– Gobernador. -El alcalde Lincoln se inclinó ligeramente mientras escoltaba a la señora Lincoln por las escaleras de acceso-. Parece que ha reunido a los soldados más apuestos.
– Gracias, alcalde Lincoln. Bienvenida, señora Lincoln. Por favor. -El gobernador Andrew los condujo al interior-. La concurrencia es más prestigiosa que nunca.
– Al parecer, incluso Longfellow se ha sumado a la lista de invitados -dijo el alcalde Lincoln, y le dio al gobernador Andrew una palmadita lisonjera en el hombro-. Es algo hermoso lo que hace usted por esos hombres, gobernador, y nosotros, la ciudad, quiero decir, lo aplaudimos.
La señora Lincoln se sujetó el vestido, que produjo un ligero crujido, y penetró con paso regio en el Soller. Una vez en él, un espejo colgado en posición baja le procuró a ella, y a las demás señoras, una vista de los menores detalles de sus vestidos, para el caso de que sus galas hubieran tomado una caída inadecuada durante el camino a la recepción: un marido resultaba totalmente inútil para tales propósitos.
Mezclados en el vasto salón de la mansión con veinte o treinta invitados, había de setenta a ochenta militares de cinco compañías diferentes, espléndidamente ataviados con sus uniformes y capas de gala. Muchos de los más activos regimientos a los que se honraba habían tenido un reducido número de supervivientes. Aunque los consejeros del gobernador Andrew lo presionaron para incluir en la reunión sólo a los más destacados entre el núcleo escogido de los militares -pues algunos soldados, señalaron, estaban perturbados a raíz de la guerra-Andrew insistió en que se les festejara por su hoja de servicios, no por su nivel social.
El gobernador Andrew caminaba por el centro del largo salón con un paso staccato, disfrutando de una oleada de vanidad mientras observaba los rostros y sentía el zumbido de los nombres de aquellos con quienes tuvo la buena fortuna de familiarizarse durante los años de la guerra. Más de una vez en aquellos tiempos dislocados, el club del Sábado había enviado un coche de punto a la cámara legislativa del estado para forzar a Andrew a abandonar su despacho y pasar una velada alegre en las cálidas estancias de la casa Parker. Todo el tiempo había sido dividido en dos épocas: antes de la guerra y después de la guerra. En Boston, Andrew pensaba «hemos sobrevivido» mientras se mezclaba sin restricciones con los blancos corbatines y las chisteras, el oropel y los cordones dorados de los oficiales, las conversaciones y los cumplidos de viejos amigos.
El señor George Washington Greene se situó al otro lado de una reluciente estatua de mármol que representaba las Tres Gracias, cada una inclinándose delicadamente hacia las demás, con sus rostros fríos y angélicos y los ojos plenos de tranquila indiferencia.
«¿Cómo podría un veterano de un hogar de ayuda a los soldados que escuchara los sermones de Greene conocer también los detalles mínimos de nuestras tensiones con Harvard?»
La pregunta se había planteado en el estudio de la casa Craigie. Se propusieron respuestas, y supieron que encontrar esa respuesta significaría encontrar a un asesino. Uno de los jóvenes cautivados por los sermones de Greene pudo haber tenido un padre o un tío en la corporación de Harvard o en la Mesa de Supervisores que, inocentemente, contara sus historias durante la velada, ignorando el efecto que podían tener en la quebrantada mente de alguien que ocupaba el asiento de al lado.
Los eruditos tendrían que determinar con exactitud quién estaba presente en las diversas reuniones de la Mesa en las que se trató de los papeles de Healey, Talbot y Jennison en la postura de la universidad en contra de Dante. Esta lista se compararía con todos los nombres y perfiles que pudieran reunir de los soldados acogidos a los hogares. Solicitarían una vez más la ayuda del señor Teal para acceder a las dependencias de la corporación. Fields coordinaría el plan con su empleado una vez llegaran al Corner los trabajadores del turno de noche.
Mientras tanto, Fields ordenó a Osgood que confeccionara una lista de todo el personal de Ticknor y Fields que hubiera combatido en la guerra, basándose primordialmente en el Directorio de regimientos de Massachusetts en la guerra de Rebelión. Aquella noche, Nicholas Rey y los demás debían asistir a la última recepción del gobernador en honor de los soldados de Boston.
Los señores Longfellow, Lowell y Holmes se dispersaron por el repleto salón de recepciones. Cada uno de ellos mantenía los ojos vigilantes sobre el señor Greene y, con algún pretexto de pasada, entrevistaba a muchos veteranos, en busca del soldado que Greene había descrito.
– ¡Se diría que esto es la trastienda de una taberna en lugar de la cámara estatal! -se lamentó Lowell, mientras disipaba con la mano algún humo fugitivo.
– ¿Acaso, señor Lowell, no alardeaba usted de fumarse diez cigarros diarios, y a la sensación que eso le procuraba la llamaba musa? -le reprendió Holmes.
– Nunca nos gusta oler nuestros propios vicios en los demás, Holmes. Ah, vamos a ver si nos tomamos una o dos copas -sugirió Lowell.
Las manos del doctor Holmes rebuscaban en los bolsillos de su chaleco de muaré, y sus palabras brotaron de él como a través de una criba:
– Todos los soldados con los que he hablado aseguran no haber conocido a nadie remotamente parecido a la descripción dada por Greene, o han visto a un hombre exactamente de esas características el otro día, pero no conocen su nombre ni dónde puedo encontrarlo. Quizá Rey tenga más suerte.
– Dante, mi querido Wendell, era un hombre de gran dignidad personal, y uno de los secretos de su dignidad era que nunca tenía prisa. Nunca lo hallará impropiamente apresurado… Una excelente regla para que nosotros la sigamos.
Holmes emitió una risa escéptica.
– ¿Y usted ha seguido esa regla?
Lowell se prestó ayuda a sí mismo con un meditativo trago de clarete. Luego dijo pensativamente:
– Dígame, Holmes, ¿ha tenido usted alguna vez su propia Beatriz?
– Perdone, ¿cómo dice, Lowell?
– Una mujer que haya inflamado las profundidades más pavorosas de su imaginación.
– ¡Ah, mi Amelia!
Lowell estalló en unas carcajadas que parecían bramidos.
– ¡Oh, Holmes! ¿Es que nunca la ha corrido usted? Una esposa no puede ser su Beatriz. Créame, porque yo, al igual que Petrarca, Dante y Byron, estuve desesperadamente enamorado antes de los diez años. Sólo mi corazón sabe las congojas que sufrí.
– ¡A Fanny le encantaría esta conversación, Lowell!
– ¡Bah! Dante tuvo a su Gemma, que fue la madre de sus hijos, ¡pero no alcanzó su inspiración! ¿Sabe usted cómo se conocieron? Longfellow no se lo cree, pero Gemma Donati es la dama mencionada en la Vita nuova, que consuela a Dante por la pérdida de Beatriz. ¿Ve usted a esa joven?
Holmes siguió la mirada de Lowell, dirigida a una joven delgada, de cabello negro y lustroso, que resplandecía bajo las brillantes arañas del salón.
– Aún me acuerdo… Fue en 1839, en la galería Allston. Allí estaba la criatura más hermosa que habían visto mis ojos. No era extraño que aquella belleza tuviera encandilados a los amigos de su marido, allá, en la esquina. Sus facciones eran perfectamente judías. Tenía el cutis moreno, pero el suyo era uno de esos rostros claros en los que cada sombra de sentimiento flota por él como la sombra de una nube sobre la hierba. Desde mi lugar en la estancia, todo el contorno de sus ojos emergía por completo de las sombras de sus cejas y de lo oscuro de su tez, de modo que sólo podía verse una gloria indefinida y misteriosa. Pero ¡qué ojos! Casi me hicieron temblar. Esa visión única de su seráfica hermosura me inspiró más poesía…