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– Mi querido Greene -dijo Longfellow con suavidad-. No debe hablar a nadie de Dante fuera de los que estamos en esta habitación, hasta que estos asuntos se resuelvan.

Greene alcanzó a simular un asentimiento. Su expresión era la de un hombre inútil e incapacitado, la imagen de un reloj al que hubieran despojado de las manecillas.

– ¿Y nuestra reunión del club Dante prevista para mañana? -preguntó con voz débil.

Longfellow sacudió la cabeza tristemente.

Fields pulsó el timbre solicitando un mozo para que acompañara a Greene a casa de su hija. Longfellow lo ayudó a ponerse el gabán.

– Nunca haga eso, querido amigo -dijo Greene-. Un joven no lo necesita, y un viejo no quiere. -Se detuvo mientras el recadista lo llevaba del brazo, cuando ya caminaban por el vestíbulo; habló pero no se volvió hacía los hombres que seguían en la sala-. Podían haberme dicho lo que sucedía. Alguno de ustedes podía habérmelo dicho. Tal vez yo no sea el más fuerte…, pero sé que pude haberlos ayudado.

Aguardaron a que el sonido de las pisadas de Greene se extinguiera en el vestíbulo, y Longfellow dijo:

– Si sólo se lo hubiéramos dicho. ¡Qué estúpido fui al plantear una carrera contra la traducción!

– ¡No lo tome así, Longfellow! -replicó Fields-. Piense en lo que sabemos ahora: Greene predicaba sus sermones los jueves por la tarde, inmediatamente antes de regresar a Rhode Island. Seleccionaría un canto que quisiera seguir repasando, escogiendo de los dos o tres cantos que usted había dispuesto en la agenda para la siguiente sesión de traducción. Nuestro maldito Lucifer oiría el mismo castigo del que nosotros íbamos a ocuparnos… ¡seis días antes que nuestro grupo! Y eso le dejaba mucho tiempo a Lucifer para establecer su propia versión del asesinato contrapasso un día o dos antes de que lo transcribiéramos sobre el papel. Así que, desde nuestro punto limitadamente ventajoso, todo adquiría la apariencia de una carrera, de algo que se mofaba de nosotros con los detalles de nuestra propia traducción.

– ¿Y qué hay de la advertencia grabada en la ventana del señor Longfellow? -preguntó Rey.

– La mia traduzione -dijo Fields levantando las manos-. Teníamos prisa por concluir lo que era la obra del asesino. Los malditos chacales de Manning en la universidad seguro que harían lo posible por apartarnos de la traducción.

Holmes se volvió a Rey.

– Patrullero, ¿sabe algo Willard Burndy que pueda ayudarnos a partir de ahora?

– Burndy dice que un soldado le pagó para que le enseñara a abrir la caja del reverendo Talbot -respondió Rey-. Burndy, en vista de que podía sacar un provecho fácil con escaso riesgo, fue a casa de Talbot para explorar el terreno, y allí resulta que lo vieron varios testigos. Tras el asesinato de Talbot, los detectives descubrieron a los testigos y, con la ayuda de Langdon Peaslee, el rival de Burndy, dirigieron el caso en contra de Burndy. Éste es un borrachín y apenas puede recordar más del asesino que su uniforme de soldado. Yo no confiaría en él de no haber descubierto ustedes la fuente del conocimiento del criminal.

– ¡Que cuelguen a Burndy! ¡Que los cuelguen a todos! -exclamó Lowell-. ¿No lo ven ustedes? Está delante de nuestros ojos. Estamos tan cerca de la pista de Lucifer que no podemos evitar tropezar con su talón de Aquiles. Piensen en esto: el ritmo errático entre un asesinato y otro ahora cobra todo su sentido. Después de todo, Lucifer no era un erudito dantista… No era más que un feligrés de Dante. Sólo podía matar después de oír predicar a Greene acerca de un castigo. Una semana, Greene predicó el canto undécimo, y su texto presenta a Virgilio y Dante sentados en una muralla para acostumbrarse a la pestilencia del infierno, comentando la estructura de éste con la frialdad de dos ingenieros. Es un canto que no describe ningún castigo específico y, por tanto, no hubo ningún asesinato. La semana siguiente, Greene se puso enfermo, no acudió a nuestro club, no predicó… y tampoco hubo asesinato.

– Así es, y Greene estuvo enfermo una vez antes de eso, también durante nuestra época de traducción del Inferno. -Longfellow pasó una página con sus notas-. Y otra vez después de ésa. Tampoco en esos períodos hubo asesinatos.

Lowell prosiguió:

– Y cuando hicimos una pausa en nuestras reuniones del club, cuando decidimos investigar tras la observación de Holmes del cuerpo de Talbot, las muertes pararon en seco… ¡porque Greene había parado! Hasta que dimos por concluido nuestro «respiro» y decidimos traducir lo de los cismáticos, ¡y con ello devolvimos a Greene al púlpito y a Phinny Jennison lo enviamos a la muerte!

– Ahora se hace plenamente la luz sobre el gesto del asesino de colocar el dinero bajo la cabeza del simoníaco -dijo Longfellow, compungido-. Era la interpretación preferida del señor Greene. Debí haber relacionado sus lecturas de Dante con los detalles de los asesinatos.

– No se deprima, Longfellow -lo apremió el doctor Holmes-. Los detalles de los asesinatos eran tales que sólo un experto dantista los hubiera identificado. No había forma de adivinar que Greene era su involuntaria fuente.

– Me temo -replicó Longfellow-que, pese a lo bienintencionado de mi razonamiento, hemos cometido un grave error. Al acelerar la frecuencia de nuestras sesiones de traducción, nuestro adversario ha oído ahora tanto Dante de boca de Greene en una semana como el que le hubiera llevado un mes.

– Propongo que Greene vuelva a esa capilla -insistió Lowell-. Pero esta vez haremos que predique sobre cualquier otro tema que no sea Dante. Observamos a la audiencia, aguardamos a que alguien se muestre agitado y ¡entonces atrapamos a Lucifer!

– ¡Es un juego demasiado peligroso para Greene! -dijo Fields-. No es adecuado para eso. Además, ese hogar de ayuda a los soldados está medio cerrado, y los militares es probable que ahora ya estén dispersos por la ciudad. No tenemos tiempo de planear algo así. ¡Lucifer podría golpear en cualquier momento a quien, en su distorsionada visión del mundo, crea que ha cometido una trasgresión contra él!

– Pero debe tener una razón para creer tales cosas, Fields -replicó Holmes-. La insania es a menudo la lógica de una mente cuidadosa y sobrecargada.

– Ahora sabemos que el asesino necesitaba al menos dos días, y a veces más, para preparar su crimen después de oír un sermón -dijo el patrullero Rey-. ¿Hay alguna posibilidad de predecir los objetivos potenciales, ahora que ustedes saben las partes de Dante que el señor Greene ha referido a esos soldados?

– Me temo que no -respondió Lowell-. En primer lugar, carecemos de experiencia que nos permita adivinar cómo va a reaccionar Lucifer a esta reciente andanada de sermones, en lugar de a uno solo. El canto de los traidores que acabamos de oír sería, supongo, el que más impresión podría causarle. Pero ¿cómo seríamos capaces de averiguar qué «traidores» pueden rondar la mente de ese lunático?

– ¡Si Greene pudiera recordar mejor al hombre que se le aproximó, y que le preguntó sobre una lectura por su cuenta de Dante! -dijo Holmes-. Llevaba uniforme, tenía un bigote color heno en forma de manillar y cojeaba. Pero sabemos la fuerza física que desplegó el asesino en cada una de las muertes, y su rapidez, pues nadie lo vio ni antes ni después de los crímenes. ¿Eso no hace improbable que se trate de una herida incapacitante?

Lowell se levantó y se dirigió a Holmes cojeando exageradamente. -Si usted quisiera que el mundo no sospechara su fuerza, ¿podría fingir unos andares como ésos?

– No hemos tenido ninguna prueba de que nuestro asesino se esconda. Pero sí de nuestra incapacidad para verlo. ¡Y pensar que Greene miró a los ojos de nuestro demonio!

– O a los de un caballero cabal, pero golpeado por la fuerza de Dante -sugirió Longfellow.

– Fue notable advertir la emoción con que los soldados aguardaban oír más sobre Dante -admitió Lowell-. Los lectores de Dante se convierten en estudiantes, sus estudiantes, en zelotes, y lo que comienza como un gusto se convierte en una religión. El exiliado sin techo encuentra un hogar en mil corazones agradecidos.