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Mead cerró los ojos y exhaló humo voluptuosamente. Augustus Manning había mostrado bastante paciencia.

– Me pregunto, señor Mead, si es usted consciente de que su puesto en la clase no hace más que descender.

Mead envaró el cuerpo, como un niño de primaria dispuesto a recibir unos azotes.

– Señor…, doctor Manning, créame que no es por otra razón más que…

– Lo sé, mi querido muchacho -lo interrumpió-, sé lo que sucede. La clase del profesor Lowell en el último período escolar… ¡es para abominar de ella! Sus hermanos de usted siempre han ocupado primeros puestos en sus clases, ¿no es así?

Encrespado a causa de la humillación y la ira, el estudiante apartó la mirada.

– Quizá podamos tratar de hacer algunos ajustes en su número de clase, a fin de situarlo más en-la línea del honor de su familia. Los ojos verde esmeralda de Mead revivieron. -¿De veras, señor?

– Tal vez ahora fume yo también -murmuró Manning, levantándose de su butaca y examinando sus hermosas pipas.

La mente de Pliny Mead se esforzaba en deducir qué podía haber tras aquella proposición de Manning. Evocó su encuentro con Simon Camp momento a momento. El detective de Pinkerton había tratado de reunir datos negativos acerca de Dante para informar al doctor Manning y a la corporación, con objeto de reforzar su postura contra la reforma y apertura del plan de estudios. En el segundo encuentro, Camp pareció excesivamente interesado, según pensaba ahora Mead. Pero ignoraba qué podía haber pensado el detective privado. Tampoco entendía la razón de que policías de Boston hicieran preguntas sobre Dante. Mead pensó en los recientes acontecimientos, la insania de la violencia y el miedo que envolvían la ciudad. Camp pareció particularmente interesado en el castigo de los simoníacos cuando Mead lo mencionó como parte de una larga lista de ejemplos. Mead pensó en los muchos rumores que le habían llegado sobre la muerte de Elisha Talbot; varios de ellos, aunque los detalles diferían, aludían a los pies carbonizados del ministro. Los pies del ministro. Y luego estaba el pobre juez Healey, encontrado desnudo y cubierto de…

¡Malditos todos, y Jennison también! ¿Podría ser? Y si Lowell lo sabía, ¿explicaba eso su súbita cancelación del curso sobre Dante sin ninguna explicación convincente? ¿Pudo Mead, sin proponérselo, empujar a Camp a entenderlo todo? ¿Había ocultado Lowell lo que sabía a la universidad, a la ciudad? ¡Podía arrastrársele a la ruina por eso! ¡Malditos!

Mead se puso en pie de un salto.

– ¡Doctor Manning, doctor Manning!

Manning consiguió encender un fósforo, pero luego lo apagó y bajó de pronto su voz hasta convertirla en un susurro.

– ¿Ha oído usted algo en la entrada?

Mead prestó atención y negó con la cabeza.

– ¿La señora Manning, señor?

Manning se llevó a la boca un dedo largo y torcido y se deslizó del salón al vestíbulo.

Al cabo de un momento, regresó junto a su huésped.

– Imaginaciones mías -comentó, fijando la mirada en Mead con firmeza-. Sólo quiero que esté usted seguro de que nadie en absoluto nos escucha. Presiento que tiene algo importante que compartir esta noche, señor Mead.

– Podría ser, doctor Manning -replicó Mead con sorna, pues había organizado su estrategia durante el tiempo que se había tomado Manning para asegurar la privacidad. Dante es un maldito asesino, doctor Manning. Oh, sí, algo podría compartir-. Hablemos primero de mi lugar en la clase. Luego podemos tratar de Dante. Oh, creo que lo que tengo que decirle le interesará grandemente, doctor Manning.

Manning rebosaba de alegría.

– ¿Y si sirviese alguna bebida para acompañar nuestras pipas?

– Para mí jerez, por favor.

Manning sirvió el estimulante solicitado, que Mead se bebió de un trago.

– ¿Y por qué no otro, querido Auggie? Remojaremos la noche.

Augustus Manning se inclinó sobre su aparador, dispuesto a servir otra bebida. Esperaba, por el bien del estudiante, que lo que tuviera que decir fuese importante. Oyó un fuerte golpe, significativo: supo, sin mirar, que el muchacho había roto un objeto precioso. Manning miró atrás de soslayo, con irritación. Pliny Mead estaba tendido inconsciente en el canapé, con los brazos colgando flojamente a ambos lados.

Manning giró en redondo, y el decantador le resbaló de la mano. El administrador se quedó mirando fijamente a un soldado uniformado, un hombre que había visto casi a diario en los pasillos del edificio principal de la universidad. El soldado también mantenía la mirada fija y mascaba algo esporádicamente. Cuando separó los labios, unos puntos blandos y blancos flotaban sobre su lengua. Escupió, y uno de los puntos blancos aterrizó en la alfombra. Manning no pudo evitar mirar: parecía haber dos letras impresas en el húmedo fragmento de papeclass="underline" «L» e «l».

Manning corrió al rincón de la estancia, donde un fusil de caza decoraba la pared. Se subió a una butaca para alcanzarlo y tartamudeó:

– No, no.

Dan Teal tomó el arma de las temblorosas manos de Manning y golpeó su rostro con la culata, en un movimiento desprovisto de esfuerzo. Luego permaneció allí, de pie, observando cómo el traidor, frío hasta el centro de su corazón, se agitaba y se desplomaba al suelo.

XVII

El doctor Holmes subió la larga escalera que conducía a la Sala de Autores.

– ¿No ha regresado el agente Rey? -preguntó jadeando.

El ceño fruncido de Lowell expresaba su contrariedad.

– Bien, quizá Blight… -empezó Holmes-. Quizá sepa algo, y Rey venga con buenas noticias. ¿Qué hay de su nueva visita al archivo de la universidad?

– Lo siento, pero no ha habido tal -dijo Fields mirándose la barba.

– ¿Por qué?

Fields guardó silencio.

– El señor Teal no ha comparecido esta noche -explicó Longfellow-. Tal vez esté enfermo -añadió rápidamente.

– No es probable -dijo Fields cabizbajo-. Los registros demuestran que el joven Teal no ha faltado a un turno en cuatro meses. Le he organizado un lío en la cabeza al pobre chico, Holmes. Y después de que demostrara su lealtad una y otra vez…

– Qué tontería… -empezó a decir Holmes.

– ¿Usted cree? ¡No debí haberlo mezclado en esto! Manning ha podido enterarse de que Teal nos ayudó a entrar y lo ha hecho detener. O ese indeseable de Samuel Ticknor puede haber tomado venganza por atajar sus vergonzosos juegos con la señorita Emory. Mientras tanto, he estado hablando con todos mis empleados que participaron en la guerra. Ninguno admite haber recurrido a los hogares de ayuda a los soldados, y ninguno ha revelado algo que remotamente merezca conocerse.

Lowell paseaba arriba y abajo arrastrando los pies exageradamente, inclinando la cabeza hacia la helada ventana y mirando el opaco paisaje de bancos de nieve.

– Rey cree que el capitán Blight era uno más de los soldados que disfrutaban con los sermones de Greene. Es probable que Blight no le diga a Rey nada sobre otros, aun después de haberse calmado. ¡Puede que no sepa nada de los demás militares del hogar! Y sin Teal no tenemos la menor esperanza de entrar en las dependencias de la corporación. ¡Cuándo acabaremos de intentar sacar agua de pozos secos!

Llamaron a la puerta y entró Osgood, quien informó de que dos empleados, veteranos de guerra, aguardaban a Fields en el café. El jefe administrativo le había dado los nombres de doce hombres: Heath, Miller, Wilson, Collins, Holden, Sylvester, Rapp, Van Doren, Drayton, Flagg, King y Kellar. Un ex empleado, Samuel Ticknor, fue movilizado pero, al cabo de dos semanas de vestir el uniforme, pagó los tres mil dólares de cuota para enviar en su lugar a un sustituto.

Predecible, pensó Lowell, quien dijo:

– Fields, déme la dirección de Teal y lo buscaré por mi cuenta. En cualquier caso no podemos hacer nada hasta que vuelva Rey. Holmes, ¿viene usted conmigo?