– ¡Ai! ¿Pero cómo puedo frotar un pie inflamado? -se lamentó una anciana-. Tengo un dolor intenso tanto dentro como fuera. ¡Es tan sensible que ni siquiera puedo tocarlo!
– Es el calor -se quejó otra vieja tía-, el calor que te cuece la carne y la debilita.
– ¡Y que te quema los ojos! -exclamó mi tía abuela. Yo suspiraba cada vez que iniciaban un nuevo tema. Finalmente el ama reparó en mí y me dio un pastelillo lunar en forma de conejo, diciéndome que podía sentarme en el patio y comerlo con mis dos pequeñas medio hermanas, Número Dos y Número Tres.
Es fácil olvidarse de un barco cuando una tiene un pastelillo en forma de conejo en la mano. Las tres salimos enseguida de la habitación y, en cuanto cruzamos la puerta en forma de luna que conducía al patio interior, brincamos y gritamos, corriendo para ver quién llegaba primero al banco de piedra. Yo era la más corpulenta, por lo que tomé asiento en la parte umbría, donde la losa de piedra estaba fresca, y mis medio hermanas se sentaron al sol. Repartí entre las dos las orejas del conejo, que eran sólo de pasta, sin relleno de dulce ni yema de huevo en su interior, pero mis medio hermanas eran demasiado pequeñas para protestar.
– Yo le gusto más a la hermana -le dijo Número Dos a Número Tres.
– No, yo le gusto más -replicó Número Tres.
– No arméis jaleo -ordené a las dos, y me comí el cuerpo del conejo, deslizando la lengua por los labios para lamer la pegajosa pasta de judías.
Nos quitamos mutuamente las migas de la ropa, y al terminar nuestro festín se hizo el silencio y volví a sentirme inquieta. De repente vi una libélula de cuerpo carmesí muy grande y alas transparentes. Me levanté de un salto y corrí tras ella, seguida por mis medio hermanas, que saltaban y alzaban las manos hacia el insecto.
– ¡Ying-ying! -oí que me llamaba el ama, y Número Dos y Número Tres se escabulleron. El ama estaba en el patio y mi madre y las otras señoras cruzaban ahora la puerta lunar. La mujer se me acercó a paso vivo y se agachó para alisar mi chaqueta amarilla-. Syin yifu! Yidafadwo! (¡Tu ropa nueva! ¡Todo esparcido por ahí!) -gritó con ostentosa congoja.
Mi madre sonrió y vino hacia mí, volvió a colocarme en su sitio unas hebras de cabello rebelde y las fijó en la trenza arrollada.
– Un chico puede correr y perseguir libélulas, porque así es su naturaleza -me dijo-, pero una muchacha debe estarse quieta. Si permaneces inmóvil largo rato, la libélula ya no te verá. Entonces se acercará a ti y se ocultará en tu cómoda sombra.
Las ancianas mostraron con risas su acuerdo, y entonces todas me dejaron en medio del patio caluroso.
Me quedé perfectamente inmóvil, como me había dicho mi madre, y descubrí mi sombra. Al principio era sólo una mancha oscura sobre las esterillas de bambú que cubrían los ladrillos del patio, con las piernas cortas, los brazos largos y una trenza oscura y enrollada como la mía. Cuando movía la cabeza, ella también lo hacía. Ambas agitamos los brazos y levantamos una pierna. Me volví para marcharme y ella me siguió. Me volví rápidamente y la vi ante mí. Alcé la estera de bambú para ver si podía arrancar mi sombra, pero estaba debajo de la estera, sobre los ladrillos. Grité de placer por la astucia de mi propia sombra. Corrí hacia el círculo umbrío bajo el árbol, viendo cómo mi sombra me perseguía.
Entonces desapareció. Quería a mi sombra, ese lado oscuro mío que poseía la misma naturaleza inquieta que yo.
Entonces oí que el ama me llamaba de nuevo.
– ¡Ying-ying! Es la hora. ¿Estás preparada para ir al lago? -Asentí, eché a correr hacia ella, y mi yo se me adelantó-. Despacio, despacio -me advirtió el ama.
Toda nuestra familia estaba ya sentada en el exterior, charlando animadamente, cada uno de sus miembros con un atavío que le daba aspecto de importancia. Baba llevaba un traje nuevo de color marrón, sencillo pero de una seda cuya textura y confección eran evidentemente de gran calidad. Mamá vestía chaqueta y falda de colores inversos a los míos: seda negra con franjas amarillas. Mis medio hermanas llevaban blusas de color rosa, así como sus madres, las concubinas de mi padre. Mi hermano mayor vestía chaqueta azul con unos bordados que parecían los cetros de Buda para una larga vida. Hasta las ancianas se habían puesto sus mejores galas para la celebración: la tía de mamá, la madre de Baba y su prima, y la gorda esposa del tío abuelo, la cual todavía se depilaba las cejas y siempre andaba como si cruzara un arroyo resbaladizo, con dos pasitos seguidos de una mirada temerosa.
Los criados ya habían cargado en un jinrikisha las provisiones básicas de la jornada: un capazo lleno de zong zi, el arroz pegajoso envuelto en hojas de loto, unas rellanas de jamón soasado y otras de semillas dulces de loto, un hornillo para hervir el agua del té, otro capazo con tazas, cuencos y palillos, un saco de manzanas, granadas y peras, húmedos tarros de barro con carnes y verduras en conserva, pilas de cajas rojas cada una de las cuales contenía cuatro pastelillos lunares y, por supuesto, esterillas para la siesta de la tarde.
Entonces todos subimos a los jinrikishas, los niños más pequeños sentados al lado de sus amas. En el último momento, antes de partir, me zafé del ama, que me tenía cogida, y salté del vehículo para subir al de mi madre, cosa que desagradó al ama, porque era una conducta presuntuosa por mi parte y también porque el ama me quería más que a su propio hijo, al cual abandonó siendo un bebé, cuando falleció su marido y vino a mi casa para ser mi ama de cría. Pero yo estaba muy mimada por su culpa. Nunca me había enseñado a tener en cuenta sus sentimientos y por ello el ama sólo era para mí alguien que me ofrecía comodidad, como un ventilador en verano o una estufa en invierno, una bendición que sólo aprecias y quieres cuando ya no está presente.
Al llegar al lago, me llevé una decepción porque no había ni un soplo de brisa refrescante. Los hombres que tiraban de nuestros jinrikishas estaban empapados en sudor, abrían la boca y resollaban como caballos. En el embarcadero contemplé a los ancianos que iban subiendo a una gran embarcación alquilada por nuestra familia. Tenía forma de casa de té, con un pabellón a cielo abierto mayor que el de nuestro patio, muchas columnas rojas y un tejado puntiagudo, y detrás una especie de cenador con ventanas redondas.
Cuando nos tocó el turno, el ama me cogió la mano con fuerza y cruzamos la pasarela, que se movía bajo nuestros pies, pero en cuanto estuve en cubierta me liberé del ama y, junto con Número Dos y Número Tres, me abrí paso entre las piernas de la gente, rodeadas de ondulantes sedas oscuras y brillantes, para ver quién sería la primera en recorrer toda la longitud del barco.
Me encantaba la sensación de inestabilidad, casi de caída, primero a un lado y luego al otro. Los farolillos rojos que colgaban del tejado y las barandillas se movían como impulsados por la brisa. Mis medio hermanas y yo deslizamos las manos por los bancos y mesitas del pabellón, seguí mas con los dedos los dibujos de las amadas barandillas de madera y nos asomamos a las aberturas para ver el agua allá abajo. ¡Y aún nos quedaban más cosas por descubrir!
Abrí una pesada puerta que daba al cenador y corrí a través de una pieza que parecía una gran sala de estar. Mis hermanas me seguían, riendo. Otra puerta abierta me reveló una cocina, en cuyo interior había gente. Un hombre que sostenía una voluminosa cuchilla se volvió, y al vemos nos llamó, pero sonreímos tímidamente mientras retrocedíamos.
En la popa del barco vimos gente de aspecto humilde: un hombre que metía leños en una chimenea alta, una mujer que cortaba verduras y dos muchachos de rudo semblante, acuclillado s cerca del borde de la embarcación sujetando un cordel atado a una jaula de tela metálica, que pendía justamente por debajo de la superficie del agua. Ni siquiera nos dirigieron una mirada.