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Al día siguiente puse en práctica un juego: ver si mi madre me daba por inútil antes de que contara ocho toques de de sirena. Al cabo de poco tiempo solía contar sólo uno, dos toques como máximo. Por fin estaba empezando a perder la esperanza.

Transcurrieron dos o tres meses sin que saliera a relucir mi faceta de niña prodigio. Un día mi madre estaba mirando el programa de Ed Sullivan por televisión. El receptor era viejo y el sonido se desvanecía continuamente. Cada vez que mi madre se levantaba a medias del sofá para ajustar el volumen, el sonido regresaba y se oían las palabras de Ed, pero en cuanto se sentaba, el presentador volvía a quedar en silencio. Se levantaba, y el televisor emitía música de piano a todo volumen; nada más sentarse, se hacía el silencio. Y así una y otra vez, arriba y abajo, adelante y atrás, silencio y sonido. Era como si mi madre y el receptor bailaran rápidamente una extraña danza en la que no se entrelazaran las parejas. Finalmente se levantó y permaneció al lado del televisor, con la mano en el botón del sonido.

Parecía fascinada por la música, una pieza de piano un tanto frenética, con una cualidad hipnotizante, unos pasajes rápidos seguidos por otros de ritmo marcado y guasón, antes de volver a las partes rápidas y retozonas.

– Ni kan -dijo mi madre, llamándome la atención con apresurados ademanes-o Mira esto.

Noté por qué aquella música fascinaba a mi madre. La estaba tocando una niña china, de unos nueve años, con un corte de pelo a lo Peter Pan y el atrevimiento de una Shirley Temple. Era orgullosamente recatada, como una buena muchacha china. Al terminar hizo una graciosa reverencia, de modo que la falda ahuecada de su vestido blanco descendió lentamente hacia el suelo, como los pétalos de un clavel enorme.

A pesar de estas señales de advertencia, no me preocupé. Nuestra familia no tenía piano y no podíamos permitirnos comprar uno, y no digamos costear resmas de papel de papel de música y clases de piano. Por eso pude ser generosa en mis comentarios cuando mi madre despotricó contra la niña de la televisión.

– Sabe tocar las notas, pero no suena bien -se quejó mi madre-. No es un sonido melodioso.

– ¿Por qué te metes con ella? -le dije sin pensarlo dos veces-. Es bastante buena. Tal vez no sea la mejor, pero pone mucho empeño. -Supe que en seguida me arrepentiría de haber dicho tal cosa.

– Lo mismo que tú -replicó mi madre-. No eres la mejor, porque no lo intentas.

Emitió un ligero bufido al tiempo que soltaba el botón del sonido y volvía a sentarse en el sofá.

La chinita también se sentó para tocar una repetición de la «Danza de Anitra» de Grieg. Recuerdo la canción porque más adelante tuve que aprender a tocarla.

Tres días después de aquel programa televisivo de Ed Sullivan, mi madre me comunicó el horario de las clases de teoría y práctica de piano. Había hablado con el señor que vivía en el primer piso de nuestro edificio. El señor Chong era profesor de piano retirado, y mi madre había trocado con él sus servicios de empleada doméstica por lecciones semanales y un piano para que yo practicara cada día, dos horas diarias, de cuatro a seis.

Cuando lo supe, me sentí como si mi madre me hubiera enviado al infierno. Sollocé y, cuando no pude soportarlo más, me puse a patalear.

– ¿Por qué no te gusto tal como soy? ¡N o soy ningún genio! ¡No puedo tocar el piano, y aunque pudiera no iría a la televisión aunque me dieras un millón de dólares!

Mi madre me abofeteó.

– ¿Quién te pide que seas un genio? -gritó-. Tan sólo deseo que des lo mejor de ti misma, por tu propio bien. ¿Crees que quiero que seas un genio? ¡Qué va! ¿Para qué? ¿Quién te pide tal cosa?

Luego le oí murmurar en chino: «Qué ingrata es. Si tuviera tanto talento como mal carácter, ya sería famosa».

El señor Chong, al que llamaba en secreto el abuelo Chong, era un hombre muy raro, que siempre estaba tamborileando los dedos, como si siguiera la música silenciosa de una orquesta invisible. Me parecía muy viejo, pues había perdido la mayor parte del pelo, usaba gafas de cristales gruesos y sus ojos daban siempre una impresión de fatiga y somnolencia, pero debía de ser más joven de lo que me figuraba, ya que vivía con su madre y aún no se había casado.

Vi a la vieja Chong una vez y fue suficiente. Despedía un olor peculiar, como el de un bebé que se ha hecho encima sus necesidades, y tenía los dedos como los de un muerto, como un viejo melocotón que encontré un día en el fondo del frigorífico, cuya piel se separaba de la carne al cogerlo.

Pronto descubrí que el abuelo Chong se había retirado de la enseñanza musical. Era sordo.

– ¡Como Beethoven! -me dijo alzando mucho la voz-. ¡Ambos escuchamos sólo dentro de la cabeza!

Y dicho esto empezó a dirigir sus frenéticas sonatas silenciosas.

Daba comienzo a las clases abriendo el libro y señalando distintas cosas, cuya finalidad me explicaba.

– ¡Tono! ¡Tiple! ¡Bajo! ¡Ni sostenido ni bemol! ¡Esto es do mayor! ¡Ahora escucha y haz como yo!

Entonces tocaba varias veces la escala de do, un acorde simple y, a continuación, como si le inspirase una antigua e inalcanzable comenzón, añadía gradualmente más notas, trinos consecutivos y un bajo martilleante, hasta que la música era en verdad magnífica.

Yo procuraba imitarle, tocando la escala simple, el acorde simple y luego alguna tontería, algo parecido a un gato correteando arriba y abajo sobre una hilera de cubos de basura. El abuelo Chong aplaudía sonriente.

– ¡Muy bien! -exclamaba-. Pero ahora has de aprender a mantener el compás.

Así descubrí que la vista del abuelo Chong era demasiado lenta para seguir las notas erróneas que yo tocaba. Él ejecutaba los movimientos en la mitad del tiempo. Para ayudarme a mantener el ritmo, se colocaba detrás de mí y me apretaba el hombro derecho con cada compás. Colocaba monedas sobre mis muñecas y yo debía tenerlas en equilibrio mientras tocaba lentamente escalas y arpegios. Me hacía curvar la mano alrededor de una manzana y mantener esa forma cuando tocaba acordes. Desfilaba rígidamente para enseñarme a mover cada dedo arriba y abajo, en staccato, como soldaditos obedientes. Me enseñó todas estas cosas, y así fue como aprendí también que podía ser perezosa y cometer impunemente muchos errores. Si tocaba mallas notas porque no había practicado bastante, nunca me corregía. Me limitaba a seguir el ritmo, mientras el abuelo Chong seguía dirigiendo su ensoñación particular.

Así pues, es posible que nunca me diera a mí misma una buena oportunidad. Comprendí los aspectos básicos con bastante rapidez, y podría haberme convertido en una buena pianista a edad temprana. Pero estaba tan decidida a no intentarlo, a no ser una persona distinta a la que era que sólo aprendí a tocar los preludios más ensordecedores, los himnos más discordantes.

En el transcurso del año siguiente practiqué de ese modo, obediente a mi manera. Entonces, cierto día, oí que mi madre y su amiga Lindo Jong hablaban en un tono alto y jactancioso, para que las demás pudieran oírlas. Era a la salida de la iglesia, y yo estaba apoyada en la pared de ladrillo, con unas rígidas enaguas blancas debajo del vestido. Waverly, la hija de tía Lindo, que tenía más o menos mi edad, también estaba junto a la pared, un par de metros más abajo. Habíamos crecido juntas y teníamos la intimidad de unas hermanas que se pelean por los lápices de colores y las muñecas. En otras palabras, nos teníamos un odio considerable, Waverly Jong, una presumida a mi modo de ver, había conseguido cierta fama como «la campeona china de ajedrez más pequeña de Chinatown».