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Los interrumpió un ligero golpe y una voz suave procedentes del vestíbulo. Fields sacudió la cabeza, contrariado.

– ¡Osgood, por favor, encárguese usted de momento! Un papel doblado se deslizó bajo la puerta.

– Es sólo un mensaje, si me lo permite, señor Fields. Fields dudó antes de abrir la nota.

– Lleva el membrete de Houghton. «Respondiendo a su última consulta, creo le interesará saber que las pruebas de la traducción de Dante por el señor Longfellow parecen haber desaparecido. Firmado, H. O. H.»

Ante el silencio de los demás, Rey preguntó por el significado de aquello. Fields se lo explicó:

– Cuando creíamos, equivocadamente, que los asesinatos iban detrás de nuestra traducción, agente, pedí a mi impresor que se asegurase de que nadie había tenido acceso a las pruebas del señor Longfellow a medida que iban entregándose, y que de algún modo se adelantara a nuestro ritmo de traducción.

– ¡Bueno, bueno, Fields! -exclamó Lowell tomando de manos de Fields la nota de Houghton-. Precisamente cuando creíamos que los sermones de Greene lo explicaban todo, ¡el asunto se nos deshace entre las manos!

Lowell, Fields y Longfellow encontraron a Henry Oscar Houghton ocupado, redactando una amenazadora carta a un grabador que no cumplía. Un empleado los anunció.

– ¡Usted me dijo que no había desaparecido ninguna prueba del archivo, Houghton!

Fields ni siquiera se quitó el sombrero antes de empezar a gritar. Houghton despidió al empleado.

– Tiene usted mucha razón, señor Fields. Y éstas aún no han sido tocadas -explicó-. Mire usted, yo deposito un juego extra de todos los grabados y pruebas importantes en una cámara de seguridad en el sótano, en previsión de un incendio; así lo hago desde que la calle Sudbury ardió hasta los cimientos. Siempre he creído que ninguno de mis muchachos tenía acceso a la cámara. Nada en ella los puede atraer, pues ciertamente no hay mucho mercado para pruebas de imprenta robadas, y para mis aprendices de taller sería todo un triunfo leer un libro. ¿Quién dijo aquello: «Aunque un ángel lo escriba, deberán imprimirlo los demonios»? Eso tendré que grabarlo en un sello algún día.

Houghton se cubrió con la mano su digna risita entre dientes.

– Tomás Moro -apostilló Lowell, el hombre que todo lo sabía, sin aguardar respuesta.

– Houghton -dijo Fields-, le ruego que nos muestre esas otras pruebas que conserva.

Houghton condujo a Fields, Lowell y Longfellow por un estrecho tramo de escaleras hasta el sótano. Al final de un largo corredor, el impresor compuso una sencilla combinación que daba acceso a una cámara acorazada que había adquirido a un banco desaparecido.

– Después de comprobar las pruebas de la traducción del señor Longfellow con las archivadas, las hallé completas. Entonces se me ocurrió mirar en esta cámara de seguridad y, ¡oh, sorpresa!, habían desaparecido varias de las primeras pruebas de la traducción del Inferno por el señor Longfellow.

– ¿Y quién las hizo desaparecer? -preguntó Fields. Houghton se encogió de hombros.

– Yo no entro en esta cámara con mucha regularidad, como comprenderán. Esas pruebas pudieron haberse sustraído hace días, o meses, sin que yo me diera cuenta.

Longfellow localizó la caja etiquetada con su nombre, y Lowell lo ayudó a rebuscar entre las pruebas de la Divina Commedia. Habían desaparecido varios cantos del Inferno.

Lowell murmuró:

– Al parecer se las han llevado al azar. Faltan partes del canto tercero, pero este robo parece ser el único que se corresponde con un asesinato.

El impresor intervino en la conversación de los poetas y dijo, aclarándose la garganta:

– Puedo reunir a todos los que pudieron tener acceso a mi combinación, si ustedes lo creen oportuno. Llegaré al fondo de esto. Si yo le digo a un mozo que me cuelgue el gabán, espero de él que vuelva y me confirme que lo ha hecho.

Los mozos hacían funcionar las prensas, devolvían los tipos fundidos a las cajas y regaban las sempiternas lagunas de negra tinta cuando oyeron la campanilla de Houghton. Se congregaron en la sala de descanso de Riverside Press.

Houghton dio varias palmadas para acallar la cháchara de costumbre.

– Muchachos, por favor. Muchachos. Hay un pequeño problema que ha reclamado mi atención. Sin duda reconocen ustedes a uno de nuestros visitantes, el señor Longfellow, de Cambridge. Sus obras representan una parte importante, tanto comercial como cívicamente, de nuestras impresiones de literatura.

Uno de los chicos, un pelirrojo de aspecto rústico, con una cara amarilla pálida manchada de tinta, empezó a retorcerse y a dirigir miradas nerviosas a Longfellow. Éste lo advirtió y se lo señaló a Lowell y Fields.

– Parece que algunas pruebas de la cámara del sótano han sido… extraviadas, podríamos decir.

Houghton había abierto la boca para continuar cuando captó la inquieta expresión de su mozo amarillo pálido. Lowell arqueó ligeramente la mano sobre el agitado hombro del aprendiz. Ante la sensación del contacto de Lowell, el aprendiz derribó al suelo a un colega y salió como una flecha. Lowell fue tras él inmediatamente y dobló la esquina a tiempo para oír las pisadas a la carrera, descendiendo por la escalera posterior.

El poeta se lanzó a todo correr hacia la oficina principal y bajó las empinadas escaleras laterales. Se precipitó fuera cortando el paso al fugitivo cuando corría por la orilla del río. Estuvo a punto de asirlo con fuerza, pero el aprendiz lo evitó, deslizándose por el helado talud, y cayó pesadamente en el río Charles, donde algunos muchachos estaban pescando anguilas con arpón. En su caída, rompió la capa de hielo que cubría el río.

Lowell se hizo con el arpón de uno de los muchachos, que protestó, y pescó al aprendiz que había chocado con el hielo, agarrándolo por su delantal empapado, en el que se habían enredado utricularias y herraduras desechadas.

– ¿Robaste esas pruebas, tunante? -le gritó Lowell.

– ¿De qué me está hablando? ¡Déjeme en paz! -replicó, castañeteándole los dientes.

– ¡Me lo vas a decir! -exigió Lowell, con los labios y las manos temblándole casi tanto como los de su cautivo.

– ¡Ojalá revientes!

Las mejillas de Lowell ardían. Agarró al chico por los pelos y lo sumergió en el río. El aprendiz escupía y gritaba entre los fragmentos de hielo. Para entonces, Houghton, Longfellow y Fields -y media docena de vociferantes aprendices entre los doce y los veintiún años-se habían congregado a mirar en la puerta principal de la imprenta.

Longfellow trataba de contener a Lowell.

– ¡Vendí las malditas pruebas, lo hice! -chilló el aprendiz, dando boqueadas.

Lowell lo puso en pie, sujetando con fuerza su presa con una mano y manteniendo en la otra el arpón contra su espalda. Los chicos que pescaban se habían apoderado de la gorra gris del cautivo y se la iban probando. Respirando salvajemente, el aprendiz se sacudía la mortificante agua helada.

– Lo siento, señor Houghton. ¡Nunca pensé que alguien las echara en falta! ¡Sabía que estaban repetidas!

El rostro de Houghton se puso rojo como un tomate.

– ¡A la imprenta! ¡Todo el mundo dentro! -les gritó a los decepcionados muchachos que habían corrido al exterior. Fields se acercó, con paciente autoridad.

– Sé sincero, chico, y la cosa acabará bien. Dinos inmediatamente a quién le vendiste esas hojas.

– A un chiflado. ¿Está contento? Me paró una noche cuando salía del trabajo. Me dijo que quería que le entregara veinte o treinta páginas o así del nuevo trabajo del señor' Longfellow, cualesquiera páginas que pudiera encontrar, las justas para que no las echaran de menos. Me dijo que así me podría ganar un dinerillo.