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– Algunos me lo decían -explicó orgullosamente el soldado a Rey-cuando los movilizaron a ustedes, muchachos: «Yo no estoy haciendo una guerra de negros.» Oh, no tiene ni idea de cómo hacían que me sonrojara.

– Por favor, teniente -dijo Rey-. Ese caballero que le he descrito, ¿cree usted que pudo haberlo visto en el hogar de ayuda a los soldados?

– Seguro, seguro. Bigote en forma de manillar, color de heno. Siempre de uniforme. Blight… Ése es su nombre. Estoy seguro de ello, aunque no absolutamente. Capitán Dexter Blight. Agudo, siempre leyendo. Buen oficial, aunque me parece que no asistía a los cultos religiosos.

– Dígame, por favor, ¿estaba muy interesado en los sermones del señor Greene?

– ¡Oh, ya lo creo que le gustaban al viejo pendenciero! Y no crea, esos sermones eran como aire fresco. Eran de lo más osado que he oído. ¡Sí, al capitán le gustaban más que a nadie, o así me lo parece! "

Rey apenas podía contenerse.

– ¿Sabe usted dónde puedo encontrar al capitán Blight?

El militar se golpeó con el muñón la palma de su única mano y guardó silencio. Luego rodeó con el brazo sano a su esposa.

– ¿Sabe usted, señor agente? Aquí, mi chica, tan guapa, debe haberle traído suerte.

– Por favor, teniente…

– Creo que sé dónde puede verlo. Ahí enfrente.

El capitán Dexter Blight, del regimiento 19 de Massachusetts, llevaba un bigote en forma de «U» invertida, de color de heno, tal como le había descrito Greene.

La mirada de Rey, que no duró más de tres segundos, fue discreta pero vigilante. Le sorprendió a él mismo la extrema curiosidad que sintió por cada detalle del aspecto del hombre.

– Patrullero Nicholas Rey, ¿verdad? -El gobernador Andrew miró el atento rostro de Rey y le extendió ceremoniosamente la mano-. ¡No me dijeron que se le esperaba a usted!

– No había pensado venir, gobernador. Espero que me perdone.

Dicho esto, Rey retrocedió hacia un corro de soldados, y el gobernador que lo había admitido en la policía de Boston se quedó allí, de pie, con gesto de incredulidad.

Su súbita presencia, que al parecer pasó inadvertida a los demás asistentes a la recepción, eclipsó los demás pensamientos de los miembros del club Dante, en cuanto fueron informados, uno tras otro. Fijaron en él una mirada colectiva. Aquel hombre, al parecer mortal y corriente, ¿pudo haber sorprendido a Phineas Jennison y despedazarlo? Sus facciones eran acusadas y le conferían una expresión triste, pero por lo demás no tenían nada de notable, bajo su sombrero de fieltro negro y su guerrera con una sola hilera de botones. ¿Podía ser él? ¿El traductor savant que había convertido las palabras de Dante en acción, el que se les había anticipado una y otra vez?

Holmes se excusó ante algunos admiradores y corrió a reunirse con Lowell.

– Ese hombre… -susurró Holmes, presa de la sensación de temor de que algo había ido mal.

– Ya lo sé -susurró a su vez Lowell-. Rey también lo ha visto.

– ¿Deberíamos hacer que Greene se le acercara? -dijo Holmes-. Hay algo en ese hombre. No parece…

– ¡Mire! -urgió Lowell.

En aquel momento, el capitán Blight descubrió a George Washington Greene vagando solo. Las prominentes ventanas de la nariz del soldado se dilataron con interés. Greene, olvidado de sí mismo en medio de las pinturas y las esculturas, continuaba su deambular como si estuviera en una exposición de fin de semana. Blight contempló a Greene por un momento y luego dio unos pasos lentos y desiguales hacia él.

Rey avanzó para situarse cerca pero, cuando se volvió con objeto de vigilar a Blight, se encontró con que Greene estaba conversando con un bibliófilo. Blight había cruzado la puerta.

– ¡Maldita sea! -exclamó Lowell-. ¡Se larga!

El aire estaba demasiado en calma para que hubiera nubes o cayera la nieve. El cielo abierto mostraba una media luna tan exacta que parecía haber sido partida con una hoja recién afilada.

Rey distinguió a un uniformado en el Common. Cojeaba y se apoyaba en un bastón de marfil.

– ¡Capitán! -lo llamó Rey.

Dexter Blight se volvió y miró con dureza al que lo llamaba, bizqueándole los ojos.

– Capitán Blight.

– ¿Quién es usted?

Su voz sonó profunda y resuelta.

– Nicholas Rey. Necesito hablar con usted -dijo, mostrando su placa policial-. Sólo un momento.

Blight clavó su bastón en el hielo, impulsándose con más rapidez de la que Rey hubiera creído posible.

– ¡No tengo nada que decir!

Rey agarró a Blight por el brazo.

– ¡Si trata de detenerme, le arrancaré sus malditas tripas y las arrojaré al Estanque de las Ranas! -gritó Blight.

Rey temió haber cometido una terrible equivocación. Aquel incontrolado estallido de ira, la emoción no contenida, eran propios de alguien que tiene miedo, no de un hombre intrépido… No del que buscaban. Mirando atrás, hacia la cámara legislativa, donde los miembros del club Dante se apresuraban escaleras abajo, con la esperanza reflejada en sus rostros, Rey vio también las caras de las personas de todo Boston que lo habían llevado a aquella búsqueda. El jefe Kurtz, que con cada muerte disponía de menos tiempo como guardián de una ciudad que se estaba expandiendo con demasiada voracidad para adaptarla a lo que a uno le gustaría llamar hogar. Ednah Healey, con su expresión desvaneciéndose en la luz mortecina de su dormitorio, arrancándose a puñados su propia carne, esperando volver a ser ella misma entera. Sexton Gregg y Grifone Lonza, dos víctimas más, no del asesino exactamente, pero sí del miedo insoportable que crearon las muertes.

Rey intensificó la presa sobre Blight, que se debatía, y se encontró con la amplia y cautelosa mirada del doctor Holmes, que, al parecer, compartía todas sus dudas. Rey pidió a Dios que aún quedara tiempo.

Por fin, rezongó Augustus Manning mientras acudía a la llamada de la campanilla y hacía entrar a su huésped.

– ¿Vamos a la biblioteca?

El relamido Pliny Mead escogió el lugar más cómodo para sentarse, en el centro del canapé de piel de topo.

– Le agradezco que acceda a venir a esta hora de la noche, señor Mead, y fuera de la universidad -dijo Manning.

– Siento haberme retrasado. El mensaje de su secretario hacía referencia al profesor Lowell. ¿Se trata de nuestro curso sobre Dante?

Manning se pasó la mano por el cauce desnudo que había entre sus dos mechones de cabello blanco, cual dos penachos.

– En efecto, señor Mead. Dígame, ¿habló usted con el señor Camp sobre el curso?

– Así es. Durante unas horas. Quería saber todo cuanto yo le pudiera contar sobre Dante. Dijo que actuaba por encargo de usted.

– Era cierto. Pero desde entonces no parece querer hablar conmigo. Me pregunto por qué.

Mead arrugó la nariz.

– Y ahora, ¿podría saber qué asunto se trae entre manos?

– Desde luego que no debe saberlo, hijo. Pero he pensado que aun así quizá podría ayudarme. He creído que podríamos reunir nuestra información a fin de entender qué puede haber sucedido para que de pronto se haya producido ese cambio en la conducta del profesor Lowell.

Mead le dirigió una mirada obsequiosa, pero estaba decepcionado porque la reunión le deparaba escaso beneficio y diversión. Sobre la repisa había una caja de pipas. Acarició la idea de fumar junto a la chimenea de un miembro de la corporación de Harvard.

– Ésas parecen A 1, doctor Manning.

Manning asintió complaciente y cargó una pipa para su huésped.

– Aquí, a diferencia de lo que ocurre en nuestro campus, podemos fumar abiertamente. También podemos hablar abiertamente, con palabras que broten de nosotros con tanta libertad como el humo. Hay otros extraños sucesos relacionados con lo anterior, señor Mead, que me gustaría sacar a la luz. Un policía vino a verme y empezó a hacerme preguntas sobre su curso de Dante, pero luego se detuvo, como si hubiera querido decirme algo importante y hubiera cambiado de idea.