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– ¿Señor Lowell? ¿Es usted? ¿Y el señor Fields?

– ¿Randridge? -exclamó Fields-. ¿Randridge, el sastre?

– Pues claro -respondió Randridge, extrañado, arrastrando los pies calzados con zapatillas.

Longfellow había corrido al interior, atraído por las voces procedentes de la habitación.

– ¿Señor Longfellow?

Randridge se despojó torpemente de su gorro de dormir. -¿Vive usted aquí, Randridge? ¿Qué hacía con aquellas pruebas? -preguntó Lowell.

Randridge estaba desconcertado.

– ¿Si vivo aquí? Vivo dos casas más abajo, señor Lowell. Pero he oído algún ruido, y pensé echar un vistazo. Temía que estuvieran saqueando. No han embalado ni se han llevado nada. Ya ven que no falta nada de la biblioteca.

– ¿Quiénes no se han llevado nada? -preguntó Lowell.

– Sus parientes, claro está. ¿Quién si no?

Fields retrocedió y paseó la luz por las estanterías. Sus ojos se abrieron desmesuradamente ante el insólito número de Biblias. Al menos había treinta o cuarenta. Sacó la mayor de todas. Randridge dijo:

– Vinieron de Maryland para inventariar sus pertenencias. Sus pobres sobrinos estaban muy poco preparados para afrontar semejante trance, puedo asegurárselo. ¿Y quién lo hubiera estado? De todos modos, como les iba diciendo, cuando oí ruidos pensé que algunos sujetos podían tratar de llevarse algún recuerdo… Ya saben, por lo sensacional del caso. Desde que los irlandeses empezaron a mudarse a nuestra vecindad… Bueno, las cosas han empeorado.

Lowell sabía exactamente dónde vivía Randridge en Cambridge. Galopaba con la mente por el barrio, mirando las casas de dos en dos en cada dirección, con el frenesí de Paul Revere. Ordenó a sus ojos que se adaptaran a la oscuridad de la estancia, para buscar, en los no menos oscuros retratos que se alineaban en la pared, alguna cara familiar.

– No hay paz estos días, amigos míos, puedo asegurárselo -continuó lamentándose el sastre-. Ni siquiera para los muertos.

– ¿Los muertos? -repitió Lowell.

– Los muertos -murmuró Fields, pasándole a Lowell una Biblia con los cierres abiertos.

La primera página estaba cubierta por un texto escrito con tinta. Era la genealogía completa de una familia, caligrafiada por el difunto ocupante de la casa, el reverendo Elisha Talbot.

XVI

Edificio principal de la universidad, 8 de octubre de 1865

Mi querido reverendo Talbot:

Quisiera subrayar una vez más que sigue teniendo en sus competentes manos plena libertad en cuanto a lenguaje y forma de la serie. El señor xxx nos ha dado seguridades de que considera un alto honor imprimirla en cuatro partes en su revista literaria, una de las principales y últimas competidoras de The Atlantic Monthly, del señor Fields, para el público culto. Recuerde solamente las líneas básicas para alcanzar las humildes metas propuestas por nuestra corporación en las presentes circunstancias.

El primer artículo, al que aportaría su experiencia en estas materias, debería poner al desnudo la poesía de Dante Alighieri en sus aspectos religioso y moral. La continuación debería contener su inatacable exposición de por qué semejante charlatanería literaria, la de Dante y sus iguales (y toda la faramalla extranjera similar, que cada vez nos come más el terreno), no tiene sitio en las bibliotecas de los ciudadanos norteamericanos íntegros, y por qué editoriales con la «influencia internacional» (de la que con frecuencia se enorgullece el señor F.) de T. y F. y Cía deben atenerse a su responsabilidad y han de someterse a las más elevadas exigencias de responsabilidad social. Los dos últimos artículos de su serie, querido reverendo, deberían analizar la traducción de Dante debida a Henry Wadsworth Longfellow y reprobar al otrora poeta «nacional» por intentar introducir literatura inmoral e irreligiosa en las bibliotecas norteamericanas. Con un plan cuidadoso para lograr el mayor impacto, los dos primeros artículos deberían preceder en algunos meses a la aparición de la traducción de Longfellow, a fin de propiciar por anticipado el sentimiento del público a nuestro favor; y el tercero y cuarto artículos deberían publicarse a la vez que la propia traducción, con la finalidad de reducir las ventas entre las personas socialmente conscientes.

Por descontado que no necesito insistir en el celo moral que confiamos y esperamos encontrar en su texto. Sé que es ocioso recordarle su propia experiencia como joven estudioso en nuestra institución; antes bien, sentirá todos los días su peso en su alma, como también nos sucede a nosotros. La corriente bárbara de poesía extranjera contenida en Dante contrasta acusadamente con el bien probado programa clásico defendido por la Universidad de Harvard desde hace unos doscientos años. El derroche de rectitud que saldrá de su pluma, querido reverendo Talbot, aportará medios suficientes para devolver a Italia, y al papa que allí aguarda, el indeseado buque de Dante, vencido en nombre de Christo et ecclesiae.

Suyo siempre,

Cuando los tres eruditos estuvieron de regreso en la casa Craigie llevaban consigo cuatro cartas del mismo tenor, dirigidas a Elisha Talbot y encabezadas por el blasón de Harvard, así como un fajo de pruebas de Dante, precisamente las que faltaban de la cámara de seguridad de Riverside Press.

– Talbot era la cuña ideal para ellos -dijo Fields-. Un ministro respetado por todos los buenos cristianos, un reputado crítico de los católicos y alguien ajeno a la Universidad de Harvard, de modo que podía contentar a ésta y afilar su pluma contra nosotros con apariencia de objetividad.

– Supongo que no hace falta ser uno de esos adivinos de la calle Ann para saber la cantidad con que fue retribuido Talbot por sus molestias -dijo Holmes.

– Mil dólares -precisó Rey.

Longfellow asintió, mostrándoles la carta dirigida a Talbot en la que esa cantidad se especificaba como pagada:

– Los tuvimos en nuestras manos. Mil dólares por «gastos» diversos relacionados con la redacción e investigación de los cuatro artículos. Ese dinero (ahora podemos decirlo con certeza) le costó la vida a Elisha Talbot.

– Entonces, el asesino sabía la cantidad precisa que debía sacar de la caja de Talbot -concluyó Rey-. Conocía los detalles de ese acuerdo, de esa carta.

– «Guarda tu mal ganada moneda» -recitó Lowell, y añadió-: Mil dólares fue el pago por la cabeza de Dante.

– La primera de las cuatro cartas de Manning invitaba a Talbot a acudir al edificio principal de la universidad para tratar de la propuesta de la corporación. La segunda carta manifestaba el contenido esperado en cada entrega y adelantaba la totalidad del pago, previamente negociado en persona. Entre la segunda y la tercera carta parecía que Talbot se lamentaba a su destinatario de que no podía encontrarse ninguna traducción al inglés de la Divina Commedia en las librerías de Boston. Al parecer, el ministro trataba de localizar una versión británica del difunto reverendo H. F. Cary, con el propósito de escribir su crítica. Por eso la tercera carta de Manning, que realmente era más que una nota, prometía a Talbot procurarle una muestra por anticipado de la traducción de Longfellow.

Augustus Manning sabía, cuando hizo esta promesa, que el club Dante nunca le facilitaría prueba alguna, después de la campaña que ya había emprendido para hacerlo descarrilar. Así pues, en vista de la sospecha de los eruditos, el tesorero o uno de sus agentes encontraron a un turbio aprendiz de imprenta en la persona de Colby, y lo sobornaron para sustraer unas páginas del trabajo de Longfellow.

La razón les decía dónde encontrar respuestas a las nuevas preguntas relativas al plan de Manning: en el edificio principal de la universidad. Pero Lowell no podía examinar los archivos de la corporación de Harvard durante el día, cuando sus integrantes se movían por su territorio, y carecía de medios para hacerlo de noche. Una oleada de travesuras y manipulaciones había inducido a instalar un complejo sistema de cerraduras y de combinaciones para sellar los archivos.