-. Y cuando ella se calme, hágale escribir también su historia -encargó Fields a su principal empleado.

Teal luchó para escribir unas pocas letras. Fields se dio cuenta de que era semianalfabeto, y pensó en lo extraño que debía de ser trabajar entre libros todas las noches sin conocer algo tan básico como leer y escribir.

– Señor Teal, díctele al señor Osgood, porque eso será oficial.

Teal accedió, agradecido, y devolvió el papel.

A Fields le llevó casi cinco horas de interrogatorio a Samuel Ticknor sonsacarle la verdad. Fields llegó a inquietarse por el aspecto del abatido Ticknor, con la cara golpeada por los puños del mozo. Realmente su nariz parecía descentrada. Las respuestas de Ticknor alternaban entre la vanidad y la ligereza. Acabó por admitir su adulterio con Cecilia Emory y reveló que también se había enredado con otra secretaria del Corner.

– ¡Abandonará la casa Ticknor y Fields inmediatamente y a partir de este día nunca más regresará a ella! -dijo Fields.

– ¡Ja! ¡Esta empresa la creó mi padre! ¡Lo admitió en su casa cuando usted era poco más que un mendigo! ¡Sin él usted no tendría hoy una mansión ni una esposa como Anne Fields! ¡Lleva usted mi nombre sobre su espalda, señor Fields, por encima del suyo!

– ¡Usted ha arruinado la vida de dos mujeres, Samuel! Por no mencionar la destrucción de la felicidad de su esposa y de su pobre madre. ¡Para su padre esto hubiera sido una afrenta mayor que para mí!

Samuel Ticknor estaba al borde de las lágrimas. Cuando se marchaba, gritó:

– ¡Señor Fields, volverá a oír hablar de mí, se lo juro por Dios! Con sólo que usted me hubiera tomado de la mano y me hubiera introducido en su círculo social… -Se detuvo un momento, antes de añadir-: ¡A mí siempre se me consideró un joven inteligente en sociedad!

Transcurrió una semana sin avances; una semana sin descubrir a ningún soldado que pudiera ser también un erudito dantista. Oscar Houghton envió un mensaje a Fields tras la demanda de éste de que no se perdiera ninguna prueba. Las esperanzas se desvanecían. Nicholas Rey advirtió que estaba siendo más estrechamente vigilado en la comisaría, pero hizo un nuevo intento con Willard Burndy. El proceso había causado un considerable desgaste en el ladrón de cajas fuertes. Cuando no se movía ni hablaba, parecía desprovisto de vida.

– No saldrá de ésta sin ayuda -dijo Rey-. Yo sé que no es culpable, pero también sé que lo vieron en los alrededores de la casa de Talbot el día que forzaron su caja fuerte. Puede decirme por qué o va a tener que subir la escalerilla.

Burndy estudió a Rey, y luego asintió con desánimo.

– Abrí la caja fuerte de Talbot. Pero, en realidad, no. No me creerá. No… ¡No me lo creo ni yo mismo! Mire, un tipo me dijo que me largaría doscientos si le enseñaba cómo reventar una determinada caja. Pensé que sería un trabajito de nada… ¡y sin correr yo el riesgo de que me trincaran! Yo no tenía ni idea de que la casa perteneciera a un clérigo, palabra de caballero. ¡Yo no me lo cargué! ¡Y si lo hubiera hecho, no habría devuelto el dinero!

– ¿Por qué fue a casa de Talbot?

– Para reconocer el terreno. El tipo parecía saber que ese Talbot no estaba en casa, así que entré, sólo para ver el plan; para ver cómo era la caja. -Burndy suplicó comprensión con una sonrisa estúpida-. No causé ningún daño con eso, ¿verdad? La caja era sencilla, y sólo me llevó cinco minutos explicarle cómo reventarla. Se lo dibujé en la servilleta de una taberna. Para que lo sepa, el tipo tenía una herida en la cabeza. Me dijo que sólo quería mil dólares…, que no había que coger ni un centavo más. ¿Se imagina una cosa semejante? Entérese: no puede decir que yo haya robado al predicador; de lo contrario, seguro que me toca subir la escalerilla. Quienquiera que fuese el que me pagó por reventar la caja, ¡ése es el loco, el que mató a Talbot y a Healey y a Phineas Jennison!

– Entonces dígame quién le pagó -concluyó Rey tranquilamente-o lo colgarán a usted, señor Burndy.

– Era de noche, yo había estado en la taberna Stackpole y andaba un poco achispado, ya sabe. Ahora me parece que todo sucedió muy aprisa, como si lo hubiera soñado, y la verdad sólo se me presentó después. Verdaderamente no podría decir cómo era su cara; al menos no me acuerdo de nada.

– ¿No vio usted nada o no puede recordarlo, señor Burndy? Burndy se mordió el labio, y dijo de mala gana: -Hay una cosa. Era uno de los suyos.

Rey aguardó un instante.

– ¿Un negro?

Los ojos rosados de Burndy llamearon y pareció a punto de sufrir un ataque.

– ¡No! Un Billy Yank. ¡Un veterano! -Trató de calmarse-. ¡Un soldado con uniforme de gala, como si estuviera en Gettysburg haciendo ondear la bandera!

En Boston, los hogares de ayuda a los soldados eran gestionados localmente, de manera extraoficial y sin más publicidad que el boca a oreja de los veteranos que recurrían a ellos. La mayoría de los hogares llenaban cestos de comida dos o tres veces por semana para ser distribuidos entre los soldados. A los seis meses de terminada la guerra, el ayuntamiento cada vez manifestaba menos voluntad de seguir financiando los hogares. Los mejores, por lo general vinculados a una iglesia, se proponían la ambiciosa meta de ilustrar a los antiguos soldados. Además de alimento y ropa, se les ofrecían sermones y charlas instructivas.

Holmes y Lowell cubrieron el cuadrante sur de la ciudad. Habían contratado a Pike, el cochero. Mientras esperaba frente a las instalaciones de ayuda a los soldados, Pike daba un bocado a una zanahoria, luego le ofrecía otro a una de sus viejas yeguas y a continuación daba otro bocado él. Se dedicaba a calcular cuántos bocados sumados de caballería y de persona serían necesarios para consumir una zanahoria de tamaño promedio. El aburrimiento no compensaba la tarifa. Además, cuando Pike preguntaba por qué iban de un hogar al siguiente, el cochero -que había desarrollado una astucia propia de quien vive entre caballos-se sentía incómodo ante las falsas respuestas. Así que Holmes y Lowell alquilaron un coche de un solo caballo. Este último y el cochero se quedaban dormidos cada vez que el carruaje hacía una parada.

El último hogar para soldados que recibió su visita parecía uno de los mejor organizados. Estaba instalado en una iglesia unitarista vacía, que resultó dañada durante las prolongadas pugnas con los congregacionalistas. En aquel hogar en concreto, a los soldados locales les proporcionaban mesa a la que sentarse y comida caliente para cenar al menos cuatro noches por semana. La cena había concluido poco antes de la llegada de Lowell y Holmes, y los soldados se dirigían a la iglesia contigua.

– Atestada -comentó Lowell, asomándose a la capilla, cuyos bancos estaban repletos de uniformes azules-. Sentémonos. Al menos descansaremos los pies.

– A fe mía, Jamey, que no puedo entender que esto nos sea de ayuda. Quizá deberíamos pasar al siguiente de la lista.

– Éste era el siguiente. Según la lista de Ropes, el otro sólo abre los miércoles y domingos.

Holmes observó cómo un soldado, con un muñón en lugar de pierna, era empujado en una silla de ruedas a través del patio por un camarada. Este último era poco más que un chiquillo, con la boca hundida, pues los dientes se le habían caído a causa del escorbuto, Aquél era el aspecto de la guerra que la gente no podía saber por los informes de los oficiales o las crónicas de los reporteros.