– ¿Te das cuenta ahora? -le preguntaba la niña. La madre asentía.
– Ahora lo comprendo perfectamente. Ya he experimentado lo peor. Después de esto, no hay nada que pueda ser peor.
– Ahora debes volver al otro lado -decía la niña-, y entonces podrás ver por qué estabas equivocada.
Y la muchacha cogía a su madre de la mano y pasaba con ella través del muro.
ROSE HSU JORDAN
Los domingos, cuando mi madre iba a la Primera Iglesia Bautista China, llevaba consigo una pequeña Biblia encuadernada en similicuero, como prueba de su fe. Más adelante, cuando perdió su fe en Dios, esa Biblia acabó sirviendo como cuña bajo la pata demasiado corta de una mesa, lo cual era para mi madre una manera de corregir los desequilibrios de la vida. El libro lleva ahí más de veinte años.
Mi madre finge que la Biblia no está bajo esa pata de la mesa. Cuando alguien le pregunta qué hace ese libro en el suelo, ella alza la voz más de lo necesario para responder: «Ah, ¿ eso? Lo había olvidado». Pero yo sé que lo ve. Mi madre no es la mejor ama de casa del mundo, y después de tantos años esa Biblia sigue siendo de un blanco inmaculado.
Esta noche veo a mi madre llorar bajo la misma mesa de cocina, cosa que hace todas las noches después de cenar. Con mucho cuidado pasa la escoba alrededor de la pata sostenida por la Biblia. Observo sus movimientos, esperando el momento adecuado para hablarle de Ted y de mí, de que vamos a divorciarnos, Cuando se lo diga, sé que replicará: «Eso no puede ser», Y cuando le diga que es cierto, que nuestro matrimonio ha terminado, sé que también dirá: «Entonces debes salvado», Y aunque sé que es inútil -no queda absolutamente nada que salvar- me temo que si le digo eso ella seguirá insistiendo para que lo intente.
No deja de ser irónico ese deseo materno de que procure evitar el divorcio, porque hace diecisiete años, cuando empecé a salir con Ted, se mostró contrariada. Mis hermanas mayores sólo habían salido con muchachos chinos, pertenecientes a la iglesia, antes de contraer matrimonio.
Ted y yo nos conocimos en una clase de política ecológica. Se acercó a mí y me ofreció dos dólares por los apuntes de la última semana. Rechacé el dinero y acepté en cambio una taza de café. Esto sucedía durante el segundo semestre en la Universidad de California en Berkeley, donde me había matriculado en la especialidad de artes liberales, que más tarde cambié por la de bellas artes. Ted estudiaba tercer curso preparatorio para la carrera de medicina, por la que se había interesado, según me dijo, desde que en el transcurso de curso de sus estudios secundarios diseccionó un feto de cerdo.
Debo admitir que al principio me atrajo de Ted aquello que le diferenciaba de mis hermanos y los muchachos chinos con los que yo había salido: su descaro, la firmeza con que pedía cosas y esperaba recibirlas, la testarudez de sus opiniones, su rostro anguloso y su cuerpo larguirucho, sus brazos musculosos, el hecho de que sus padres procedieran de Tarrytown, Nueva York, y no de Tientsin, China.
Mi madre debió de notar esas mismas diferencias la noche en que Ted vino a recogerme a casa. Cuando regresé, mi madre aún estaba levantada, mirando la televisión.
– Es americano -me advirtió, como si yo hubiera estado también ciega para darme cuenta-. Un waigoren.
– También yo soy americana -repliqué-, y sólo salimos juntos, no vamos a casamos ni nada por el estilo.
La señora Jordan también tenía algo que decir. Con toda naturalidad, Ted me había invitado a una fiesta familiar, la reunión anual del clan que tenía lugar en los campos de polo de Goleen Gate Park. Aunque sólo habíamos salido dos o tres veces durante el último mes y, desde luego, nunca nos habíamos acostado, puesto que los dos vivíamos en casa de nuestros respectivos padres, Ted me presentó a sus parientes como su novia, cosa que, hasta entonces, yo no sabía que fuese.
Más tarde, cuando Ted y su padre se marcharon con los demás para jugar un partido de voleibol, su madre me cogió la mano y echamos a andar por el césped, alejándonos de los demás. Me apretó afectuosamente la palma, pero sin mirarme.
– Me alegro de conocerte por fin -me dijo, recalcando las dos últimas palabras. Yo quería decirle que no era realmente la novia de Ted, pero ella prosiguió-: Me parece magnífico que tú y Ted os divirtáis tanto juntos y por eso mismo espero que no interpretes mallo que he de decirte.
Entonces me habló pausadamente del futuro de Ted, de su necesidad de concentrarse en los estudios de medicina y de que pasarían varios años antes de que pudiera pensar en casarse. Me aseguró que no tenía nada en contra de las minorías raciales. Ella y su marido, propietarios de una cadena de tiendas que suministraban material de oficina, conocían personalmente a muchas personas excelentes que eran orientales, hispanos e incluso negros, pero Ted iba a dedicarse a una profesión en la que sería juzgado con distinto criterio por los pacientes, y otros médicos, quizá no tan comprensivos como los J ardan. Me dijo que era una desgracia que el resto del mundo fuese como era y que la guerra de Vietnam era muy impopular.
– No soy vietnamita, señora Jordan -le dije en voz baja, aunque estaba a punto de gritar- y no tengo la menor intención de casarme con su hijo.
Aquel día, cuando Ted me llevaba a casa en su coche, le dije que no podía seguir viéndole. Él quiso saber por qué, y me encogí de hombros. Insistió y le repetí literalmente lo que me había dicho su madre, sin hacer ningún comentario.
– ¡Y tú no vas a mover un solo dedo! -exclamó-. ¿Dejarás que mi madre decida lo que es correcto?
Parecía como si yo fuese una conspiradora que se había convertido en traidora. Me conmovió que Ted se enojara tanto.
– ¿Qué deberíamos hacer? -le pregunté, pensando que la sensación apenada que experimentaba era el inicio del amor.
Durante aquellos primeros meses nos aferramos uno a otro con una desesperación más bien absurda, porque, a pesar de todo lo que pudieran decir mi madre o la señora Jordan, no había nada que realmente nos impidiera vemos. Con una tragedia imaginaria cerniéndose sobre nosotros, nos hicimos inseparables, dos mitades que creaban el todo: yin y yang. Yo era una víctima para su talante heroico, siempre estaba en peligro y él me rescataba continuamente, yo caía y él me levantaba. Era algo estimulante y agotador a la vez. El efecto emocional de salvar y ser salvado se estaba convirtiendo en una adicción para los dos. Nuestra relación amorosa, incluso en la cama, se alimentaría de esa necesidad mía de protección.
– ¿Qué deberíamos hacer? -seguí preguntándole, y menos de un año después de nuestro primer encuentro vivíamos juntos.
Un mes antes de que Ted iniciara la carrera de medicina en la Universidad de California, San Francisco, nos casamos en la iglesia episcopal, y la señora Jordan se sentó en la primera fila, llorando como se esperaba de la madre del novio. Cuando Ted finalizó su etapa de médico residente especializado en dermatología, compramos una vieja casa victoriana de tres plantas y con un amplio jardín en Ashbury Heights. Ted me ayudó a instalar un estudio en la planta baja, para que pudiera dedicarme a trabajar por mi cuenta como ayudante de producción de artistas gráficos.
A partir de entonces, Ted lo decidía todo: dónde iríamos de vacaciones, el mobiliario que deberíamos comprar, cuánto tiempo esperaríamos para trasladamos a un barrio mejor antes de tener hijos. Discutíamos algunas de estas cosas, pero ambos sabíamos que al final le diría: «Decídelo tú, Ted», y no habría más que hablar. Pronto cesó toda discusión, y Ted se limitaba a decidir, mientras que a mí ni se me ocurría ponerle objeciones. Prefería ignorar el mundo que me rodeaba y sólo me fijaba en lo que tenía ante los ojos, la escuadra, el cutter, el lápiz azul.