– ¡Algo! ¿Longfellow? -dijo Lowell.
– Ahora ni siquiera tenemos un caballo para desplazarnos… -se lamentó Fields.
La atención de Lowell se desvió hacia el vestíbulo, donde oyó algo. Longfellow se lo quedó mirando.
– ¿Lowell?
– Lowell, ¿está usted escuchando? -preguntó Fields.
De la puerta principal escapó un torrente de palabras.
– Esa voz -dijo Lowell, asombrado-. ¡Esa voz! ¡Escuchen!
– ¿Teal? -preguntó Fields-. ¡Quizá ella lo esté previniendo para que escape, Lowell! ¡Nunca lo encontraremos!
Lowell se puso en movimiento. Atravesó el vestíbulo hacia la puerta de la calle, donde aguardaba un hombre de ojos fatigados e inyectados en sangre. El poeta arremetió contra él con un grito, dispuesto a capturarlo.
XVIII
Lowell envolvió al hombre con sus brazos y lo arrastró al interior de la casa.
– ¡Lo tengo! -gritó Lowell-. ¡Lo tengo! -¿Qué está haciendo? -chilló Pietro Bachi.
– ¡Bachi! ¿Usted aquí? -preguntó Longfellow.
– ¿Cómo me han encontrado? ¡Dígale a su perro que me quite las manos de encima, signor Longfellow, o se las verá conmigo! -gruñó Bachi, dando inútiles codazos a su fornido captor.
– Lowell -le dijo Longfellow-. Hablemos en privado con el signor Bachi.
Le franquearon el paso a otra habitación, y allí Lowell pidió a Bachi que les explicara qué se traía entre manos.
– No tiene nada que ver con ustedes -dijo Bachi-.Voy a hablar con la mujer.
– Por favor, signor Bachi -le rogó Longfellow, moviendo la cabeza-. El doctor Holmes y el señor Fields quieren hacerle algunas preguntas.
Intervino Lowelclass="underline"
– ¿Qué clase de plan ha urdido usted con Teal? ¿Dónde está él?
No juegue conmigo. Usted reaparece como una moneda falsa siempre que hay problemas.
Bachi compuso una expresión agria.
– ¿Quién es Teal? ¡Yo soy el único al que se le deben respuestas por esta especie de rapto!
– ¡Si no me contesta ahora mismo, lo llevaré derecho a la policía y allí ya lo confesará todo! -dijo Lowell-. ¿No se da cuenta, Longfellow? Nos ha estado engañando todo el tiempo.
– ¡Ja! ¡Traiga a la policía, venga! ¡Ella me ayudará a recuperar lo que me pertenece! ¿Quieren ustedes saber qué me trae aquí? Vengo a ver si me paga ese mendigo gorrón que vive aquí. -La vergüenza que le causaba el asunto que lo había llevado allí, le hacía subir y bajar su prominente nuez-. Como pueden ustedes ver, sigo incansable con mis clases particulares.
– Clases particulares. ¿Le daba lecciones a ella? -preguntó Lowell.
– Al marido -respondió Bachi-. Sólo tres lecciones, hace algunas semanas… Al parecer creía que serían gratis.
– Pero ¡usted regresó a Italia! -dijo Lowell.
– ¡Ojalá, signore! Lo más cerca que he estado ha sido para ir a ver, frente a la costa, a mi hermano Giuseppe. Me temo que hay, podríamos decir, facciones adversas que hacen mi regreso imposible, al menos por muchas lunas.
– ¡O sea, que vio usted a su hermano frente a la costa! ¡Vaya frescura! -exclamó Lowell-. ¡Usted se lanzó a una loca carrera para tomar una embarcación que lo condujera a un vapor! E iba usted cargado con una bolsa llena de dinero falso. ¡Nosotros lo vimos!
– Pero ¿qué dice? -replicó Bachi, indignado-. ¿Cómo podrían ustedes saber dónde estaba yo aquel día?
– ¡Responda!
Bachi señaló acusadoramente a Lowell, pero luego se dio cuenta, por la imprecisión de su dedo extendido, de que estaba débil y bastante bebido.
Sintió que una oleada de náuseas le ascendía por la garganta. Reprimió el vómito, se cubrió la boca y eructó. Cuando fue capaz de volver a hablar, su respiración era ansiosa, pero estaba más calmado,
– Llegué hasta el vapor, sí, pero sin ningún dinero, ni falso ni de ninguna otra manera. Ojalá tuviese una bolsa llena de oro caído sobre mi cabeza, professore. Estaba allí ese día para entregar mi manuscrito a mi hermano, Giuseppe Bachi, que había aceptado llevarlo a Italia
– ¿Su manuscrito? -preguntó Longfellow.
– Una traducción al inglés del Inferno de Dante, por si quiere saberlo. Supe de su trabajo, signor Longfellow, y de su precioso club Dante, ¡y eso me hace reír! En esta Atenas yanqui, ustedes hablan de crear una voz nacional para ustedes. Ustedes animaron a sus compatriotas para que se levantaran contra la hegemonía británica en las bibliotecas. Pero ¿creyeron por un momento que yo, Pietro Bachi, hubiera podido contribuir en algo a su tarea? ¿Que como hijo de Italia, como alguien que ha nacido de su historia, de sus disensiones, de sus luchas contra el pesado dedo pulgar de la Iglesia, pudiera haber algo inimitable en mi amor por la libertad que buscara Dante? -Bachi hizo una pausa-. No, no. Ustedes nunca me llamaron a la casa Craigie. ¿Por el rumor malicioso de que soy un borracho? ¿Por mi infortunio con la universidad? ¿Qué libertad hay aquí, en Norteamérica? Ustedes nos mandan muy felices a sus fábricas, a sus guerras, para esfumarnos en el olvido. Ustedes observan nuestra cultura pisoteada, nuestras lenguas aplastadas y nosotros adoptamos su forma de vestir. Luego, con caras sonrientes, nos roban nuestra literatura de nuestros propios anaqueles. Piratas. Malditos piratas literarios todos ustedes.
– Hemos penetrado más en el corazón de Dante de lo que usted puede imaginar -replicó Lowell-. Es su gente, su país, los que lo han dejado huérfano, ¡permítame que se lo recuerde!
Longfellow hizo un movimiento para contener a Lowell y luego habló:
– Signor Bachi, lo observamos en el muelle. Por favor, explíquese. ¿Por qué enviaba usted su traducción a Italia?
– Supe que en Florencia estaba previsto honrar su versión del Inferno en el último año de la conmemoración de Dante, pero que usted no había terminado su trabajo, y corría peligro de llegar una vez cerrado el plazo de admisión. Yo había dedicado muchos años a traducir Dante en mi estudio, en ocasiones con la ayuda de viejos amigos como el signor Lonza, cuando aún estaba bien. Supongo que creíamos que, si lográbamos demostrar que Dante podía estar tan vivo en inglés como en italiano, también nosotros conseguiríamos prosperar en Norteamérica. Nunca pensé ver publicada la traducción. Pero cuando el pobre Lonza murió atendido por extraños, supe que sólo nuestro trabajo debería sobrevivir. Con la condición de que yo encontrara una manera de imprimirla por mi cuenta, mi hermano accedió a llevar mi traducción a un encuadernador al que conocía en Roma, y luego presentarla personalmente ante la comisión y abogar por nuestro caso. Bien, pues encontré a un impresor de papeletas de juego, y el único en Boston que me imprimía la traducción una semana o así antes de la partida de Giuseppe…, y barato. Pero el idiota del impresor no acabó hasta el último minuto, y probablemente no hubiera terminado de no haber necesitado mis míseras monedas. El muy bribón andaba metido en problemas por falsificar moneda para uso de jugadores locales, y por lo que sé tuvo que echar el cierre a toda prisa.
»Cuando llegué al muelle, tuve que suplicar a un oscuro Caronte en el embarcadero que remara en una barquichuela hasta el Anonimo. Una vez dejé el manuscrito a bordo del vapor, regresé directamente a tierra. Todo el asunto quedó en nada; se sentirán ustedes felices al saberlo. La comisión «no estaba interesada en la recepción de nuevos trabajos para nuestro festival».
Bachi hizo una serie de visajes al evocar su derrota.
– ¡Por eso la presidencia de la comisión le envió a usted las cenizas de Dante! -dijo Lowell volviéndose hacia Longfellow-. ¡Para dejar sentado que la admisión de su traducción estaba asegurada en los festejos, como la representante norteamericana!
Longfellow se quedó pensativo por un momento y dijo: