Tras ver esta película hice una cosa terrible. Vi lo que debería hacer para no tener que casarme con Arnold. Empecé a dejar más arroz en mi cuenco y luego amplié mi prodigalidad más allá de la comida china. N o terminaba la tarta de maíz a la crema, el brócoli, las galletas crujientes de arroz o los bocadillos de mantequilla de cacahuete, y una vez, al morder una barra de caramelo y ver sus protuberancias, sus puntos oscuros y secretos, su viscosa cremosidad, también la sacrifiqué.
Me dije que probablemente no le sucedería nada a Arnold, que quizá no cogería la lepra, no iría a África y no moriría, y esto, de alguna manera, contrapesaba la sombría posibilidad de que le ocurriera.
No murió en seguida. Transcurrieron cinco años, a cuyo término yo había adelgazado muchísimo. No dejé de comer por Arnold, del que me había olvidado, sino para seguir la moda y ser tan anoréxica como las demás chicas de trece años que hacían régimen y descubrían otras maneras de vivir una adolescencia sufriente.
Un día estaba sentada a la mesa, esperando que mi madre terminara de envolver el almuerzo que yo siempre tiraba nada más doblar la esquina. Mi padre tomaba su desayuno, comiendo con los dedos: con una mano remojaba los extremos de las tiras de bacon en las yemas de huevo, mientras con la otra sujetaba el periódico.
– Dios mío, escucha esto -me dijo, todavía mojando el bacon.
Entonces me anunció que Arnold Reisman, un muchacho que vivía en nuestro barrio de Oakland, había fallecido a causa de complicaciones tras contraer el sarampión. Acababan de aceptarle en la universidad estatal de Hayward y tenía intención de estudiar podología.
– «Al principio la dolencia causó la perplejidad de los médicos, quienes informan que es muy infrecuente y en general ataca a niños y adolescentes entre diez y veinte años, meses o años después de haber contraído el virus. Según la madre del muchacho, éste ya padeció un sarampión ordinario a los doce años. En esta segunda ocasión, los trastornos empezaron a manifestarse como problemas de coordinación motora y letargo mental, que fueron en aumento hasta que entró en coma. El joven, de diecisiete años, no recobró la conciencia.» -Mi padre dejó de leer y me preguntó-: ¿No conocías a ese chico?
No le respondí, y mi madre comentó, mirándome:
– Ha sido una lástima, una verdadera lástima.
Pensé que podía leer en mi interior y sabía que yo era la causante de la muerte de Arnold. Estaba aterrada.
Aquella noche me di un atracón en mi cuarto. Había cogido del frigorífico un envase de litro de helado de fresa y tomé una cucharada tras otra, forzándome hasta no dejar nada. Más tarde, y durante varias horas, me acurruqué en el rellano de la salida de emergencia, fuera de mi dormitorio, vomitando en el envase vacío del helado, y recuerdo que me pregunté por qué comer algo bueno podía provocarme una sensación tan mala, mientras que vomitar algo terrible podía hacerme sentir tan bien.
La idea de que yo pudiera haber causado la muerte de Arnold no es tan ridícula. Tal vez estaba verdaderamente destinado a ser mi marido, porque, incluso hoy, me intriga que en el mundo, con su caos enorme, puedan darse tantas coincidencias, tantas similitudes y antagonismos exactos. ¿Por qué eligió Arnold para torturarme con sus gomas elásticas? ¿Cómo es posible que contrajera el sarampión el mismo año que yo empecé a odiarle de un modo consciente? ¿Y por qué pensé en Arnold en primer lugar -cuando mi madre miraba mi cuenco de arroz- y luego llegué a odiarle tanto? ¿Acaso el odio no es un simple resultado del amor herido?
E incluso cuando por fin puedo rechazar todo esto por ridículo, sigo pensando que de algún modo, en general, nos merecemos lo que obtenemos. Yo no obtuve a Arnold, sino a Harold.
Harold y yo trabajamos en la misma firma de arquitectura, Livotny y Asociados, sólo que Harold Livotny es un accionista y yo soy una asociada. Nos conocimos hace ocho años, antes de que él fundara Livotny y Asociados. Yo tenía veintiocho y era auxiliar de proyectos. El contaba entonces treinta y cuatro. Ambos trabajábamos en la sección de diseño y construcción de restaurantes de Harned Kelley y Davis.
Empezamos a almorzar juntos para hablar de los proyectos, y siempre pagábamos la cuenta a medias, aunque yo no solía comer más que una ensalada, porque tiendo a ganar peso con facilidad. Más adelante, cuando empezamos a reunimos en secreto para cenar, seguíamos dividiendo la cuenta. Y continuamos así, partiéndolo todo por la mitad. Yo incluso fomentaba ese sistema y a veces insistía en pagar el totaclass="underline" comida, bebida y propina. La verdad es que no me molestaba.
– Eres extraordinaria, Lena -me dijo Harold al cabo de seis meses de cenas, cinco de hacer el amor después de haber comido y una semana de tímidas y bobas confesiones amorosas.
Estábamos en la cama, entre unas sábanas nuevas de color púrpura que le había comprado. Sus viejas sábanas blancas estaban manchadas en lugares reveladores, lo cual no era muy romántico.
Me rozó el cuello con los labios y susurró:
– Creo que no he conocido jamás a otra mujer que sea al mismo tiempo tan…
Recuerdo que sentí una punzada de temor al oír las palabras «otra mujer», porque podía imaginar docenas, centenares de adoradoras ansiosas de pagarle a Harold el desayuno, el almuerzo y la cena para experimentar el placer de su aliento en la piel.
Entonces me mordisqueó el cuello y me dijo precipitadamente:
– Ni ninguna tan suave, tan dulce, tan adorable como tú,
Sentí un deliquio, sorprendida por esta última revelación de amor, extrañada de que una persona tan notable como Harold pudiera considerarme extraordinaria.
Ahora que estoy airada con Harold, me resulta difícil recordar qué era tan notable en él. Sé que tenía buenas cualidades, porque de lo contrario no habría sido tan estúpida de enamorarme y casarme con él. Todo lo que puedo recordar es que me sentía muy afortunada y, en consecuencia, me preocupaba que esa buena suerte desapareciera algún día.
Cuando fantaseaba sobre la posibilidad de vivir con él, también experimentaba los temores más profundos: me diría que olía mal, que tenía unos hábitos terribles en el baño, que mis gustos en música y televisión eran atroces. Me preocupaba que algún día Harold tuviera que graduarse la vista y, al ponerse las gafas nuevas, me mirase y dijera: «¿Qué es esto? No eres la chica que creía que eras, ¿verdad?».
Creo que esa sensación de temor nunca me abandonó, el temor a que un día me viera tal como soy, me recriminara por ser una farsante. Pero hace poco, una amiga mía, Rose, sometida ahora a terapia porque su matrimonio ya se ha deshecho, me dijo que esa clase de pensamientos son corrientes en mujeres como nosotras.
– Al principio pensaba que se debía a que me habían educado en la humildad china -me dijo Rose-, o tal vez a que, el hecho de ser china, tienes que aceptarlo todo, fluir con el Tao sin producir ninguna ola. Pero mi terapeuta me preguntó por qué culpaba a mi cultura, mi raza. Y recordé un artículo que leí sobre los nacidos en la posguerra. Decía que somos una generación que espera lo mejor y, cuando lo conseguimos, nos preocupamos pensando que tal vez deberíamos haber esperado más, porque, después de cierta edad, todos los réditos disminuyen.