– ¡Maldita sea! ¿Y quién era? -preguntó Lowell.
– Un pez gordo, con sombrero alto, gabán oscuro y capa, con barba. Después de decirle que sí a su plan, me dio palmaditas. Nunca más he vuelto a ver al pájaro.
– Entonces, ¿cómo le entregaste las pruebas? -preguntó Longfellow.
– No eran para él. Me dijo que las llevara a una dirección. No creo que fuera su propia casa… Bueno, ésa era la sensación que daba por la forma en que habló. No recuerdo qué número de la calle era, pero no está lejos de aquí. Dijo que me devolvería las pruebas para que no tuviera que vérmelas con el señor Houghton, pero el fulano ya no volvió.
– ¿Conocía a Houghton por su nombre? -preguntó Fields.
– Escucha, buen hombre -intervino Lowell-. Necesitamos saber exactamente adónde llevaste esas pruebas.
– Ya se lo he dicho -respondió el aterido aprendiz-. ¡No recuerdo el número!
– ¡No me tomes por estúpido! -le recriminó Lowell.
– ¡Que no! Pero me acordaría bastante bien si recorriese a mi manera las calles.
Lowell sonrió.
– Estupendo, porque ahora mismo nos vas a llevar allí.
– ¡Ni hablar, a menos que conserve mi trabajo!
Houghton se acercó a la orilla del río.
– ¡Jamás, señor Colby! ¡Elige segar la cosecha ajena y pronto sembrarás la tuya propia!
– No tardará en tener otro trabajo, pero encerrado en la cárcel -dijo Lowell, que no había entendido exactamente el axioma de Houghton-. Va usted a conducirnos al lugar donde entregó esas pruebas que robó, señor Colby, o en lugar de nosotros lo llevará allí la policía.
– Reunámonos dentro de unas horas, al caer la noche -replicó el aprendiz, con su orgullo maltrecho después de considerar sus opciones.
Lowell soltó a Colby, que salió a todo correr hacia la estufa de Riverside Press.
Mientras tanto, Nicholas Rey y el doctor Holmes regresaron al hogar de ayuda a los soldados donde Greene había predicado a primera hora de aquella tarde, pero no hallaron a nadie que se ajustara a la descripción del entusiasta de Dante. La capilla no estaba siendo preparada para la usual distribución de la cena. Un irlandés, embutido en un pesado abrigo azul, clavaba con gestos soñolientos tablas en las ventanas.
– El hogar ha agotado toda su asignación en combustible para las estufas, y el ayuntamiento no ha aprobado más fondos para ayudar a los soldados, según he oído. Dicen que esto se cierra, al menos los meses de invierno. Entre nosotros, señores, dudo que se reabra. Estos hogares y sus hombres mutilados son un recuerdo demasiado vivo de los errores que todos hemos cometido.
Rey y Holmes fueron a ver al administrador 'del hogar. El antiguo diácono de la iglesia confirmó lo que el encargado les había dicho: era por causa del tiempo, según explicó; sencillamente no podían mantener la calefacción del edificio. Les dijo que no se llevaban listas o registros de los soldados que hacían uso de las instalaciones. Era caridad pública abierta a todos los necesitados, de todos los regimientos y ciudades. Y no sólo para los veteranos más pobres, aunque ésa fue una de las finalidades de aquella iniciativa de beneficencia. Algunos de los hombres sólo necesitaban estar rodeados de personas que pudieran comprenderlos. El diácono conocía a algunos soldados por su nombre y a un número reducido, por el número de su regimiento.
– Usted podría conocer al que buscamos. Es un asunto de la mayor importancia.
Rey repitió la descripción que les había dado George Washington Greene.
El administrador negó con la cabeza.
– Con mucho gusto les escribiré los nombres de los caballeros a los que conozco. Los militares actúan en ocasiones como si vivieran en un país aparte. Se conocen entre ellos mucho mejor de lo que nosotros podamos conocerlos.
Holmes no dejaba de moverse atrás y adelante en su silla mientras el diácono mordisqueaba el extremo de su pluma de ave con la mayor parsimonia.
Lowell condujo el carruaje de Fields a través de las puertas de Riverside Press.
El aprendiz pelirrojo montaba su vieja yegua pinta. Después de dirigirles toda clase de improperios por hacer correr a su caballería el riesgo de caer enferma, ya que la Oficina de Salud Pública había advertido de que dicho riesgo era inminente tras una inspección de las condiciones del establo, Colby se internó rápidamente por trochas y oscuros prados helados. El recorrido era tan enrevesado e inseguro, que incluso Lowell, gran conocedor de Cambridge desde su infancia, estaba desorientado y sólo pudo mantener la ruta escuchando el machaqueo de los cascos delante.
El aprendiz tiró de las riendas en el patio trasero de una modesta casa colonial. Primero la sobrepasó y luego hizo girar en redondo su montura.
– Es esta casa; aquí es donde traje las pruebas. Las eché por debajo de la puerta de atrás; eso es lo que me dijeron que hiciera.
Lowell detuvo el carruaje.
– ¿De quién es esta casa?
– ¡Lo demás es cosa vuestra, pájaros! -gruñó Colby, espoleando su yegua, que salió al galope por el terreno helado.
Llevando una linterna, Fields condujo a Lowell y Longfellow a la plazoleta detrás de la casa.
– No hay lámparas encendidas en el interior -dijo Lowell arañando la escarcha de una ventana.
– Demos la vuelta hasta la fachada principal, tomemos nota de la dirección y regresemos con Rey -susurró Fields-. Ese bribón de Colby podría habérnosla jugado. ¡Es un ladrón, Lowell! Podría tener amigos dentro esperándonos para robarnos.
Lowell golpeó repetidas veces la aldaba de latón.
– Tal como nos van las cosas últimamente, si lo dejamos ahora, la casa puede haber desaparecido por la mañana.
– Fields tiene razón. Debemos proceder con cautela, mi querido Lowell -lo urgió Longfellow con voz queda.
– ¡Hola! -gritó Lowell, golpeando ahora la puerta con los puños-. Ahí no hay nadie. -Lowell dio un puntapié en la puerta, y quedó sorprendido al advertir que se abría con facilidad-. ¿Lo ven? Esta noche, las estrellas están de nuestra parte.
– Jamey, no podemos irrumpir así! ¿Qué pasa si esta casa pertenece a Lucifer? ¡Vamos a ser nosotros quienes acabemos en la cárcel! -dijo Fields.
– Pues haremos nuestra presentación -replicó Lowell tomando la linterna de las manos de Fields.
Longfellow permaneció en el exterior para vigilar que el carruaje no fuera descubierto. Fields siguió a Lowell al interior. El editor se estremecía cada vez que se oía un crujido o un golpe mientras avanzaban por las oscuras y frías estancias. El viento que penetraba por la puerta trasera abierta agitaba las cortinas en espectrales piruetas. Algunas de las habitaciones estaban profusamente amuebladas; otras, vacías por completo. En la casa reinaba la espesa y tangible oscuridad que se acumula con el abandono.
Lowell entró en una habitación oval bien equipada, con un techo abovedado, como el de una capilla. Entonces oyó que Fields, de repente, escupía y se arañaba la cara y la barba. Lowell describió con la linterna un amplio arco.
– Telarañas. A medio tejer. -Colocó la linterna en la mesa central de la biblioteca-. Hace tiempo que aquí no vive nadie.,
– O a la persona que vive aquí no le importa la compañía de los insectos.
Lowell se detuvo a considerar esto último.
– Busquemos algo que pudiera explicarnos por qué ese bribón pagaría para que le trajeran aquí las pruebas de Longfellow.
Fields empezó a decir algo como respuesta, pero un grito confuso y unos pasos pesados estremecieron la casa. Lowell y Fields intercambiaron miradas de horror, y se aprestaron a defender sus vidas.
– ¡Ladrones!
La puerta lateral de la biblioteca se abrió de par en par y entró precipitadamente un hombre rechoncho, vestido con un batín de lana. -¡Ladrones! ¡Dense a conocer o me pongo a gritar «ladrones»! El hombre adelantó su potente linterna y luego se detuvo, asombrado. Se fijó más en el corte de sus trajes que en sus caras.