Выбрать главу

Greene pareció sentirse herido.

– Bien, usted sabe, mi querido Holmes, que pronuncio sermones, como predicador invitado, en diversas iglesias de la ciudad y de East Greenwich cuando me lo piden y me es posible. El lecho de un enfermo es, en el mejor de los casos, un lugar aburrido, y el mío me ha traído ansiedad y dolor el último año, de manera que acepto de buena gana siempre que me formulan estas peticiones.

Lowell lo interrumpió:

– Ya sabemos que lo invitan a predicar, pero ¡ahí estaba usted predicando a Dante!

– ¡Ah, eso! En verdad es un entretenimiento inocente. La experiencia de predicar a estos soldados desmoralizados era un desafío, algo muy distinto de cuanto había conocido. Hablando con los hombres las primeras semanas después de la guerra, en especial cuando Lincoln fue tan traicioneramente asesinado, encontré a gran número de ellos atormentados por la inquietud sobre su propio destino y por las cosas de la otra vida. Una tarde, en algún momento en las últimas semanas del verano, sintiéndome inspirado por la dedicación de Longfellow a su traducción, introduje algunas descripciones dantescas durante mi sermón, y juzgué que su efecto era más bien satisfactorio. Así que empecé a tratar, de modo general, la historia y el viaje espirituales de Dante. Hubo momentos (y perdónenme, ya ven que me ruborizo al confesárselo) en que fantaseé con que yo podía dar una lección sobre Dante y que esos valientes muchachos eran mis alumnos.

– ¿Y Longfellow no sabía nada de esto? -preguntó Holmes.

– Mi deseo era compartir las noticias sobre mi modesto experimento, pero, bien… -Greene estaba pálido y fijó su mirada en la llameante tronera de la estufa-. Supongo, queridos amigos, que me sentí un poquito cohibido por presentarme como maestro dantista ante un hombre como Longfellow. Así que no se lo digan, por favor. Eso sólo lo desconcertaría, ya saben que no le gusta considerarse diferente…

– El sermón que acaba de pronunciar, Greene -lo interrumpió Lowell-, se basaba enteramente en los encuentros de Dante con los traidores.

– ¡Sí, sí! -dijo Greene, como rejuvenecido por el recuerdo-. ¿No es maravilloso, Lowell? No tardé en descubrir que desarrollar un canto o dos en su totalidad mantenía la atención de los soldados mejor aún que un sermón basado en mis frágiles pensamientos, y actuar así me colocaba en buena disposición para nuestras sesiones dantistas de la semana siguiente. -Greene se echó a reír con la vanidad nerviosa de un niño que ha alcanzado un logro que sus mayores no esperaban-. Cuando el club Dante inició el Inferno, di comienzo a mi práctica actual, predicando uno de los cantos que íbamos a traducir en la siguiente reunión de nuestro club. ¡Yo diría que ahora me siento bien preparado para emprender ese clamoroso canto que Longfellow ha previsto para mañana! Normalmente, pronunciaba mi sermón el jueves por la tarde, poco antes de tomar el tren de regreso a Rhode Island.

– ¿Todos los jueves? -preguntó Holmes.

– Hubo veces en que tuve que guardar cama. Y las semanas en que Longfellow cancelaba nuestras sesiones dantistas, ay, no me sentía con ánimos de hablar sobre Dante. ¡Esta última semana ha sido maravillosa! ¡Longfellow ha estado traduciendo a tal velocidad, a un ritmo tan rápido, que he decidido instalarme en Boston y pronunciar un sermón sobre Dante casi todas las noches durante una semana!

Lowell hizo un movimiento brusco hacia delante.

– ¡Señor Greene! ¡Repase mentalmente cada momento de su experiencia aquí! ¿Alguno de los soldados mostró un especial conocimiento del contenido de sus sermones sobre Dante?

Greene se puso en pie y miró en derredor confuso, como si de repente hubiera olvidado lo que se le preguntaba.

– Déjenme pensar. En cada sesión había unos veinte o treinta soldados, ¿saben?, pero no eran siempre los mismos. Siempre quise ser mejor fisonomista. Algunos de ellos, de vez en cuando, expresaban su admiración por mis sermones. Deben ustedes creerme… Si pudiera ayudarlos…

– Greene, si ahora mismo no… -empezó a decir Lowell con voz ahogada.

– ¡Lowell, por favor! -dijo Holmes, asumiendo el papel usual de Fields de contener a su amigo.

Lowell espiró ruidosamente e hizo un gesto a Holmes invitándolo a continuar.

– Mi querido señor Greene -empezó Holmes-, usted nos ayudará… extraordinariamente, lo sé. Ahora debe usted pensar con rapidez para hacernos un favor, querido amigo, por Longfellow. Recuerde a todos los soldados con los que pueda haber conversado desde que empezó esto.

– Oh, sí. -Los ojos de media luna de Greene se agrandaron de forma insólita-. Sí, ahora me acuerdo. Un soldado me formuló el deseo específico de leer él mismo a Dante.

– ¡Eso! ¿Y qué le respondió? -preguntó Holmes, radiante.

– Pregunté al joven si estaba bien familiarizado con lenguas extranjeras. Vino a decir que era considerado un buen lector desde la niñez, pero sólo en inglés, por lo cual lo animé a que aprendiera italiano. Comenté que estaba colaborando en completar la primera traducción norteamericana, con Longfellow, para lo que habíamos formado un pequeño club en el domicilio del poeta. Pareció muy interesado. Así pues, le recomendé que a principios del próximo año se dirigiera a una librería y preguntara por la publicación de Ticknor y Fields -contó Greene con el detalle de las gacetillas que Fields mandaba insertar en las páginas de rumores.

Holmes dirigió una mirada de esperanza a Lowell, que lo urgió a proseguir. Holmes preguntó despacio:

– Ese soldado, ¿tal vez le dio su nombre? -Greene negó con la cabeza-. ¿Recuerda usted su aspecto, mi querido Greene?

– No, no, lo siento muchísimo.

– Esto es más importante de lo que pueda usted imaginar -intervino Lowell.

– Tengo un recuerdo de la conversación de lo más borroso -dijo Greene, y cerró los ojos-. Creo recordar que era más bien alto, con un bigote del color del heno, en forma de manillar. Quizá cojeaba. Pero muchos de ellos se han convertido en ruinas humanas. Fue hace meses y yo no presté atención especial a aquel hombre. Como digo, no estoy dotado para recordar caras… Precisamente por eso nunca he escrito narrativa, amigos míos. La narrativa es todo caras.

– Greene se echó a reír, considerando esta última afirmación ilustrativa. Pero la zozobra en los rostros de sus compañeros se traducía en miradas graves-. Caballeros, por favor, díganme, ¿he contribuido yo a crear algún tipo de problema?

Salieron, poniendo el mayor cuidado al atravesar los grupos de veteranos, y Lowell ayudó a Greene a montar en el carruaje. Holmes hubo de despertar al cochero y al caballo, y el primero condujo al segundo, aletargado, lejos de la vieja iglesia.

Mientras tanto, desde detrás de una empañada ventana del hogar de ayuda a los soldados, esta precipitada partida fue seguida en su totalidad por los ojos vigilantes del hombre al que el club Dante llamaba Lucifer.

George Washington Greene estaba instalado en un sillón en la Sala de Autores del Corner. Nicholas Rey se reunió con ellos. Las preguntas desmenuzaron al máximo la información de Greene acerca de sus sermones sobre Dante y de los veteranos que acudían ávidos a escucharlos todas las semanas. Lowell se lanzó entonces a una desnuda crónica de los asesinatos dantescos, ante lo cual Greene apenas pudo articular una respuesta.

A medida que los detalles salían de la boca de Lowell, Greene sentía que le era gradualmente arrebatada su asociación con Dante. El modesto púlpito del hogar de ayuda a los soldados frente a su encandilado auditorio; el lugar especial que la Divina Commedia ocupaba en el estante de su biblioteca en Rhode Island; las noches de los miércoles sentado ante la chimenea de Longfellow; todo eso había parecido manifestaciones permanentes y perfectas de la dedicación de Greene al gran poeta. Pero, como todo cuanto alguna vez había sido satisfactorio en la vida de Greene, aquello también iba mucho más allá de lo que pudo concebir. Algo excesivo que ocurría con independencia de su conocimiento e indiferente a su sanción.