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¿Te das cuenta de cómo los Huang casi me inundaban con su manera de pensar? Llegué a considerar a Tyan-yu como un dios, alguien cuyas opiniones valían mucho más que mi propia vida, y Huang Taitai llegó a parecerme mi madre verdadera, alguien a quien quería complacer, alguien a quien debía seguir y obedecer sin rechistar.

Cuando llegó el año nuevo lunar y cumplí dieciséis años, Huang Taitai me dijo que ya estaba preparada para recibir un nieto la próxima primavera. Aun cuando yo no hubiera querido casarme, ¿dónde podría vivir si no accedía? Aunque fuese fuerte como un caballo, ¿cómo podría huir? Los japoneses estaban hasta en el último rincón de China.

***

Los japoneses se presentaron como unos huéspedes a los que nadie había invitado -dijo la abuela de Tyan-yu- y por eso no vino nadie más.

Huang Taitai había trazado unos planes minuciosos, pero la ceremonia de nuestra boda fue muy reducida.

Había invitado al pueblo entero, así como amigos y familiares de otras ciudades. En aquella época no se pedía respuesta a la invitación. No asistir se consideraba una descortesía, y Huang Taitai no creyó que la guerra pudiera cambiar los buenos modales de la gente. Así pues, la cocinera y sus ayudantes prepararon centenares de platos. Los viejos muebles de mi familia habían sido pulimentados y estaban en la sala, formando una dote impresionante. Huang Taitai se había encargado de eliminar todas las señales dejadas por el agua y el barro. Incluso había encargado a alguien que escribiera mensajes de felicitación en estandartes rojos, lo cual daba la sensación de que mis propios padres habían confeccionado aquellos motivos decorativos para felicitarme por mi buena suerte. También había alquilado un palanquín rojo para transportarme desde la casa de su vecino al lugar de la boda.

El día que nos casamos fue muy desafortunado, a pesar de que la casamentera había elegido un día de suerte, el decimoquinto de la octava luna, cuando ésta es perfectamente redonda y más grande que en cualquier otra época del año. Pero los japoneses llegaron una semana antes que la luna, e invadieron la provincia de Shansi, así como las provincias limítrofes con la nuestra. La gente estaba nerviosa, y la mañana del día quince, el de nuestra boda, empezó a llover, lo cual era un mal augurio. Al principio los truenos y relámpagos confundieron a la gente, temerosa de un bombardeo japonés, y no quisieron abandonar sus casas.

Más tarde supe que la pobre Huang Taitai esperó muchas horas a que llegaran más invitados y, finalmente, al ver que no acudiría nadie más, decidió dar comienzo a la ceremonia. ¿Qué otra cosa podía hacer? No estaba en sus manos cambiar el curso de la guerra.

Yo me encontraba en la casa vecina. Cuando me llamaron para que bajara y me acomodase en el palanquín rojo, estaba sentada ante un pequeño tocador, junto a una ventana abierta. Me eché a llorar y pensé amargamente en la promesa que les hice a mis padres. Me pregunté por qué habían decidido mi destino, por qué mi vida había de ser desdichada para que la de otra persona fuese feliz. Desde mi asiento junto a la ventana vi el río Fen con sus turbias aguas marrones. Pensé en arrojarme a aquel río que había destruido la felicidad de mi familia. A una se le ocurren pensamientos muy extraños cuando parece que su vida está a punto de terminar.

Empezó a llover de nuevo, apenas una llovizna. Desde abajo volvieron a gritarme que me diera prisa, y mis pensamientos se volvieron más imperiosos y extraños.

Me pregunté qué era lo verdadero en una persona. ¿Cambiaría de la misma manera que el río cambia de color pero seguiría siendo la misma persona? Entonces vi que las cortinas se agitaban con violencia y afuera llovía con más intensidad, por lo que todo el mundo se escabullía y gritaba. Sonreí, y me di cuenta por primera vez del poder que tiene el viento. No podía ver al viento, pero sí cómo acarreaba el agua que llenaba los ríos y moldeaba el campo, que hacía aullar y brincar a los hombres.

Me restregué los ojos y me miré en el espejo. Lo que vi reflejado en él me sorprendió. Llevaba un hermoso vestido rojo, pero lo que vi era incluso más valioso. Yo era fuerte y pura, albergaba unos pensamientos originales que nadie podía ver, que nadie podría arrebatarme jamás. Yo era como el viento.

Eché la cabeza atrás y sonreí orgullosa de mí misma. Entonces me tapé el rostro con el gran pañuelo rojo bordado y cubrí estos pensamientos, pero seguía sabiendo quién era bajo aquel pañuelo, y me hice una promesa: siempre recordaría los deseos de mis padres, pero jamás me olvidaría a mí misma.

Cuando llegué al lugar de la boda, tenía el pañuelo rojo sobre la cara y no veía nada delante de mí, pero inclinando la cabeza hacia delante pude ver lo que había a los lados. Muy pocas personas habían asistido. Vi a los Huang, los mismos parientes viejos y quejosos, ahora azorados por la escasa asistencia de invitados, y los músicos con sus violines y flautas. Algunos vecinos del pueblo habían tenido suficiente arrojo para salir y disfrutar de una comida gratuita. Incluso vi criados con sus hijos, a los que debieron añadir para que la concurrencia pareciera mayor.

Alguien me cogió de las manos y me guió a lo largo de un pasillo. Yo era como una ciega caminando hacia mi destino. Pero ya no estaba asustada. Podía ver lo que había dentro de mí.

Un alto funcionario presidió la ceremonia, y habló demasiado sobre filósofos y modelos de virtud. Luego la casamentera se refirió a nuestras fechas de nacimiento y habló de armonía y fertilidad. Incliné mi cabeza cubierta por el velo y noté que sus manos desdoblaban un pañuelo de seda rojo y levantaban una vela roja para que todos los presentes pudieran veda.

La vela tenía pabilo en ambos cabos. En un lado estaban tallados los ideogramas dorados del nombre de Tyan-yu, y en el otro los míos. La casamentera encendió los dos cabos y anunció:

– El matrimonio ha dado comienzo.

Tyan me quitó el pañuelo del rostro y sonrió a sus familiares y amigos, sin mirarme ni una sola vez. Me recordaba a un joven pavo real al que vi una vez actuar como si acabara de afirmar su posesión de todo el corral, desplegando en abanico su cola todavía corta.

La casamentera colocó la vela roja encendida en una palmatoria de oro y la tendió a una criada que parecía nerviosa. Esta criada tenía que vigilar la vela durante el banquete y a lo largo de la noche, para asegurarse de que no se apagaba ningún extremo. Por la mañana la casamentera mostraría el resultado, un poco de ceniza negra, y declararía: «Esta vela ha ardido continuamente por ambos cabos sin apagarse. Este matrimonio no podrá romperse jamás».

Todavía lo recuerdo. Aquella vela era un vínculo matrimonial más valioso que la promesa de no divorciarse efectuada por un católico. Significaba que no podría divorciarme ni volver a casarme jamás, aunque Tyan-yu muriese. Aquella vela roja sellaba mi pertenencia inviolable a mi marido y su familia, sin que a partir de entonces valiera ninguna excusa para pedir la separación.

Por supuesto, a la mañana siguiente la casamentera efectuó su declaración y mostró que había hecho su tarea. Pero yo sabía lo que había ocurrido realmente, porque permanecí despierta toda la noche, llorando por mi matrimonio.

***

Después del banquete, los pocos invitados reunidos nos llevaron casi en volandas al segundo piso, donde estaba nuestro pequeño dormitorio. La gente bromeaba a gritos y sacaba a los niños de debajo de la cama. La casamentera ayudó a los pequeños a recoger los huevos rojos que habían ocultado entre las mantas. Los chicos que tenían aproximadamente la edad de Tyan-yu nos hicieron sentar en la cama, uno al lado del otro, y nos azuzaron para que nos besáramos y nuestros rostros enrojecieran de pasión. En la pasarela, al otro lado de la ventana abierta, estallaron petardos, y alguien dijo que ésta era una buena excusa para que me arrojara en brazos de mi marido.