II
Por todo Boston, a lo largo de la noche, los policías reunieron a «personas sospechosas», una media docena, por orden del jefe. Cada oficial contemplaba a los sospechosos de sus colegas con gesto adusto, mientras los registraban en la comisaría central, como si temiera que sus propios rufianes fueran juzgados inferiores. Los detectives de paisano, porque se habían evitado los uniformes, subían a zancadas desde las tumbas -las celdas de detención subterráneas-y se comunicaban mediante códigos silenciosos y señales de aprobación con la cabeza.
La oficina de detectives, derivada de un modelo europeo, se había establecido en Boston con la finalidad de suministrar la más completa información sobre el paradero de los delincuentes; por tanto, la mayor parte de los detectives escogidos eran ellos mismos antiguos bribones. Sin embargo, desconocían los métodos perfeccionados de investigación, de modo que recurrían a los viejos trucos (sus favoritos eran la extorsión, la intimidación y la mentira) para procurarse su cuota de arrestos y ganarse así el sueldo. El jefe Kurtz había hecho cuanto estaba en su mano para asegurarse de que los detectives, junto con la prensa, creyeran que la nueva víctima del asesino era un don nadie. El último problema con el que hubiera querido enfrentarse era que sus detectives trataran de sacar dinero de la desgracia del rico Healey.
Algunos de los sujetos reunidos cantaban canciones obscenas o se cubrían el rostro con las manos. Otros gritaban maldiciones y amenazas a los agentes que los habían llevado allí. Unos pocos se apretujaban en los bancos de madera alineados en un lado de la estancia. Allí había toda clase de delincuentes, desde estafadores de al tos vuelos, los más clásicos, hasta los practicantes del robo con fractura, ladrones de guante blanco y fulanas con bonitos sombreros, que atraían al peatón a callejuelas donde sus cómplices hacían el resto Pálidos golfillos irlandeses arrodillados en la galería pública, arribe sostenían grasientas bolsas de papel de las que extraían cacahuete calientes con los que hacían puntería a través de la reja. Alternaba esos proyectiles con andanadas de huevos podridos.
– ¿No has oído a nadie irse de la lengua sobre un tipo al que han apiolado? Eh, ¿has oído algo?
– ¿De dónde has sacado esta cadena de oro, chico? ¿Y este pañuelo de seda?
– ¿Qué estás pensando hacer con esta cachiporra?
– ¿Qué pasa con eso? Socio, ¿no has tratado nunca de matar un hombre, aunque sólo sea para ver cómo es la cosa?
Los agentes, de rostros enrojecidos, gritaban al formular estas preguntas. Entonces el jefe Kurtz empezó a detallar la muerte de Healey, eludiendo hábilmente la identidad de la víctima, pero no tardó mucho en ser interrumpido.
– Eh, jefecito. -Un corpulento bribón negro tosió, pensativo mientras mantenía sus ojos saltones fijos en un rincón de la estancia-. Eh, jefecito, ¿qué hay con el nuevo poli moreno? ¿Dónde está su uniforme? No me creo que estéis a punto de reclutar detectives negros. ¿Puedo yo apuntarme también?
Nicholas Rey se puso en pie muy tieso ante la carcajada que s guió. De pronto fue consciente de su falta de participación en el interrogatorio y de sus ropas de paisano.
– Pero si no es moreno, compadre -dijo un hombre vivaz, alto y delgado, mientras avanzaba y examinaba al patrullero Rey con 1 mirada de un experto en valoraciones-. Me parece que es mestizo y un hermoso ejemplar de mestizo: madre esclava, padre peón de un plantación. Es así, ¿verdad, amigo?
Rey se acercó más a la fila.
– ¿Qué contesta a la pregunta del jefe, señor? A ver si somos capaces de colaborar.
– Muy bien dicho, blanquito.
El hombre alto y delgado, en un gesto apreciativo, se llevó un dedo a su fino bigote, que se curvaba hacia las comisuras de la boca, como para señalar el arranque de una barba, pero acababa por caer abruptamente antes de llegar a la barbilla.
El jefe Kurtz apoyó su porra en el botón de diamante que lucía sobre el esternón de Langdon Peaslee.
– ¡No me hagas enfadar, Peaslee!
– Tenga cuidado -advirtió Peaslee, el mayor ladrón de cajas fuertes de Boston, sacudiéndose el polvo del chaleco-. El pedrusco vale ochocientos dólares, jefe, ¡y legítimamente adquirido!
Brotaron carcajadas por doquier; incluso por parte de algunos detectives. Kurtz no debió permitir que Langdon Peaslee le provocara; aquel día, no.
– Me da la impresión de que tuviste algo que ver con la serie de cajas reventadas el domingo pasado en la calle Commercial -dijo Kurtz-. Te voy a empapelar ahora mismo por quebrantar la ley sobre descanso dominical y podrás dormir en los calabozos junto con los rateros de poca monta.
Willard Burndy, unos puestos más allá de la fila, prorrumpió en risotadas.
– Bueno, yo le contaré algo sobre eso, mi querido jefe -dijo Peaslee, alzando la voz teatralmente, en atención a todos los reunidos en la sala (incluido el súbito arrebato que se produjo en los asientos de arriba)-. Seguro que, aquí, nuestro amigo el señor Burndy no sería capaz de hacer algo parecido a lo de la calle Commercial. ¿O es que esas cajas fuertes pertenecen a una asociación de damas?
Los brillantes ojos rosados de Burndy doblaron su tamaño mientras se abría paso en medio de los hombres a empujones, a zarpazos, en dirección a Langdon Peaslee, y a punto estuvo de encender un motín a su paso entre los malandrines más camorristas. Los muchachos harapientos de arriba lo vitoreaban y le lanzaban gritos. El espectáculo prosiguió y acabó sacando a la luz los secretos del hampa que operaba en las bodegas de North End, y a los que cobraban 25 centavos por una cabeza.
Mientras los agentes contenían a Burndy, un hombre desorientado fue empujado fuera de la fila. Dio un tremendo traspié, y Nicholas Rey lo agarró antes de que llegara a caer.
Tenía una complexión frágil y unos ojos oscuros, hermosos pero: cansados, con expresión vacilante. El desconocido desplegó una dentadura como un tablero de ajedrez, con dientes inexistentes y carcomidos, y emitía una especie de silbido que desprendía olor a agua diente de Medford. Ni siquiera se daba cuenta de que toda su rol estaba manchada de huevos podridos, o eso no le preocupaba.
Kurtz avanzó hacia la reorganizada hilera de delincuentes y explicó de nuevo. Contó lo del hombre hallado desnudo en un campo cerca del río, con el cuerpo bullendo de moscas, avispas, larvas que se alimentaban bajo su piel y se empapaban en su sangre.
Uno de los presentes, les informó Kurtz, lo mató de un golpe i la cabeza, lo transportó allí y lo abandonó a los efectos de la intemperie. Mencionó otro extraño detalle: una bandera, blanca y andrajosa, plantada sobre el cadáver.
Rey paró la caída de su desorientado pupilo con los pies. La nariz y la boca del hombre eran rojas e irregulares, sobreponiéndose su fino bigote y a su barba. Era cojo de una pierna, resultado de un accidente o de una pelea olvidada desde hacía tiempo. Sus manos anchas se agitaron en gestos salvajes. El temblor del desconocido acentuaba con cada detalle aportado por el jefe de policía.
El subjefe Savage dijo:
– ¡Oh, ese sujeto! ¿Quién lo ha traído? ¿Usted lo sabe, Rey? No quiso dar ningún nombre antes, cuando estaban fotografiando a 1os nuevos para la galería de retratos de delincuentes. ¡Silencioso con una esfinge egipcia!
El cuello de papel de la esfinge casi estaba oculto bajo su harapienta bufanda negra, que lo envolvía cayendo floja a un lado. Fija una mirada vacía y sacudía sus desproporcionadas manos en el aire describiendo aproximados círculos concéntricos.
– ¿Tratas de dibujar algo? -preguntó Savage bromeando.
En efecto, sus manos dibujaban una especie de mapa, algo que hubiera ayudado enormemente a la policía en las semanas que siguieron, pues habría sabido qué buscar. Aquel desconocido había sido durante mucho tiempo asiduo del escenario del asesinato de Hea1 pero no de los salones ricamente enmaderados de Beacon Hill. No; hombre no estaba trazando en el aire una imagen terrenal, sino una lóbrega antecámara del inframundo. Porque fue allí, allí, tal como comprendió el hombre, donde la imagen de la muerte de Artemus Healey se filtraba en su mente y crecía con cada detalle; sí, allí se había descargado el castigo.