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Regresamos a la proa del barco, a tiempo de ver que el muelle se alejaba de nosotras. Mamá y las demás señoras ya estaban sentadas en unos bancos alrededor del pabellón, abanicándose con brío y dándose mutuamente palmadas en los lados de la cabeza cuando se les posaban mosquitos. Baba y el tío estaban apoyados en una barandilla, hablando con voces profundas y serias. Mi hermano y unos primos habían encontrado una larga vara de bambú y la introducían en el agua como si así pudieran hacer que el barco avanzara con más rapidez. Los criados estaban sentados en el extremo delantero, dedicados a calentar agua para el té, pelar nueces de gingco tostadas y vaciar los capazos de alimentos para servir una comida fría.

Aunque el lago Tai es uno de los mayores de China, aquel día parecía estar repleto de embarcaciones: botes de remos, botes de pedales, veleros, pesqueros y pabellones flotantes como el nuestro, y así a menudo pasábamos por el lado de otros barcos y veíamos personas inclinadas y con las manos metidas en el agua fresca o que iban a la deriva, dormidas bajo un toldo de paño o una sombrilla lubricada con aceite.

De repente oí los gritos: «¡Aahh! ¡Aahh! ¡Aahh!» y pensé que por fin había empezado la fiesta. Corrí al pabellón y encontré a las tías y tíos riendo, mientras cogían con los palillos gambas bailarinas, que todavía coleaban y agitaban sus patitas. Así pues, eso era lo que había contenido la jaula de tela metálica bajo el agua, gambas de agua dulce, que ahora mi padre mojaba en una salsa picante de soja y engullía tras un par de mordiscos.

Pero la emoción no tardó en disiparse y la tarde pareció transcurrir como cualquier otra en casa: la misma apatía después de la comida, un poco de chismorreo soñoliento con el té caliente, el ama diciéndome que me acueste en la esterilla, el silencio cuando todo el mundo duerme durante las horas más calurosas del día.

Me enderecé y vi que el ama aún dormía, tendida oblicuamente en la estera. Regresé a la popa, donde los muchachos de aspecto rudo estaban sacando de una jaula de bambú un ave de gran tamaño y cuello largo que lanzaban graznidos de protesta y tenía un aro metálico alrededor del cuello. Uno de los muchachos lo inmovilizó, rodeándole las alas con los brazos, mientras el otro ataba una gruesa cuerda a la anilla metálica. Entonces la soltaron; el ave se precipitó agitando frenéticamente sus alas blancas, revoloteó sobre el borde del barco y se posó en las aguas brillantes. Me acerqué al borde y miré al pájaro, que me devolvió la mirada con un solo ojo, cauteloso, antes de zambullirse y desaparecer.

Otro chico arrojó al agua una balsa de cañas rojas huecas, se zambulló y al emerger subió a la balsa. Instantes después también apareció el ave, meneando la cabeza para sujetar un gran pescado que tenía en el pico. Subió a la balsa e intentó tragárselo pero, naturalmente, la anilla alrededor de su cuello se lo impedía. Con un solo movimiento, el muchacho le arrebató el pescado del pico y lo lanzó a su compañero del barco. Aplaudí y el ave se sumergió de nuevo.

Durante la hora siguiente, mientras el ama y los demás dormían, me quedé allí mirando, como un gato hambriento que espera su turno, mientras un pescado tras otro aparecían en el pico del ave para acabar en un cubo de madera sobre la cubierta del barco. Entonces el chico que estaba en el agua le gritó al otro: «¡Suficiente!», y el del barco gritó a alguien que estaba en la parte del barco oculta a mi vista. Se oyeron fuertes ruidos metálicos y silbidos, mientras el barco se movía de nuevo. El muchacho que estaba a mi lado se lanzó al agua, subió a la balsa y se quedó allí en cuclillas, junto al otro: parecían dos pájaros posados en una rama. Les saludé agitando la mano, envidiosa de la libertad con que se movían, y pronto quedaron lejos, convertidos en una pequeña mancha amarilla que se balanceaba en el agua.

Esta sola aventura me habría bastado, pero seguí allí, como sumida en un sueño agradable, y al volverme vi a una mujer adusta agachada ante el cubo de pescado; sacó un cuchillo de hoja delgada y afilada y empezó a destripar los pescados, quitándoles las entrañas rojas y viscosas y lanzándolas al agua por encima del hombro. La vi raspar las escamas, que volaban como fragmentos de cristal, y luego poner fin al gorjeo de dos pollos, a los que decapitó. Una gran tortuga estiró el cuello para coger un palito y, ¡zas!, también perdió la cabeza. En un recipiente había una masa oscura de delgadas anguilas de agua dulce, que se contorsionaban furiosamente. Entonces la mujer se lo llevó todo a In cocina, sin decir una sola palabra. Ya no había nada más que ver.

En aquel momento, ya demasiado tarde, vi mis ropas nuevas… y las manchas de sangre, escamas de pescado, fragmentos de plumas y barro. ¡Qué ideas tan extrañas se me ocurrían! Presa del pánico, al oír las voces de los que despertaban de su siesta y se aproximaban a la proa del barco, sumergí las manos en el cuenco que contenía la sangre de la tortuga y me restregué las mangas, la parte delantera de los pantalones y la chaqueta, creyendo seriamente que si podía tapar aquellas manchas tiñéndome la ropa de rojo carmesí, y si permanecía completamente inmóvil, nadie se daría cuenta de aquel cambio.

Así es como me encontró el ama: una aparición cubierta de sangre. Todavía oigo su voz, gritando aterrorizada y precipitándose hacia mí para ver qué partes de mi cuerpo faltaban, dónde estaban los orificios por los que me desangraba. Y al no encontrar nada tras inspeccionarme las orejas y la nariz y contarme los dedos, me insultó con palabras que nunca había oído hasta entonces, pero que, por su manera de pronunciadas, parecían malignas. Me quitó bruscamente la chaqueta y los pantalones, diciéndome que olía «a tal cosa horrible» y que mi aspecto era el de «tal otra cosa horrible». Le temblaba la voz, no tanto de ira como de temor.

– Ahora tu madre podrá darse el gusto de lavarse las manos con respecto a ti -me dijo compungida-. Nos desterrará a las dos a Kunming.

Estas últimas palabras me asustaron de veras, porque había oído decir que Kunming estaba tan lejos que nadie lo visitaba jamás y que era un lugar salvaje rodeado por un bosque de piedra y gobernado por monos. El ama me dejó llorando en la popa del barco, de pie y sólo con las prendas interiores de algodón blanco y las zapatillas atigradas.

Esperaba que mi madre viniera en seguida. La imaginé al ver mi ropa sucia y las florecillas que le habían dado tanto trabajo, pensé que vendría a la popa del barco y me regañaría a su manera suave. Pero no apareció. Una vez oí pasos, pero sólo vi las caras de mis medio hermanas apretadas contra el ventanillo de la puerta. Me miraron con expresión de sorpresa, me señalaron y luego se escabulleron riendo.

El color del agua había ido variando, y del dorado oscuro pasó al rojo, al púrpura y finalmente al negro. Ahora el cielo estaba oscuro y las luces de los farolillos rojos diseminados por el lago empezaron a brillar. Oía a la gente hablar y reír, algunas voces procedentes de la proa de nuestro barco y otras de barcos vecinos. Entonces oí que se abría y cerraba bruscamente la puerta de la cocina, y la atmósfera se llenó de aromas suculentos. «Ai! ¡Mirad esto! ¡Y eso de ahí!», exclamaban voces incrédulas en el pabellón. Ansiaba estar con ellos.

Escuché los ruidos del banquete, sentada en la popa y con las piernas colgando. Aunque era de noche, el ambiente resplandecía. Podía ver mi reflejo, mis piernas, mis manos apoyadas en el borde y mi rostro. También vi la causa de aquel resplandor: en el agua oscura se reflejaba la luna llena, una luna tan cálida y grande que parecía el sol. Alcé la cabeza para buscar a la Dama de la Luna y decirle mi deseo secreto, pero todos los demás también debieron verla en aquel momento, porque estallaron los fuegos artificiales, y caí al agua sin oír siquiera el ruido de mi chapuzón.

La frescura consoladora del agua fue una sorpresa y al principio no me asusté. Era como una caída in grávida, en un sueño, y esperaba que el ama viniera de inmediato a recogerme. Pero en el instante en que empecé a asfixiarme, supe que no vendría. Agité brazos y piernas bajo el agua, que me anegaba la nariz, la garganta y los ojos, lo cual hacía que me debatiera con más frenesí. «¡Ama!», intenté gritar, enfurecida porque me había abandonado, por hacerme esperar y sufrir innecesariamente. Y entonces una forma oscura pasó rozándome y supe que era uno de los Cinco Males, una serpiente nadadora.