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– ¿Era inteligente?

– ¡Santo Dios, no lo sé! Batió las pestañas en mi dirección y no fui capaz de pronunciar una palabra. Sólo hay una manera de actuar con las mujeres coquetas, Wendelclass="underline" echar a correr. Han pasado veinticinco años y más, y no me la puedo arrancar de la memoria. Le aseguro que todos tenemos nuestra propia Beatriz, ya viva cerca de nosotros o viva sólo en nuestra mente.

Lowell dejó de hablar al acercarse Rey.

– Agente Rey, los vientos han soplado a nuestro favor… Es lo más que puedo decir. Tenemos la suerte de contar con usted a nuestro lado.

– Puede agradecérselo a su hija -dijo Rey.

– ¿Mabel? -Lowell se volvió hacia él, espantado.

– Mabel fue a hablar conmigo para convencerme de que los ayudara, caballeros.

– ¿Que Mabel habló con usted en secreto? ¿Usted sabía eso, Holmes? -preguntó Lowell.

Holmes negó con la cabeza.

– En absoluto. ¡Pero habría que felicitarla!

– Si se pone severo con ella, profesor Lowell -le advirtió Rey con gesto serio, levantando la barbilla-, lo detendré. Lowell se echó a reír de buena gana.

– ¡Es un buen argumento, agente Rey! Ahora, mantengamos el puchero hirviendo.

Rey asintió con gesto cómplice y continuó su ronda por el salón.

– ¿Puede imaginarlo, Wendell? Mabel yendo detrás de mí de esa manera, ¡creyendo que puede cambiar las cosas!

– Es una Lowell, mi querido amigo.

– El señor Greene aguanta -informó Longfellow reuniéndose con Lowell y Holmes-. Pero me preocupa que… -Longfellow se interrumpió-. Ah, ahí vienen la señora Lincoln y el gobernador Andrew.

Lowell puso los ojos en blanco. Su lugar en sociedad demostró ser aburrido para sus propósitos aquella velada, pues estrechar manos y mantener conversaciones animadas con profesores, ministros, políticos y funcionarios universitarios lo distraía de la finalidad que se habían propuesto.

– Señor Longfellow.

Longfellow se volvió para encontrarse con un trío de mujeres de la alta sociedad de Beacon Hill.

– Buenas noches, señoras.

– Precisamente hablaba de usted, señor, durante unas vacaciones en Buffalo -dijo la belleza de cabello negro brillante de aquella trinidad.

– Ah, ¿sí?

– Sí, con la señorita Mary Frere. Habla de usted con mucho cariño, y dice que es una persona exquisita. Por lo que cuenta, pasó ratos maravillosos con usted y su familia en Nahant el verano anterior. Y ahora resulta que me lo encuentro yo aquí. ¡Estupendo!

– Oh, bueno, es muy amable de su parte -respondió Longfellow sonriendo, pero de inmediato dirigió la mirada más allá-. ¿Por dónde anda el profesor Lowell? ¿Lo han visto ustedes?

En las proximidades, Lowell estaba volviendo a contar prolijamente una de sus típicas anécdotas:

– Entonces Tennyson exclamó desde el extremo de la mesa: «¡Sí, maldita sea, me gustaría coger un cuchillo y sacarles las tripas!» ¡Aun siendo un verdadero poeta, el rey Alfred no usaba circunloquios, como «víscera abdominal», para designar esa parte del cuerpo!

Los oyentes de Lowell reían y se chanceaban.

– Si dos hombres trataran de parecerse -dijo Lowell, volviéndose a las tres damas, que permanecían allí de pie, con las orejas de un tono rosado intenso y las bocas muy abiertas-, no podrían conseguirlo mejor que lord Tennyson y el profesor Lovering, de nuestra universidad.

La belleza de cabellos negros brillantes dirigió una mirada agradecida a la rápida huida de Longfellow para alejarse del comentario inapropiado de Lowell.

– Es algo que da que pensar, ¿verdad? -dijo.

Cuando Oliver Wendell Holmes junior recibió una nota de su padre para que asistiera también al banquete de los soldados en la cámara legislativa estatal, la releyó y lanzó una maldición. No era cuestión de preocuparse por la presencia de su padre, pero tampoco le resultaba agradable. ¿Cómo sigue su querido padre? ¿Continúa con su chapucera forma de dar clase mientras piensa en sus poemas? ¿Es cierto que el doctorcito puede pronunciar xxx palabras por minuto, capitán Holmes? ¿Por qué tenían que aburrirlo con preguntas sobre el tema favorito del doctor Holmes, a saber, el doctor Holmes?

En un nutrido grupo de miembros de su regimiento, Junior fue presentado a varios caballeros escoceses que formaban parte de una delegación que estaba de visita. Cuando se pronunció el nombre completo de Junior, se produjo la habitual recitación de preguntas relativas a su parentesco.

– ¿Es usted hijo de Oliver Wendell Holmes? -indagó un recién incorporado a la conversación, un escocés más o menos de la edad de Junior, quien se presentó como una especie de mitólogo.

– Sí.

– Bien, a mí no me gustan sus libros -dijo el mitólogo sonriendo, y se fue.

En el silencio que pareció rodear a Junior, allí, solo en medio de la charla, se sintió súbitamente airado contra la omnipresencia de su padre en el mundo, y de nuevo lo maldijo. ¿Era deseable extender la propia fama de manera tan indiscriminada, que gusanos como el que Junior acababa de conocer pudieran juzgarlo a uno? Junior se volvió y vio al doctor Holmes en el borde de un corro, junto con el gobernador, y a James Lowell gesticulando en el centro. El doctor Holmes se había puesto de puntillas, tenía la boca abierta y estaba esperando una oportunidad para meter baza. Junior rodeó el grupo y se dirigió al otro lado del salón.

– ¡Eh, Wendy!

Junior fingió no oírlo, pero la llamada se repitió, y el doctor Holmes se abrió paso entre unos soldados para acercarse a él. -Hola, padre.

– Wendy, ¿no quieres venir a saludar a Lowell y al gobernador Andrew? Ven y que te vean, tan apuesto con tu uniforme. Oh, vaya.

Junior se dio cuenta de que los ojos de su padre recorrían el salón.

– Debe de ser la camarilla escocesa de la que hablaba Andrew…

Por cierto, Junior, debería reunirme con el joven mitólogo, el señor Lang, y tratar con él de algunas ideas que tengo sobre Orfeo reuniéndose con Eurídice fuera de las regiones infernales. ¿Has leído algo suyo, Wendy?

El doctor Holmes tomó del brazo a Junior y lo arrastró al otro lado del salón.

– No. -Junior retiró el brazo para detener a su padre. El doctor Holmes se lo quedó mirando, dolido-. Sólo he venido para hacer acto de presencia con mi regimiento, padre. Pero debo reunirme con Minny en casa de los James. Por favor, excúsame ante tus amigos.

– ¿Nos has visto? Formamos una feliz hermandad, Wendy. Más y más conforme los años pasan. ¡Disfruta, muchacho, de tu travesía en el navío de la juventud, porque es facilísimo perderse en la mar!

– Padre -dijo Junior mirando por encima del hombro de su padre al mitólogo, que hablaba haciendo muecas-. He oído a ese tipejo de Lang hablar mal de Boston.

La expresión de Holmes se volvió solemne.

– Ah, ¿sí? Pues no merece que perdamos el tiempo con él, chico.

– Como tú digas, padre. Oye, ¿aún estás trabajando en esa nueva novela?

La sonrisa de Holmes se borró ante el interés insinuado por la pregunta de Junior.

– ¡Desde luego! Me han retrasado otras tareas, pero Fields promete que ganaré dinero cuando se publique. Tendré que tirarme al Atlántico si no es así; quiero decir al charco propiamente, no a la revista The Atlantic, de Fields.

– Darás pie a que los críticos se te vuelvan a echar encima -dijo Junior, dudando si continuar expresando lo que pensaba. De pronto, hubiera deseado ser lo bastante rápido como para ensartar al gusano del mitólogo con su sable reglamentario. Se prometió a sí mismo leer la obra de Lang, aun sabiendo que le produciría satisfacción que tuviera poca entidad-. Quizá encuentre ocasión de leer esa novela, padre. A ver si encuentro tiempo.

– Me gustaría mucho, chico -replicó Holmes tranquilamente, al tiempo que Junior se iba.

Rey había dado con uno de los militares mencionados por el diácono del hogar, un veterano manco que acababa de bailar con su esposa.