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– ¿Que estás haciendo? -le pregunté.

Me susurró en chino que «las cosas no estaban bien equilibradas», y pensé que se refería al aspecto que tenían y no a la impresión que daban. Entonces empezó a cambiar de sitio cosas más grandes, el sofá, los sillones, un rollo de papel chino con peces de colores pintados.

– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó mi padre al volver del trabajo.

– Está mejorando el aspecto del piso -le dije.

Al día siguiente, cuando regresé de la escuela, vi que había vuelto a cambiado todo y ahora cada cosa ocupaba un lugar diferente. Comprendí que nos enfrentábamos a algún peligro terrible.

– ¿Por qué haces esto? -le pregunté, temerosa de que me diera la respuesta verdadera.

Pero ella no lo hizo, sino que se limitó a susurrar algo absurdo en chino:

– Cuando algo va contra tu naturaleza no estás equilibrado. Esta casa se construyó en una cuesta demasiado empinada, y un mal viento que sopla en lo alto se lleva toda tu fuerza cuesta abajo. Por eso nunca puedes avanzar, siempre estás retrocediendo. -Entonces empezó a señalar las paredes y las puertas del piso-. Mira qué estrecha es esta puerta, como un cuello estrangulado. Y la cocina está frente al lavabo, de modo que toda tu valía se va por el desagüe.

– ¿Pero qué significa eso? -le pregunté-. ¿Qué ocurrirá si no hay equilibrio?

Mi padre me lo explicó más tarde.

– Lo único que ocurre es que tu madre pone en práctica su instinto de anidar, que tienen todas las madres. Ya lo verás cuando seas mayor.

Me intrigó que mi padre no se preocupara nunca. ¿Acaso estaba ciego? ¿Por qué mi madre y yo podíamos ver algo más?

Unos días después comprobé que mi padre había estado en lo cierto. Lo vi al regresar de la escuela, cuando entré en mi dormitorio. Mi madre había vuelto a arreglar la habitación y la cama ya no estaba al lado de la ventana, sino contra una pared, y en el lugar que ocupó la cama… ahora había una cuna usada. Así pues, el peligro secreto era un vientre hinchado, el origen del desequilibrio de mi madre: iba a tener un bebé.

– ¿Ves? -me dijo mi padre mientras los dos mirábamos la cuna-. Es el instinto de anidar. Aquí está el nido, que ocupará el bebé.

Aquel bebé imaginario en la cuna le complacía mucho, pero no vio lo que yo vi más tarde. Mi madre empezó a tropezar con objetos, con los bordes de las mesas, como si se olvidara de que su vientre albergaba un bebé, como si no se encaminara hacia el parto sino hacia el infortunio. No mencionaba las alegrías de volver a ser madre, sino la pesadez que la rodeaba, que las cosas estaban desequilibradas y no armonizaban entre ellas. Así pues, me preocupé por aquel bebé, porque estaba atascado en algún lugar entre el vientre de mi madre y la cuna de mi dormitorio.

***

La nueva orientación de mi cama contra la pared hizo que se modificara la vida nocturna de mi imaginación. En lugar de los sonidos callejeros, empecé a oír voces procedentes de la pared, desde el piso contiguo. El nombre que figuraba en el portero electrónico era el de familia Sorcis.

Aquella primera noche oí el sonido amortiguado de alguien que gritaba. ¿Una mujer? ¿Una muchacha? Apliqué la oreja a la pared y oí la voz airada de una mujer y luego otra voz, más aguda, la de una muchacha que replicaba a gritos. Entonces las voces se volvieron hacia mí, como sirenas de bomberos que entraran en nuestra calle, y oí que las acusaciones aumentaban de volumen poco a poco y se desvanecían gradualmente: ¿Por qué voy a quedarme?… ¿Es que no puedes dejar de fastidiarme?… ¡Entonces lárgate y no vuelvas!… ¿Ah, sí? Con que preferirías estar muerta, ¿eh?… ¡Pues por qué no te mueres!

Entonces oí los ruidos de una pelea, portazos, golpes y gritos. Estaban matando a alguien. Imaginé a una madre que blandía una espada sobre la cabeza de su hija y empezaba a descuartizarla, primero le cortaba una trenza, luego el cuero cabelludo, una ceja, un dedo de los pies, el pulgar, una mejilla, la nariz… hasta que no quedaba nada y cesaban los sonidos.

Hundí la cabeza en la almohada, con el corazón desbocado, conmocionada por lo que me habían revelado mis oídos y mi imaginación. Acababan de matar a una muchacha. No había podido dejar de escucharlo, había sido incapaz de evitar lo sucedido. Era horroroso.

Pero a la noche siguiente la muchacha resucitó. Oí más gritos y más golpes, y su vida volvió a correr peligro. A partir de entonces, todas las noches sucedía lo mismo, una voz atravesaba la pared y me decía que aquello era lo peor que podía ocurrir: el terror de no saber cuándo terminaría.

A veces oía los gritos de aquella alborotadora familia del otro lado del pasillo que separaba nuestros pisos; el suyo estaba junto a las escaleras que subían al segundo piso, el nuestro junto a las escaleras que descendían al vestíbulo.

– Como te rompas las piernas deslizándote por la barandilla, te retorceré el cuello -gritaba una mujer, y el ruido de unos pies que bajaban apresuradamente la escalera seguía a esa advertencia-. ¡Y no te olvides de recoger los trajes de papá!

Conocía tan a fondo la vida terrible de aquella gente que me sobresalté cuando vi a la chica tan cerca de mí por primera vez. Yo estaba cerrando la puerta del piso mientras mantenía en equilibrio una carga de libros bajo el brazo, y al volverme la vi venir hacia mí por el vestíbulo. Me llevé tal sorpresa que grité y dejé caer los libros al suelo. Ella soltó una risita y no tuve duda alguna de quién era aquella muchacha alta, a la que supuse unos doce años, dos más que yo. Entonces bajó la escalera a saltos, y yo recogí en seguida mis libros y la seguí, aunque caminando por la otra acera.

No parecía una chica a la que hubieran matado un centenar de veces. Me fijé en su ropa, en la que no había el menor rastro de sangre. Llevaba una blusa blanca bien planchada, chaqueta de lana azul y falda plisada verde azulada. La verdad es que, con las dos trenzas que rebotaban garbosa y rítmicamente al andar, me dio la impresión de ser muy feliz. Entonces, como si supiera que estaba pensando en ella, volvió la cabeza. Me miró con el ceño fruncido y dobló rápidamente una esquina, perdiéndose de vista.

A partir de entonces, cada vez que me encontraba con mi vecina, fingía que bajaba la vista, me afanaba en arreglar mis libros o abrocharme los botones del suéter y me sentía culpable por saberlo todo de ella.

***

Un día, los amigos de mis padres, tía Su y tía Canning, me recogieron en la escuela y me llevaron al hospital, donde estaba ingresada mi madre. Supe que se trataba de algo grave, porque hablaban de cosas innecesarias pero las decían en un tono muy solemne.

El tío Canning consultó su reloj.

– Ya son las cuatro.

– El autobús nunca llega a tiempo -dijo tía Su.

En la habitación del hospital, mi madre parecía semidormida y se revolvía en la cama. De súbito abrió los ojos y se quedó mirando el techo.

– La culpa es sólo mía, sólo mía -balbució-. Sabía que pasaría esto, no hice nada por evitado.

– Betty, cariño, por favor -decía mi padre frenéticamente, pero ella siguió acusándose.

Me cogió la mano y me di cuenta de que estaba temblando. Entonces me miró de una manera extraña, como si me rogara que le perdonase la vida, como si yo pudiera perdonarla. Musitó unas palabras en chino.

– ¿Qué dice, Lena? -gritó mi padre. Por una vez no tenía palabras que poner en labios de mi madre.

Y por una vez tampoco yo tuve una respuesta inmediata. Comprendí que había ocurrido lo peor que podría imaginar, que sus temores se habían hecho realidad. Las advertencias habían cesado. Y yo no podía hacer más que escuchar sus palabras.

– Cuando el bebé estaba a punto de nacer -murmuró- le oía gritar incluso dentro de la matriz. Aferraba sus deditos a las paredes, quería quedarse allí, pero las enfermeras y el médico me dijeron que empujara, que le hiciera salir. Y cuando asomó la cabeza, las enfermeras gritaron: «¡Tiene los ojos abiertos! ¡Lo ve todo!». Entonces salió el resto de su cuerpo y quedó sobre la mesa, lleno de vida.