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– ¿Qué utilidad tiene espolear a un caballo agotado, mi querido, Lowell? Nosotros no somos Gedeón observando a sus soldados beber del pozo. Limitándonos a mirar no vamos a llegar a ninguna parte. No encontramos a Hamlet ni a Fausto, no determinamos lo correcto y lo equivocado ni el valor de los hombres haciendo pruebas de albúmina o examinando fibras en un microscopio. Tengo la impresión de que debemos dar con una nueva vía de acción.

– Usted y Pike son tal para cual -dijo Lowell, y sacudió tristemente la cabeza-. Pero juntos encontraremos el camino. De momento, Holmes, limitémonos a decidir si nos quedamos o le decimos al cochero que nos lleve a otro hogar de soldados.

– Ustedes son nuevos hoy -los interrumpió un soldado tuerto, con una piel surcada de arrugas y muy picado de viruelas, con una pipa negra de cerámica saliéndole de la boca.

Como no esperaban mantener una conversación con terceros, los sorprendidos Holmes y Lowell se quedaron sin palabras y aguardaron educadamente a que uno de los dos respondiera a su interlocutor. El hombre vestía un uniforme de gala que al parecer no había conocido un lavado desde antes de la guerra.

El soldado echó a andar hacia la iglesia y sólo miró atrás por un instante para decir, algo ofendido:

– Les pido perdón. Pensé que quizá habían venido por lo de ante.

Por un momento, ni Lowell ni Holmes reaccionaron. Ambos creyeron haber imaginado la palabra que el otro acababa de pronunciar.

– ¡Espere! -exclamó Lowell, que apenas podía hablar con coherencia debido a la emoción.

Los dos poetas se precipitaron en el interior de la capilla, donde había poca luz. Enfrentados a un mar de uniformes, no podían descubrir al inidentificado dantista.

– ¡Siéntense! -gritó alguien de mal humor, haciendo bocina con las manos.

Holmes y Lowell buscaron a tientas unos asientos y se situaron en los extremos de sendos bancos. Se contorsionaron desesperadamente en busca de una cara entre la muchedumbre. Holmes se volvió hacia la entrada, por si el soldado trataba de escapar. Los ojos de Lowell repasaban las oscuras miradas y las vacías expresiones que llenaban la capilla, y finalmente se posaron en la cara picada de viruelas y en el único y brillante ojo de su interlocutor.

– Lo he encontrado -susurró Lowell-. He dado con él, Wendell. ¡Lo he encontrado! ¡He encontrado a nuestro Lucifer!

Holmes se volvió, resollando de impaciencia.

– ¡No puedo verlo, Jamey!

Algunos soldados chistaron violentamente, dirigiéndose a los dos intrusos.

– ¡Allí! -murmuró Lowell, frustrado-. Uno, dos…, ¡el cuarto banco empezando por delante!

– ¿Dónde?

– ¡Allí!

Una voz temblorosa los interrumpió, flotando desde el púlpito:

– Les agradezco, mis queridos amigos, que me inviten una vez más. Y ahora continuarán los castigos del Infierno de Dante…

Lowell y Holmes dirigieron inmediatamente su atención a la cabecera de la atestada y oscura capilla. Siguieron mirando mientras su amigo, el anciano George Washington Greene, tosía débilmente, corregía su postura y apoyaba los brazos en ambos lados del facistol. Su congregación estaba fascinada por la expectación y la lealtad, aguardando anhelante volver a trasponer las puertas de su infierno.

CANTO TERCERO

XV

– ¡Oh, peregrinos: venid ahora al círculo final de esta ciega prisión que Dante debe explorar en su sinuoso recorrido hacia lo profundo, en su predestinado viaje para aliviar a la humanidad de todo sufrimiento! -George Washington Greene alzó los brazos abiertos por encima del pesado facistol, que chocaba con su estrecho pecho-. Pues Dante busca nada menos que eso; su destino personal es secundario en el poema. ¡Es la humanidad lo que quiere elevar a través de su viaje; y así nosotros lo seguimos, paso a paso, desde las ígneas puertas hasta las esferas celestiales, mientras limpiamos de pecado este nuestro siglo diecinueve!

– Oh, qué formidable tarea tiene por delante en su desdichada torre de Verona, con la amarga sal del exilio en su paladar. Él piensa: ¿cómo describiré el fondo del universo con esta lengua frágil? Él piensa: ¿cómo cantaré mi canción milagrosa? Pero Dante sabe que debe hacerlo: para redimir su ciudad, para redimir su nación, para redimir el futuro… y a nosotros; nosotros que estamos aquí sentados, en esta capilla que ha vuelto a despertar, para revivir el espíritu de su mayestática voz en un Nuevo Mundo, nosotros ¡también somos redimibles! Él sabe que en cada generación habrá unos pocos afortunados que comprendan y vean verdaderamente. Él es una pluma de fuego con sangre del corazón como única tinta. ¡Oh, Dante, que nos traes la luz! ¡Felices las voces de las montañas y de los pinos que siempre repetirán tus cantos!

Greene inspiró profundamente hasta llenarse los pulmones, antes de narrar el descenso de Dante hasta el círculo final del infierno: un lago de hielo, Cocito, pulido como el cristal, con un espesor que ni siquiera alcanza el río Charles en lo más crudo del invierno. Dante oye una voz airada que vuela hasta él desde esa tundra helada.

– ¡Mira dónde pisas! -grita la voz-. ¡Pon atención en no hollar con tus pies nuestras cabezas, fatigados y míseros hermanos!

»Oh, ¿de dónde llegaban esas acusadoras palabras que aguijoneaban los oídos del bienintencionado Dante? Al mirar abajo, el Poeta ve, incrustadas en el lago helado, unas cabezas que asoman del hielo, una congregación de sombras muertas…, un millar de cabezas purpúreas, de pecadores de la más baja naturaleza conocida por los hijos de Adán. ¿Para qué falta se reserva esta llanura glacial del infierno? ¡Para la traición, por supuesto! ¿Y en qué consiste su castigo, su contrapasso, para el frío de sus corazones? Ser sepultados enteramente en hielo: desde el cuello abajo, de manera que sus ojos puedan ver para siempre las míseras penalidades acarreadas por sus torpezas.

Holmes y Lowell estaban anonadados, con el corazón retorcido en la garganta. La barba de Lowell colgaba todo lo que le permitía la boca abierta, mientras Greene, resplandeciente de vitalidad, describía cómo Dante agarra por los cabellos la cabeza del vehemente pecador; zarandeándola de forma cruel, y le pregunta su nombre. ¡Aunque me arranques los cabellos, no te diré quién soy! Otro de los pecadores, inadvertidamente, llama por su nombre a su compañero para poner fin a sus amargos gritos y para satisfacción de Dante. Así pudo dar razón del nombre del pecador para la posteridad.

Greene prometió llegar hasta el bestial Lucifer -el peor de todos los traidores y pecadores, la bestia de tres cabezas que castiga y es castigada-en su próximo sermón. La energía que había acumulado el anciano ministro durante el sermón se disipó rápidamente cuando hubo concluido, dejando tan sólo un círculo de color en sus mejillas.

Lowell se abrió paso entre la muchedumbre, en la oscura capilla, apartando a soldados que se mezclaban y hablaban con voz bronca en las naves laterales. Holmes lo seguía.

– ¡Mis queridos amigos! -los saludó jovialmente Greene a la primera señal que le dirigieron Lowell y Holmes.

Empujaron a Greene a una pequeña cámara en la parte posterior de la capilla, y Holmes cerró la puerta. Greene tomó asiento en una tabla junto a una estufa y levantó las manos.

– Yo diría, colegas, que con este pésimo tiempo me he vuelto a resfriar. No me extrañaría que nosotros…

Lowell tronó:

– ¡Díganoslo todo, Greene!

– Señor Lowell, no tenía ni la más remota idea de que venían -dijo Greene mansamente, y dirigió una mirada a Holmes.

– Mi querido Greene, lo que Lowell quiere decir… -Pero el doctor Holmes tampoco pudo mantener la calma-. ¿Se puede saber qué demonios estaba usted haciendo aquí, Greene?