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Más abajo, en la misma calle, estaba el mercado de pescado de Ping Yuen. En el escaparate había una pecera llena de peces condenados y tortugas que trataban en vano de sujetarse a los resbaladizos costados de losetas verdes. Un letrero escrito a mano informaba a los turistas: «Todos los animales de esta tienda son para alimentación, no domésticos». Dentro, los carniceros con sus batas blancas manchadas de sangre despanzurraban diestramente los pescados, mientras los clientes hacían sus pedidos a voz en cuello y gritaban: «Dame el más fresco», a lo cual los pescateros siempre respondían: «Todos son los más frescos». En días en que el mercado estaba menos concurrido, inspeccionábamos las cajas de ranas y cangrejos vivos, bajo la severa advertencia de que no los tocáramos, las cajas de sepia seca e hilera tras hilera de gambas congeladas, calamares y pescados viscosos. Había unas barbadas que me hacían estremecer, pues tenían los ojos en un lado aplanado y me recordaban el relato que me contaba mi madre de una muchacha descuidada que cruzó corriendo y sin mirar una calle llena de tráfico y la atropelló un coche, dejándola aplastada como una lámina.

En una esquina del callejón estaba el café de Hong Sing, un café con sólo cuatro mesas y una escalera, en un hueco de la fachada, que conducía a una puerta con un rótulo en el que se leía: «Proveedores». Mis hermanos y yo creíamos que de noche, salía por aquella puerta gente del hampa. Los turistas nunca iban al local de Hong Sing, porque el menú sólo estaba impreso en chino. En cierta ocasión, un hombre blanco que tenía una cámara fotográfica muy grande nos hizo posar, a mí y a mis compañeros de juego, delante del restaurante, y nos pidió que nos hiciéramos a un lado del escaparate, para que saliera en la foto el pato asado con cabeza y todo, que colgaba de una cuerda pringosa de grasa. Después de que nos fotografiara le dije que debería comer en casa Hong Sing. Cuando él sonrió y preguntó qué servían, le grité: «¡Tripas y pies de pato y menudillos de pulpo!». Entonces mis amigos y yo echamos a correr por el callejón riendo alocadamente, y nos escondimos en la gruta que formaba la entrada de la Compañía China de Gemas. El corazón me latía con fuerza por la esperanza de que aquel hombre nos persiguiera.

Mi madre me puso el nombre de la calle donde vivíamos: Waverly Jong, mi nombre oficial para los documentos importantes, pero mi familia me llamaba Meimei, «hermanita», pues era la más pequeña y la única hija. Cada mañana, antes de salir hacia la escuela, mi madre me retorcía y estiraba el espeso cabello negro hasta formar dos coletas muy apretadas. Un día, mientras se afanaba rastrillando mi cabello rebelde con un peine de púas duras, tuve una ocurrencia maliciosa.

– ¿Qué es la tortura china, mamá? -le pregunté.

Mi madre meneó la cabeza. Tenía una horquilla para el pelo entre los labios. Se humedeció la palma y me alisó el cabello por encima de la oreja, introduciendo luego la horquilla de tal manera que me rozó bruscamente el cuero cabelludo.

– ¿Quién dice esas cosas? -me preguntó, y si se daba cuenta de mi malicia no lo aparentó en absoluto.

– Un chico de mi clase dijo que los chinos practican la tortura china -repliqué, encogiéndome de hombros.

– Los chinos hacen muchas cosas -se limitó ella a decir-. Los chinos hacemos negocios, medicina, pintura… Torturamos, sí, y mejor que nadie.

La verdad es que el juego de ajedrez lo recibió Vincent, mi hermano mayor. Habíamos ido a la fiesta navideña que se celebraba cada año en la Primera Iglesia Bautista China, al final del callejón. Las misioneras habían reunido una serie de regalos donados por feligreses de otra iglesia. Los paquetes no tenían nombres de destinatarios y había sacos distintos para chicos y chicas de edades diferentes.

Uno de los feligreses chinos se había disfrazado de Papá Noel y llevaba una barba de papel con bolas de algodón pegadas. Sin duda los únicos niños que le consideraban verdadero eran demasiado pequeños para saber que Papá Noel no era chino. Cuando me llegó el turno, el hombre quiso saber mi edad y esta pregunta me pareció engañosa, pues tal como se contaban los años en Estados Unidos tenía siete, pero según el calendario chino eran ocho. Le dije que nací el 17 de marzo de 1951, Y esto pareció satisfacerle, Entonces me preguntó en tono solemne si aquel año me había portado como una niña muy, muy buena, si creía en Jesucristo y obedecía a mis padres. Yo sabía que esas preguntas sólo podían tener una respuesta, y asentí con la misma solemnidad.

Había visto a los otros niños abrir sus paquetes y ya sabía que los regalos grandes no eran necesariamente los más interesantes. Una chica de mi edad recibió un gran libro de personajes bíblicos para colorear, mientras que una muchacha menos codiciosa, que seleccionó una caja más pequeña, consiguió un frasco de agua de lavanda, El sonido de la caja también era importante. Un chico de diez años eligió una caja que producía un sonido discordante al agitarla. Era un globo terráqueo de hojalata, con una ranura para introducir dinero, Debió de creer que estaba llena de monedas, porque cuando vio que sólo contenía diez centavos puso tal cara de decepción, sin tapujos, que su madre le dio un cachete y se lo llevó de la iglesia, pidiendo disculpas a los demás feligreses porque su hijo tenía tan malos modales que no sabía apreciar un regalo tan bonito.

Eché un vistazo al saco y palpé rápidamente los regalos restantes, los sopesé e imaginé su contenido. Elegí un paquete pesado y compacto, envuelto en brillante papel de estaño y con una cinta de satén rojo. Contenía doce unidades de Life Savers, y me pasé el resto de la fiesta colocando una y otra vez los tubos de caramelos, ordenándolos según mis preferencias. Mi hermano Winston también eligió sagazmente su regalo resultó ser una caja de complicadas piezas de plástico y, según las instrucciones de la caja, una vez ensambladas adecuadamente tendría una auténtica réplica en miniatura de un submarino de la segunda guerra mundial.

V¡ncent consiguió el juego de ajedrez, y habría sido un regalo muy apropiado en una fiesta navideña parroquial, de no haber sido porque, como descubrimos más tarde, estaba evidentemente usado y le faltaba un peón negro y un caballo blanco. Mi madre dio efusivas gracias al benefactor desconocido, diciendo: «Es demasiado bueno, demasiado costoso», y entonces una anciana de fino cabello blanco nos miró, hizo un gesto de asentimiento y dijo en un susurro sibilante: «Feliz, muy feliz Navidad».

Al regresar a casa, mi madre le dijo a Vincent que tirara el juego de ajedrez. «Si ella no lo quiere, nosotros tampoco», comentó, moviendo la cabeza rígidamente a un lado, con una sonrisa tensa y orgullosa. Mis hermanos hicieron caso omiso de sus palabras. Ya estaban colocando las fichas sobre el tablero y leyendo el manoseado libro de instrucciones.

Durante las vacaciones navideñas observé cómo jugaban Vincent y Winston. El tablero de ajedrez parecía encerrar complicados secretos en espera de que los desentrañaran. Las piezas eran más poderosas que las hierbas mágicas del viejo Li, que remediaban maldiciones ancestrales, y mis hermanos ponían unas caras tan serias que yo estaba segura de que estaba en juego algo más importante que evitar la puerta de los proveedores en el restaurante de Hong Sing.

– ¡Dejadme! ¡Dejadme! -les rogaba en el intervalo entre dos partidas, cuando uno de mis hermanos exhalaba un profundo suspiro de alivio por su victoria; mientras el otro se disgustaba y no podía resignarse a su derrota.

Al principio, Vincent no quería dejarme jugar, pero cuando le ofrecí mis Life Savers para sustituir los botones que representaban las fichas faltantes, se avino. Eligió los sabores: cereza silvestre para el peón negro y menta para el caballo blanco. El ganador podría comerse los dos.