Fields dio instrucciones a J. R. Osgood para que permaneciera en las dependencias de personal por si se le necesitaba. Osgood se acomodó en un sillón. Su mirada revelaba cansancio. Para ocupar su tiempo, tomó un libro de Harriet Beecher Stowe de la estantería más cercana y, cuando lo abrió, encontró aquellos fragmentos de papel, más o menos del tamaño de copos de nieve, que habían sido arrancados de la portada, donde figuraba una dedicatoria de Stowe a Fields. Osgood hojeó el libro y observó que se había cometido el mismo sacrilegio en otras varias páginas.
– ¡Qué extraño!
Abajo, en la cuadra, Lowell y Holmes descubrieron horrorizados que la yegua de Fields estaba retorciéndose en el suelo, incapaz de andar. Su compañera la miraba tristemente y coceaba a cualquiera que osara aproximarse. La epidemia que afectaba a las caballerías había desorganizado por completo los medios de transporte en toda la ciudad, de modo que los dos poetas se vieron forzados a caminar.
El número, meticulosamente escrito en el impreso de solicitud de empleo de Dan Teal, encajaba bien con la modesta casa en el barrio sur de la ciudad.
– ¿Señora Teal? -saludó Lowell, apretando el sombrero ante la consternada mujer que acudió a la puerta-. Me llamo Lowell y éste es el doctor Holmes.
– Mi nombre es Galvin -corrigió ella, colocándose una mano en el pecho.
Lowell comprobó el número de la casa consultando el papel que llevaba.
– ¿Tiene usted algún huésped llamado Teal?
Se los quedó mirando con ojos tristes.
– Yo soy Harriet Galvin. -Repitió su apellido lentamente, como si sus visitantes fueran niños o cortos de entendederas-. Vivo aquí con mi marido y no tenemos huéspedes. Nunca he oído hablar de ese señor Teal.
– ¿Se han mudado recientemente? -preguntó el doctor Holmes. -Llevamos aquí cinco años.
– Más pozos secos -murmuró Lowell.
– Señora -dijo Holmes-, ¿sería tan amable de dejarnos pasar un momento para aclarar la situación?
Les franqueó la entrada y de inmediato atrajo la atención de Lowell un retrato al ferrotipo, colgado de la pared.
– ¿Le importaría traernos un vaso de agua, querida señora? -preguntó Lowell.
Cuando ella hubo salido, salió disparado hacia el retrato enmarcado de un militar, con uniforme nuevo de una talla superior a la suya. -¡Santo Dios! ¡Es él, Wendell! ¡Con toda seguridad es Dan Teal! Lo era.
– ¿Estuvo en el ejército? -preguntó Holmes.
– ¡No figuraba en ninguna de las listas de soldados confeccionadas por Osgood, y a los que Fields ha estado entrevistando!
– Y aquí está la explicación: «Alférez Benjamin Galvin» -leyó
Holmes en el nombre grabado bajo el retrato-. Teal es un nombre falso. Rápido, mientras ella está ocupada.
Holmes se coló en la habitación contigua, angosta, llena de efectos militares del tiempo de la guerra, cuidadosamente dispuestos, pero un objeto atrajo su atención de inmediato: un sable colgado de la pared. Holmes sintió que una sensación de frío le recorría los huesos y llamó a Lowell. El poeta apareció y todo su cuerpo tembló ante aquella visión.
Holmes espantó un mosquito que volaba en círculo, y que volvió hacia él directamente.
– ¡Olvídese del bicho! -dijo Lowell, y lo aplastó.
Holmes retiró delicadamente el arma de la pared.
– Es precisamente la clase de hoja… Éstas eran las galas de nuestros oficiales, recuerdos de las formas de combate más civilizadas del mundo. Wendell Junior tiene un sable y lo acariciaba como a un bebé en aquel banquete… Esta hoja pudo haber mutilado a Phineas Jennison.
– No. Está inmaculada -dijo Lowell aproximándose cautelosamente al reluciente instrumento.
Holmes pasó un dedo por el acero.
– A simple vista no podemos saberlo. Semejante carnicería no se limpia fácilmente al cabo de unos pocos días, ni con todas las aguas de Neptuno.
Entonces sus ojos se posaron en la mancha de sangre de la pared, todo lo que quedaba del mosquito.
Cuando la señora Galvin regresó con dos vasos de agua, vio al doctor Holmes sosteniendo el sable y le pidió que lo dejara. Holmes, ignorándola, atravesó la entrada y 'salió al exterior. Ella se sintió ofendida y lo conminó a que regresara a la casa y restituyera aquel objeto de su propiedad, amenazándolo con llamar a la policía.
Lowell se interpuso entre ambos. Holmes, oyendo las protestas de la mujer en los recovecos de su mente, permanecía en la acera y levantó el pesado sable frente a él. Un pequeño mosquito voló hasta la hoja, como una limadura de hierro atraída por un imán. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, apareció otro, y dos más, y tres juntos formando un desordenado grupo. Transcurridos unos pocos segundos, todo un enjambre estaba barrenando y zumbando sobre la hoja, en la que la sangre había penetrado profundamente.
Lowell se interrumpió a media frase ante aquella visión.
– ¡Mande a buscar a los demás en seguida! -gritó Holmes.
Las frenéticas demandas de aquellos hombres de ver a su marido alarmaron a Harriet Galvin. Se quedó anonadada y silenciosa, observando la alternancia de gesticulaciones y explicaciones de Holmes y Lowell, hasta que una llamada en la puerta los dejó en suspenso. J. T. Fields se presentó, pero Harriet fijó su mirada en la delgada y leonina figura detrás de aquella otra, metida en carnes y solícita. Enmarcado en la blancura plateada del cielo, nada era más puro que su mirada perfectamente en calma. Levantó una mano temblorosa, como si fuera a tocar su barba, y, una vez el poeta siguió a Fields al interior, los dedos de la mujer tocaron los bucles de su cabello. Él retrocedió un paso. Ella le rogó que entrara.
Lowell y Holmes se miraron el uno al otro.
– Tal vez aún no nos ha reconocido -susurró Holmes.
Lowell asintió. Ella trató de explicar lo mejor que pudo lo maravillada que estaba: cómo leía la poesía de Longfellow todas las noches, antes de dormirse; cómo, cuando su marido estaba postrado en cama después de la guerra, le recitaba Evangelina; y cómo aquellos ritmos suavemente palpitantes, la leyenda del amor fiel pero incompleto, lo calmaban incluso en su sueño… Todavía ahora, a veces, dijo tristemente. Se sabía palabra por palabra «Un salmo de vida», y le había enseñado a su marido a leerlo. Siempre que él se iba de casa, esos versos eran para ella su única liberación del miedo. Pero su explicación se convirtió, sobre todo, en una repetición de la pregunta: «Por qué, señor Longfellow…» Se lo rogaba una y otra vez, antes de prorrumpir en sollozos.
Longfellow dijo con suavidad:
– Señora Galvin, necesitamos absolutamente una ayuda que sólo usted puede prestarnos. Debemos encontrar a su marido.
– Esos hombres parecen buscarlo para hacerle daño -dijo, refiriéndose a Lowell y Holmes-. No lo entiendo. Por qué usted… ¿Por qué, señor Longfellow, querría conocer a Benjamin?
– Me temo que no tenemos tiempo de explicárselo satisfactoriamente -replicó Longfellow.
Por vez primera apartó la mirada del poeta.
– Bien, no sé dónde está, y eso me avergüenza. Viene poco por casa, y cuando viene apenas habla. Está fuera días enteros.
– ¿Cuándo lo vio por última vez? -preguntó Fields.
– Hoy ha venido un momento, unas pocas horas antes que ustedes.
Fields sacó su reloj.
– Y de aquí ¿adónde ha ido?
– Solía cuidar de mí. Pero ahora soy para él como un fantasma. -Señora Galvin, es cuestión de… -empezó a decir Fields. Otra llamada. La mujer se secó los ojos con el pañuelo y se alisó el vestido.
– Seguro que es otro acreedor que viene a humillarme. Mientras ella pasaba al vestíbulo, el grupo se concentró e intercambió nerviosos susurros.
– Se ha ido hace unas pocas horas -dijo Lowell-, ¡ustedes lo han oído! Y nos consta que no está en el Corner… ¡Sin duda lo hará si no lo encontramos!
– ¡Pero podría estar en cualquier lugar de la ciudad, Jamey! -replicó Holmes-. Y aún podemos regresar al Corner para esperar a Rey. ¿Qué podemos hacer por nosotros mismos?