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– Ya era hora de que llegaras a casa -me dijo Vincent-. Te has metido en un buen lío.

Mi hermano volvió a su sitio en la mesa, sobre la que había una fuente con los restos de un gran pescado, su cabeza carnosa todavía unida a las espinas, nadando a contracorriente, en un vano intento de huida. Inmóvil, esperando mi castigo, oí la voz seca de mi madre:

– Esa niña no es nuestra. Nada que ver con nosotros. Los demás no me miraron. Los palillos de hueso tintineaban en el interior de los cuencas, cuyo contenido pasaba velozmente a las bocas hambrientas.

Entré en mi dormitorio, cerré la puerta y me tendí en la cama. El cuarto estaba a oscuras, el techo lleno de sombras producidas por las luces de los pisos vecinos a la hora de la cena.

Imaginé un tablero de ajedrez con sesenta y cuatro casillas blancas y negras. Ante mí estaba mi adversaria, dos ranuras negras y airadas por ojos y una sonrisa de triunfadora.

– Viento más fuerte no puede verse -me dijo.

Sus fichas negras avanzaron por el tablero, desfilando lentamente hacia cada nivel sucesivo como una sola unidad. Mis fichas blancas gritaron y se escabulleron, cayendo por el borde del tablero una tras otra. A medida que sus fichas se aproximaban a mi lado del tablero, sentí que me volvía cada vez más liviana. Me alcé en el aire y salí volando por la ventana. Subí y subí, por encima del callejón y los tejados, donde me recogió el viento y me llevó hacia el cielo nocturno, hasta que todo lo de abajo desapareció y me encontré sola.

Cerré los ojos y me concentré en mi siguiente jugada.

LENA ST. CLAIR

La voz desde el muro

Cuando era pequeña, mi madre me dijo que mi bisabuelo sentenció a un mendigo a morir de la peor manera posible, y que luego el muerto regresó y mató a mi bisabuelo. O bien sucedió eso, o bien murió de gripe una semana después.

Una y otra vez yo representaba mentalmente los últimos momentos del mendigo. Veía al verdugo quitándole la camisa y conduciéndole al patio.

– Este traidor ha sido condenado a morir de un millar de tajos -leía el verdugo.

Pero antes de que pudiera levantar su espada afilada para quitarle poco a poco la vida, vieron que la mente del mendigo ya se había roto en mil fragmentos. Unos días después, mi bisabuelo alzó la vista de sus libros y vio a aquel mismo hombre, con el aspecto de un jarrón roto cuyos pedazos han sido pegados apresuradamente.

– Cuando la espada me iba sajando lentamente -dijo el espectro-, pensé que eso era lo peor que habría de soportar jamás, pero por cierto me equivocaba. Lo peor está en el otro lado.

Y el muerto cogió a mi bisabuelo con los fragmentos mal encajados de su brazo y le hizo atravesar el muro, para mostrarle lo que quería decir.

Cierta vez le pregunté a mi madre cómo había muerto realmente.

– Murió en la cama, con mucha rapidez, tras sólo un par de días enfermo.

– No, no, me refiero al otro hombre. ¿Cómo le mataron? ¿Lo desollaron primero? ¿Usaron una cuchilla de carnicero para cortarle los huesos? ¿Gritó y sintió el dolor del millar de tajos?

– ¡Aaah! ¿Por qué los americanos no tenéis más que esa clase de pensamientos morbosos? -gritó mi madre en chino-. Ese hombre murió hace casi setenta años. ¿Qué importa cómo fue?

Siempre me ha parecido que tiene importancia saber qué es lo peor que podría sucederte y cómo puedes evitarlo, para que no te atraiga la magia de lo inenarrable, porque, ya de pequeña, percibía los terrores inefables que rodeaban nuestra casa, y que persiguieron a mi madre hasta que se ocultó en un rincón oscuro y secreto de su propia mente. Y, no obstante, la encontraron. En el transcurso de los años observé cómo la devoraban, un fragmento tras otro, hasta que desapareció y se convirtió en un fantasma.

Tal como lo recuerdo, el lado oscuro de mi madre procedía del sótano de nuestra vieja casa en Oakland. Yo tenía cinco años y mi madre trató de ocultármelo. Obstruyó b puerta con un sillón y la aseguró con una cadena y dos cerraduras. Aquello era tan misterioso que dediqué todas mis energías a averiguar lo que había detrás de aquella puerta, hasta el día en que por fin pude abrirla con mis deditos, para caer al instante de cabeza en el oscuro abismo. Y sólo después de que dejara de gritar -había visto la sangre que manaba de mi nariz en el hombro de mi madre- ella me habló del hombre malo que vivía en el sótano y me dijo por qué no debía volver a abrir jamás la puerta. Según ella aquel hombre vivía allí desde hacía milenios, y era tan maligno y codicioso que, si mi madre no me hubiera rescatado enseguida, habría engendrado cinco hijos en mí y luego nos habría devorado a los seis, arrojando nuestros huesos al sucio suelo.

Tras este incidente empecé a ver cosas terribles. Veía aquellas cosas con mis ojos chinos, la parte de mi cuerpo que había heredado de mi madre. Veía diablos que bailaban enfebrecido s en el fondo de un hoyo que había abierto en el cajón de arena. Veía que los relámpagos tenían ojos y miraban en busca de niños a los que fulminar. Veía un escarabajo con la cara de un niño, al que me apresuraba a aplastar con la rueda de mi bicicleta. Y cuando fui haciéndome mayor, podía ver cosas que las muchachas blancas de la escuela no veían: corros de monos que se dividían en dos grupos, balanceaban a un niño y lo arrojaban al aire, bolas atadas con una cuerda capaces de aplastar la cabeza de una muchacha y diseminar sus fragmentos por el terreno de juego ante sus risueños amigos.

No hablaba a nadie de esas visiones, ni siquiera a mi madre. La mayoría de la gente no sabía que yo era medio china, quizá porque me apellidaba St. Clair. Cuando me veían por primera vez, pensaban que me parecía a mi padre, angloirlandés, huesudo y delicado al mismo tiempo, pero si me miraban con detenimiento, si se veían reflejados en mis ojos, entonces percibían los rasgos chinos. En vez de tener unos pómulos angulosos como los de mi padre, los míos eran suaves como guijarros de playa. No tenía su pelo rubio como la paja ni su piel blanca, sino que mi color parecía demasiado pálido, como si mi piel hubiera sido más oscura pero el sol hubiese descolorido.

Y los ojos eran los de mi madre, sin párpados, como si vieran tallados en una de esas linternas hechas con una calabaza, con dos cortes rápidos de un cuchillo corto. Solía empujar los extremos de mis ojos hacia dentro para redondearlos, o los abría mucho hasta que podía ver el blanco. Pero cuando deambulaba por la casa con los ojos así abiertos mi padre me preguntaba por qué parecía tan asustada.

Tengo una fotografía de mi madre con ese mismo aspecto asustado. Mi padre me dijo que le hicieron esa foto cuando salió de la Comisaría de Inmigración de Angel Island, donde había permanecido tres semanas, hasta que pudieron comprobar sus documentos y determinar si era una «novia de guerra», una persona desplazada, una estudiante o la esposa de un ciudadano estadounidense de origen chino. Según mi padre, las leyes no habían tomado en consideración el caso de un ciudadano blanco casado con una china. Al final la declararon «persona desplazada», perdida en un mar de categorías de inmigración.

Mi madre nunca hablaba de su vida en China, pero mi padre me dijo que la había librado de la vida terrible que llevaba allí, de alguna tragedia sobre la que ella no podía decir nada. Mi padre escribió orgullosamente su nombre en los papeles de inmigración: Betty St. Clair, tachando su nombre chino de Gu Ying-ying, y a continuación anotó 1916 como su año de nacimiento, en vez de 1914. De esta manera, con el trazo de una pluma, mi madre perdió su nombre y, de acuerdo con el calendario chino, se convirtió en dragón en vez de tigre.

Esa foto revela por qué mi madre parece desplazada. Sujeta un gran bolso en forma de almeja, lo aferra como si alguien pudiera robárselo a la menor distracción. Lleva un vestido chino que le llega hasta los tobillos, con unas decorosas aberturas a los lados, y encima una chaqueta occidentalizada, extrañamente elegante en el menudo cuerpo de mi madre, con sus hombreras, las solapas anchas y unos botones forrados en tela y demasiado grandes. Ese fue el vestido nupcial de mi madre, un regalo de mi padre. Así vestida parece como si no viniera de ningún sitio ni fuera a ninguna parte. Inclina el mentón y se le ve la raya exacta en el cabello, una nítida línea blanca que parte de la ceja izquierda y se pierde en el horizonte negro de su cabeza.