– ¿Podrías cerrar las ventanas, por favor?
El me mira, suspira y sonríe, cierra las ventanas y luego se sienta en el suelo y abre una revista. Yo estoy sentadaza en el sofá, enfurruñada, y no sé por qué. Harold no ha hecho nada irritante. Se limita a ser Harold.
Incluso antes de hacerlo, sé que voy a iniciar una pelea tan virulenta que no sabré controlarla. Pero lo hago de todos modos. Voy al frigorífico y tacho la palabra «helado» en la columna de la lista correspondiente a Harold.
– ¿Qué estás haciendo?
– No creo que debas seguir obteniendo crédito por tu helado.
El se encoge de hombros, divertido.
– Me parece bien.
– ¡¿Por qué tienes que ser tan condenadamente justo?! -le grito.
Harold deja la revista a un lado y me mira boquiabierto y exasperado.
– ¿Qué es esto? ¿Por qué no dices lo que te ocurre?
– No sé… no sé… Es todo… la manera de contarlo lodo, lo que compartimos, lo que no compartimos. Estoy demasiado harta de eso, de sumar, restar y compensar. Me asquea.
– Fuiste tú la que quisiste el gato.
– ¿De qué estás hablando?
– De acuerdo, si crees que soy injusto porque te hago pagar a los exterminadores de pulgas, los pagaremos los dos.
– ¡No se trata de eso!
– ¡Entonces dime de qué se trata, por favor!
Me echo a llorar, cosa que Harold detesta. Siempre le hace sentirse incómodo e irritado. Cree que es un recurso manipulador. Pero no puedo evitado, porque ahora me doy cuenta de que no sé cuál es el motivo de la discusión. ¿Le estoy pidiendo a Harold que me mantenga? ¿Le pido que esté de acuerdo en que yo pague menos de la mitad? ¿Creo de veras que deberíamos dejar de contado todo? ¿No seguiríamos haciéndolo mentalmente? ¿No acabaría Harold pagando más? ¿Y no me sentiría entonces peor, porque no seríamos iguales? O tal vez deberíamos haber empezado por no casarnos. Tal vez Harold es un mal hombre. Tal vez yo tenga la culpa de que se haya vuelto así.
Nada de todo esto parece correcto, nada tiene sentido. No puedo admitir ninguna de estas cosas y estoy totalmente desesperada.
– Mira, creo que debemos cambiar la situación -le digo cuando me parece que puedo dominar mi voz, pero mi resolución flaquea en seguida y añado entre sollozos-: Tenemos que pensar en qué se basa realmente nuestro matrimonio… no en esta hoja de balance, en lo que uno le debe al otro.
– Mierda -dice Harold. Suspira y se inclina hacia atrás, como si pensara en mis palabras. Luego añade en un tono que me parece dolido-: Mira, sé que nuestro matrimonio se basa en algo más que en una hoja de balance, en mucho más, y si tú no lo crees así, entonces me parece que deberías pensar en qué más quieres, antes de cambiar las cosas.
Ahora no sé qué pensar. ¿Qué estoy diciendo? ¿Qué dice él? Permanecemos sentados en la sala, silenciosos. La atmósfera es bochornosa. Miró a través de la ventana y veo el valle a lo lejos, el centelleo de millares de luces que brillan en la neblina del verano. Entonces oigo el sonido de cristal roto, en el piso de arriba, y de una silla que raspa el suelo.
Harold empieza a levantarse, pero le digo:
– No, yo iré a ver.
La puerta está abierta, pero la habitación a oscuras.
– ¿Mamá? -inquiero.
Veo en seguida lo ocurrido: la mesita auxiliar de mármol se ha derrumbado sobre sus delgadas patas negras. A un lado está el florero negro, el suave cilindro roto en dos mitades y las fresias esparcidas sobre un charco de agua.
Entonces veo a mi madre, sentada aliado de la ventana abierta, su oscura silueta contra el cielo nocturno. Se vuelve hacia mí, pero no puedo verle el rostro.
– Se ha caído -dice simplemente, sin pedir disculpas.
– No importa -le digo, y empiezo a recoger los fragmentos de vidrio-. Sabía que ocurriría.
– Entonces, ¿por qué no le pones fin? -pregunta mi madre.
Y me digo que es una pregunta tan sencilla…
WAVERLY JONG
Había llevado a mi madre a mi restaurante chino preferido, con la esperanza de ponerla de buen humor, pero fue un desastre.
Cuando nos encontramos en el restaurante Cuatro Direcciones, mostró de inmediato su desaprobación por mi aspecto.
– Aii ya!¿Qué te has hecho en el pelo? -me preguntó en chino.
– Me lo he cortado, eso es todo.
Esta vez el señor Rory me había hecho un peinado diferente, con un fleco brusco y asimétrico, más corto en el lado izquierdo. Era un estilo a la moda, aunque no totalmente radical.
– Parece cortado de un tajo -comentó-. Tienes que pedir te devuelvan el dinero.
Suspiré.
– Vamos a tomar una buena comida, ¿de acuerdo?
Ella examinó el menú con expresión de desagrado.
– No hay demasiadas cosas buenas -musitó. Entonces tocó el brazo del camarero, deslizó un dedo a lo largo de los palillos y lo husmeó-. ¿Espera que coma con esta cosa grasienta?
Lavó ostentosamente su cuenco de arroz con té caliente y luego advirtió a otros clientes del restaurante para que hicieran lo mismo. Dijo al camarero que quería la sopa muy caliente y, por supuesto, con su lengua de experta consideró que ni siquiera estaba tibia.
– No deberías enfadarte tanto -le dije después de que discutiera por un par de dólares que cobraron porque pidió té de crisantemo en vez del té verde corriente-. Además, una tensión innecesaria no es buena para tu corazón.
– A mi corazón no le pasa nada -replicó ofendida, mirando despectivamente al camarero.
Y estaba en lo cierto. A pesar de la tensión a que la somete su carácter -y ella somete a los demás- los médicos han afirmado que mi madre, a los sesenta y nueve años, tiene la presión sanguínea de una niña de dieciséis y la fuerza de un caballo, lo cual es así, en efecto, pues nació en 1918, año del Caballo, destinada a ser testaruda y sincera hasta el punto de prescindir del tacto. Ella y yo formamos una mala combinación, porque soy Conejo, nacida en 1951, supuestamente sensible pero con tendencia a ser susceptible e inquietarme a la primera señal de crítica.
Tras nuestro lamentable almuerzo, abandoné la idea de que podía encontrar una buena ocasión para darle la noticia de que Rich Shields y yo vamos a casarnos.
– ¿Por qué estás tan nerviosa? -me preguntó mi amiga Marlene Ferber por teléfono la otra noche-. No es como si Rich fuese la hez de la sociedad. Por Dios, es un abogado especializado en impuestos, como tú. ¿Cómo puede criticar eso?
– No conoces a mi madre. Para ella nada es nunca suficientemente bueno.
– Pues fúgate con él -sugirió Marlene.
– Eso es lo que hice con Marvin.
Marvin fue mi primer marido y había sido mi novio la escuela secundaria.
– Pues entonces ya tienes experiencia -dijo Marlene.
– Cuando mi madre nos encontró, nos tiró un zapato… y eso fue sólo el comienzo.
Mi madre no conocía a Rich. De hecho, cada vez que sacaba su nombre a colación, cuando decía, por ejemplo, que Rich y yo habíamos ido a un concierto, que Rich había llevado al zoo a Shoshana, mi hija de cuatro años, mi madre encontraba la manera de cambiar de tema.
Mientras esperábamos que nos trajeran la cuenta en el restaurante Cuatro Direcciones, le comenté:
– ¿Te he contado lo bien que se lo pasó Shoshana con Rich en el Exploratorium? Él…
– Ah -me interrumpió-, no te lo he dicho. Es sobre tu padre. Los médicos decían que quizá necesitaría cirugía exploratoria. Pero no, ahora dicen que todo normal, sólo tiene un estreñimiento excesivo.
Me di por vencida. En seguida caímos en la rutina habitual. Pagué la cuenta con un billete de diez dólares y tres de uno. Mi madre retiró los tres billetes de dólar, contó las monedas exactas, trece centavos, y las puso en la bandeja en vez de los billetes, explicándome con firmeza: «¡Nada de propina!», al tiempo que echaba atrás la cabeza con una sonrisa triunfante. Y mientras ella iba al lavabo, le deslicé al camarero un billete de cinco dólares. El meneó la cabeza, con una profunda comprensión. Mientras ella estaba ausente ideé otro plan.