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– He sido un egoísta al empeñarme en pescar -dijo mi padre.

– No deberíamos haber ido a pasear -observó Janice, mientras Ruth se sonaba una vez más.

– ¿Por qué me echaste arena a los ojos? -gimió Luke-. ¿Por qué me obligaste a pelear?

Y mi madre, dirigiéndose a mí, admitió en voz baja:

– Te pedí que los separases, que dejaras de vigilar al pequeño.

Si hubiera tenido tiempo para experimentar una sensación de alivio, se habría evaporado en seguida, porque mi madre también me dijo:

– Mañana a primera hora debemos volver ahí y encontrarle, tú y yo.

Todos tenían la vista baja, pero entendí que aquél era mi castigo: salir con mi madre, regresar a la playa y ayudarla a encontrar el cuerpo de Bing.

No estaba en absoluto preparada para lo que mi madre hizo al día siguiente. Cuando me desperté aún no había amanecido, pero ella ya estaba vestida. Sobre la mesa de la cocina había un termo, una taza de té, la Biblia encuadernada en similicuero blanco y las llaves del coche.

– ¿Ya está listo papá? -le pregunté.

– Papá no viene -replicó.

– Entonces, ¿cómo vamos a llegar allí? ¿Quién nos llevará?

Ella cogió las llaves del coche y la seguí afuera. Subimos al vehículo y, mientras nos dirigíamos a la playa, no dejé de preguntarme cómo había aprendido a conducir de la noche a la mañana. No utilizó la guía de carreteras. Condujo con suavidad, giró más abajo de Geary y entró en la gran autopista, sin olvidar en ningún momento la señalización correcta, cogió la carretera costera y tomó con pericia las curvas cerradas que con frecuencia dejaban a los conductores inexpertos en la cuneta o los hacían saltar por los precipicios.

Cuando llegamos a la playa, sin pérdida de tiempo mi madre recorrió el sendero de tierra y avanzó hasta el extremo del arrecife, donde yo había visto desaparecer a Bing. Llevaba en la mano la Biblia blanca. Allí, ante el agua, llamó a Dios y las gaviotas transportaron su vocecilla al cielo. Empezó diciendo «Dios mío querido» y terminó con «amén», y entre la primera expresión y la última habló en chino.

– Siempre he creído en tus bendiciones -le dijo a Dios, en el mismo tono de alabanza que usaba para los exagerados cumplidos chinos-. Sabíamos que llegarían, no las poníamos en duda. Tus decisiones eran las nuestras. Tú nos recompensabas por nuestra fe.

»A cambio siempre hemos procurado mostrarte nuestro respeto más profundo. Íbamos a tu casa, te dábamos dinero, cantábamos tus himnos. Nos diste más bendiciones, y ahora hemos extraviado una de ellas. Es cierto que hemos sido descuidados. Teníamos tantas cosas buenas que no podíamos pensar constantemente en todas ellas.

»Así, tal vez nos lo has ocultado para darnos una lección, para que tuviéramos más cuidado con tus dones en el futuro. Lo he aprendido, está grabado en mi memoria. Y ahora he venido para recuperar a Bing.

Escuché en silencio a mi madre, horrorizada, y me eché a llorar cuando le oí añadir:

– Perdónanos por sus malos modales. Mi hija, aquí presente, no dejará de darle mejores lecciones de obediencia antes de que el muchacho te visite de nuevo.

Después de la plegaria, su fe era tan grande que le vio, tres veces, saludándola con la mano desde más allá de la primera ola. «Nale!» (¡Allí!). Y permaneció en pie como un centinela, hasta que tres veces le falló la vista y Bing resultó ser una mancha oscura de algas agitadas.

Mi madre no agachó la cabeza. Regresó a la playa y dejó la Biblia. Cogió el termo y la taza y se acercó a la orilla. Entonces me dijo que la noche anterior había recordado su pasado, cuando era una muchacha en China, y he aquí lo que había hallado:

– Recuerdo que un chico perdió una mano a causa de los fuegos artificiales. Vi los jirones de su brazo y sus lágrimas, y entonces oí a su madre afirmar que le crecería otra mano, mejor que la perdida. Aquella madre dijo que pagaría multiplicada por diez una deuda ancestral, que usaría un tratamiento de agua para aplacar la ira de Chu Jung, el dios del fuego, con sus tres ojos. Y, en efecto, a la semana siguiente aquel niño montaba en bicicleta, ¡y cuando pasó ante mis ojos asombrados vi que sujetaba el manillar con las dos manos!

Entonces mi madre bajó el tono de voz, y cuando habló de nuevo lo hizo de un modo precavido y respetuoso.

– Cierta vez uno de nuestros antepasados robó aguo de un pozo sagrado. Ahora el agua trata de robar a su vez. Hemos de atemperar el malhumor del dragón serpenteante que vive en el mar. Tiene sujeto a Bing, y hemos de hacer que afloje su presa dándole otro tesoro que pueda esconder.

Mi madre vertió té endulzado con azúcar en la taza y la arrojó al mar. Entonces abrió el puño. Tenía en la palma un anillo con un zafiro azul pálido, regalo de su madre, que había muerto muchos años antes. Me dijo que la belleza de aquella piedra hacía que las madres la mirasen codiciosas, desatendiendo a los niños a los que vigilaban tan celosamente. Aquello haría que el dragón serpenteante se olvidara de Bing. Arrojó el anillo al agua.

Pero ni siquiera así Bing apareció de inmediato. Durante cosa de una hora no vimos más que algas a la deriva. Entonces mi madre se llevó las manos al pecho y exclamó:

– ¡Ya sé! Es porque estamos mirando en la dirección equivocada.

También yo vi a Bing caminando pesadamente en el extremo de la playa, los zapatos colgando de la mano, la morena cabeza gacha, extenuado. Pude sentir lo mismo que sentía mi madre. Experimentamos un instante de alegría inconmensurable. Y entonces, antes de que pudiéramos levantarnos, las dos le vimos encender un cigarrillo, crecer y convertirse en un desconocido.

– Vámonos, mamá -le dije lo más suavemente posible.

– Está aquí -dijo ella con firmeza, y señaló la pared irregular al otro lado del agua-. Le veo. Está en una cueva, sentado en un escalón por encima del agua. Tiene hambre y un poco de frío, pero ya ha aprendido a no quejarse demasiado.

Entonces se levantó y echó a andar por la arena como si fuese un camino pavimentado. Intenté seguida, caminando con dificultad y tropezando con los blandos montículos. Mi madre subió por el empinado sendero hasta el lugar donde estaba aparcado el coche, y ni siquiera jadeaba cuando sacó del maletero una gran cámara de neumático. Ató a este salvavidas el sedal de la caña de pescar de mi padre. Regresó a la orilla y lanzó la cámara al mar, sujetando el sedal.

– Esto irá al lugar donde está Bing -dijo con vehemencia-. Le hará volver.

Jamás había notado tanto nengkan en la voz de mi madre.

La cámara de neumático pareció corroborar su idea. Fue a la deriva hacia el otro lado de la cala, donde la zarandeó un oleaje más fuerte. El sedal se puso tenso y ella lo aferró, pero no pudo evitar que se rompiera y cayera al agua trazando una espiral.

Ambas nos dirigimos al extremo del arrecife. Ahora la cámara había llegado al otro lado de la cala, y una gran ola la arrojó contra la pared. La cámara hinchada saltó hacia arriba y luego fue absorbida bajo la pared, en una caverna. Poco después se asomó, y a partir de entonces una y otra vez desaparecía, emergía, negra y reluciente, informando fielmente que había visto a Bing e iba a intentar sacado de la cueva. Una y otra vez se sumergió y volvió a salir, vacía pero todavía esperanzada, hasta que, por fin, al cabo de unas doce veces, fue absorbida por la negra cavidad y, cuando salió, estaba desgarrada y desinflada.

Sólo entonces mi madre se dio por vencida. Jamás olvidaré la expresión de su rostro, una expresión de desesperación y horror absolutos, por haber perdido a Bing, por ser tan necia de creer que la fe le serviría para cambiar el destino. Y me sentí furiosa, ciegamente furiosa, porque todo nos había fallado.