»En China, todo el mundo soñaba con Kweilin, y cuando llegué allí comprendí cuán míseros eran mis sueños, cuán pobres mis pensamientos. Al ver las colinas me reí y estremecí al mismo tiempo. Los picos parecían gigantescas cabezas de pescado frito que trataran de saltar fuera de una tina de aceite. Detrás de cada colina veía las sombras de otro pescado, y luego otro y otro. Entonces las nubes se movieron un poco y las colinas se convirtieron de repente en elefantes monstruosos que avanzaban en silencio hacia mí. ¿Te lo imaginas? Y al pie de la colina había cuevas ocultas, en cuyo interior colgaban jardines rocosos con las formas y colores de coles, melones, nabos y cebollas. Estas cosas eran tan extrañas y hermosas que jamás podrías imaginarlas.
»Pero no fui a Kweilin para ver lo hermosa que era. El hombre que era mi marido nos llevó, a mí y a nuestros dos pequeños, porque creyó que allí estaríamos a salvo. Era funcionario del Kuomintang, y tras alojamos en una pequeña habitación de una casa de dos plantas se marchó al noroeste, a Chungking.
»Sabíamos que los japoneses estaban ganando, aunque los periódicos decían lo contrario. Cada día, a cada hora, millares de personas llegaban a la ciudad y atestaban las aceras, en busca de un sitio donde vivir. Procedían de todos los puntos cardinales, eran ricos y pobres, de Shanghai, de Cantón, del norte, y no sólo chinos, sino también extranjeros y misioneros de todas las religiones. Y no faltaban, por supuesto, el Kuomintang y sus funcionarios militares, los cuales se consideraban por encima de todo el mundo.
»Formábamos una población de sobras mezcladas. De no haber sido por los japoneses, habrían existido muchos motivos para que aquellas gentes diferentes lucharan entre sí. ¿Te das cuenta? Gente de Shanghai con campesinos norteños, banqueros con barberos, conductores de jinrikisha con refugiados birmanos. Todo el mundo miraba con desprecio a alguien. No importaba que compartieran la misma acera para escupir y padecieran la misma diarrea galopante. Todos despedíamos el mismo hedor, pero cada uno se quejaba de que otro olía peor. En cuanto a mí, detestaba a los oficiales de las fuerzas aéreas norteamericanas, los que hablaban con aquellos sonidos incomprensibles que me hacían enrojecer. Pero los peores eran los campesinos del norte, que se sonaban con las manos y luego manoseaban a la gente y transmitían a todo el mundo sus sucias enfermedades.
»Así pues, comprenderás con qué rapidez Kweilin perdió su belleza para mí. Ya no subía a las cumbres para exclamar: ¡Qué hermosas son estas colinas!, y sólo me interesaba saber a cuáles de ellas habían llegado los japoneses. Me sentaba en los rincones oscuros de mi casa, con un bebé en cada brazo, llena de nerviosismo, esperando. Cuando las sirenas anunciaban un bombardeo, mis vecinos y yo nos poníamos en pie de un salto y corríamos a las cuevas profundas para ocultamos como animales salvajes. Pero no puedes permanecer en la oscuridad durante mucho tiempo. Algo dentro de ti empieza a desvanecerse y entonces te vuelves como una persona hambrienta, desesperadamente ansiosa de luz. Hasta allí llegaba el estruendo de las explosiones, y luego el sonido de la lluvia de piedras. Ya no deseaba las coles ni los nabos del jardín rocoso colgante, y sólo veía las entrañas goteantes de una antigua colina que podría derrumbarse sobre mí. ¿Puedes imaginar lo que se siente cuando uno no quiere estar dentro ni fuera, cuando desea estar en ninguna parte y desaparecer?
»Cuando los ruidos del bombardeo se alejaban, salíamos de las cuevas como gatitos recién nacidos que se abrieran paso con las garras, de regreso a la ciudad, y siempre nos asombraba ver de nuevo las colinas alzadas contra el cielo ardiente, incólumes, en vez de haber sido arrasadas.
»La idea del Club de la Buena Estrella se me ocurrió una noche de verano tan calurosa que incluso las mariposas nocturnas caían al suelo desmayadas, sus alas demasiado pesadas a causa del calor húmedo. Todo estaba tan lleno de gente que no había espacio para que circulara el aire fresco. Desde las cloacas se alzaban olores insoportables hasta mi ventana en el segundo piso, y el hedor no tenía más sitio adonde ir que mis narices. Oía gritos durante todas las horas del día y de la noche. No sabía si se trataba de un campesino que degollaba a un cerdo prófugo o de un oficial que azotaba a un campesino medio muerto por yacer en la acera, impidiéndole el paso. Ni siquiera me asomaba a la ventana para averiguarlo, pues, ¿de qué me habría servido? Y fue entonces cuando pensé que necesitaba alguna cosa que me ayudara a moverme.
»Mi idea consistía en una reunión de cuatro mujeres, una para cada esquina de la mesa de mah jong. Sabía a qué mujeres quería proponérselo, todas ellas jóvenes como yo, con semblantes en los que se expresaba su anhelo. Una de ellas era la esposa de un oficial del ejército, como yo, otra una muchacha de modales muy refinados, pertenecientes a una familia rica de Shanghai, de donde había huido con muy poco dinero, y finalmente una chica de Nanking con el cabello más negro que he visto jamás. Su familia era de clase baja, pero ella era bonita y agradable y se había casado bien, con un viejo que murió y le dejó los medios para una vida mejor.
»Cada semana una de nosotras daba una fiesta a fin de recaudar dinero y levantamos el ánimo. La anfitriona tenía que servir comida dyansyin especial para invocar la buena suerte en todos los aspectos de la vida: buñuelos en forma de lingotes de plata, largos fideos de arroz para tener larga vida, cacahuetes hervidos para concebir hijos y, por supuesto, muchas naranjas de la buena suerte para gozar de una vida plena y dulce.
»¡Con qué buenos alimentos nos regalábamos a pesar de nuestras parcas asignaciones! No reparábamos en que el relleno de los buñuelos era sobre todo de calabaza filamentosa y que las naranjas estaban muy agujereadas por los gusanos. Comíamos frugalmente, no como si la comida fuera escasa, sino para afirmar que no podíamos engullir un bocado más porque ya nos habíamos atracado antes. Nos sabíamos en posesión de lujos que poca gente podía permitirse. Éramos privilegiadas.
»Tras llenamos el estómago, llenábamos un cuenco con dinero y lo colocábamos a la vista de todas. Entonces nos sentábamos a la mesa de mah jong. Mi mesa era un recuerdo de familia, de una madera roja muy fragante, no esa que vosotros llamáis palisandro, sino hong mu, tan fina que no existe ninguna palabra inglesa para nombrarla. La cubría una almohadilla muy gruesa, de modo que cuando arrojábamos los pai sobre la mesa no había más sonido que el de las fichas de marfil al rozarse.
»Una vez empezábamos a jugar, nadie podía hablar, excepto para decir «Pung! o «Chr!» al coger una ficha. Teníamos que jugar con seriedad y no pensar en nada salvo en aumentar nuestra felicidad ganando la partida. Pero al cabo de dieciséis jugadas nos dábamos otro festín, esta vez para celebrar nuestra buena suerte, y entonces hablábamos hasta el amanecer, contando historias sobre los buenos tiempos pasados y los que aún estaban por llegar.
»¡Ah, qué buenos eran aquellos relatos que se sucedían interrupción! Nos desternillábamos de risa. ¡Un gallo que entró despavorido en la casa y se puso a chillar sobre los cuencos de la comida, los mismos cuencos que al día siguiente lo contendrían silencioso y troceado! Y aquella historia de la muchacha que escribía cartas de amor para dos amigas que amaban al mismo hombre, y la tonta señora extranjera que se desmayó en un lavabo cuando estallaron unos petardos cerca de ella.
»La gente pensaba que hacíamos mal al celebrar banquetes todas las semanas, cuando tanta gente en la ciudad se moría de hambre, comía ratas y, más adelante, la basura con que se alimentaban las ratas más míseras. Otros creían que estábamos poseídas por los demonios… Sólo así se explicaba que tuviéramos ganas de fiestas cuando habíamos perdido miembros de nuestras familias, hogares y fortunas, cuando estábamos separados, el marido de la esposa, el hermano de la hermana, la hija de su madre. La gente torcía el gesto y se preguntaba cómo éramos capaces de reír.