– Choszle! (¡Ahí dentro huele que apesta!) -murmuró al salir del lavabo. Me enseñó un paquetito de Kleenex, pues no confiaba en el papel higiénico de los demás-. ¿Lo necesitas?
Hice un gesto negativo con la cabeza.
– Antes de dejarte vamos a pasar un momento por casa -le dije-. Quiero mostrarte algo.
Hacía meses que mi madre no iba al piso. Cuando estaba casada con mi primer marido, solía presentarse sin previo aviso, hasta que un día le sugerí que telefoneara con antelación. Desde entonces se ha negado a venir, a menos que la invite oficialmente.
Así pues, observé su reacción ante los cambios producidos en el piso, desde la vivienda que mantuve impecable después del divorcio, cuando de súbito tuve demasiado tiempo para ordenar mi vida, hasta el caos actual de un hogar lleno de vida y amor. Por el pasillo estaban esparcidos los juguetes de Shoshana, todos de plástico brillante y con las piezas diseminadas. En la sala de estar había un juego de barras con pesas, dos copas de coñac sucias sobre la mesita de centro, las entrañas de un teléfono que Shoshana y Rich desmontaron el otro día para ver de dónde salían las voces.
– Está ahí, al fondo -le dije.
Seguimos andando hacia el dormitorio trasero. La cama estaba sin hacer, los cajones de la cómoda abiertos e inclinados, por lo que algunos calcetines y corbatas habían caído al suelo. Mi madre pisó unos zapatos de marcha, más juguetes de Shoshana, las zapatillas negras de Rich, mis pañuelos, un rimero de camisas blancas colocado detrás del aspirador.
Su expresión era de dolor y rechazo, y me recordaba la época lejana en que nos llevó a mis hermanos y a mí a un dispensario para que nos revacunaran contra la polio. Cuando la aguja penetró en el brazo de mi hermano y éste gritó, mi madre me miró angustiada y me aseguró: «Al siguiente no le hará daño».
Ahora, sin embargo, ¿cómo podía ignorar mi madre que estábamos viviendo juntos, que lo nuestro iba en serio y no desaparecería aunque ella se empeñara en silenciarlo? Tenía que decir algo.
Abrí el armario y saqué el chaquetón de visón que Rich me había regalado para Navidad. Era el regalo más extravagante que había recibido en toda mi vida. Me lo puse.
– Es un regalo tonto -dije nerviosamente-. En San Francisco nunca hace bastante frío para llevar visón, pero parece que es una moda, lo que los hombres compran a sus esposas y novias estos días.
Mi madre guardaba silencio. Estaba mirando el armario abierto, lleno de zapatos, corbatas, mis vestidos y los trajes de Rich. Tocó el visón.
– Esto no es tan bueno -dijo por fin-. No son más que tiras sobrantes y la piel es demasiado corta, sin pelos largos.
– ¡Cómo puedes criticar un regalo! -protesté, profundamente herida-. Me lo ha regalado con todo su cariño.
– Por eso me preocupa -replicó.
Miré el chaquetón reflejado en el espejo y ya no pude seguir teniendo a raya la fuerza de voluntad de mi madre, su capacidad para hacerme ver negro lo que había sido blanco y viceversa. La prenda parecía pobre, una mala imitación del lujo verdadero.
– ¿No vas a decir nada más? -le pregunté con suavidad.
– ¿Qué debería decir?
– Sobre el piso, sobre todo esto. -Hice un gesto abarcando las señales diseminadas de la presencia de Rich.
Ella miró a su alrededor, luego hacia el pasillo y, finalmente, dijo:
– Tienes una carrera, estás ocupada, quieres vivir con este desorden. ¿Qué puedo decir?
Mi madre sabe cómo tocar una fibra sensible, y el dolor que siento es peor que el de cualquier otra clase de aflicción, porque lo que ella hace me afecta siempre como una conmoción, exactamente como una sacudida eléctrica, que se instala permanentemente en mi memoria. Todavía recuerdo la primera vez que lo experimenté.
Tenía entonces diez años y, aunque pequeña, sabía que mi habilidad en el juego de ajedrez era un don. No me costaba esfuerzo, era muy fácil para mí. Podía ver sobre el tablero cosas que a otros les pasaban inadvertidas. Podía levantar barreras protectoras que eran invisibles para mis adversarios. Y este don me proporcionó una confianza suprema. Sabía que harían mis adversarios, jugada tras jugada. Sabía en que preciso instante cambiaría su expresión cuando mi estrategia en apariencia sencilla e infantil se revelara como una trayectoria devastadora e irrevocable. Me encantaba ganar.
Y a mi madre le gustaba alardear de mí, mostrarme como uno de mis muchos trofeos que ella abrillantaba. Solía comentar mis jugadas como si ella hubiera ideado las estrategias.
– Le dije a mi hija que usara sus caballos para atropellar al enemigo -informó a un tendero-. De esta manera ganó con mucha rapidez.
Y, por supuesto, había dicho eso antes de la partida… eso y un centenar de otras cosas inútiles que no habían tenido nada que ver con mi triunfo.
Cuando nos visitaban amigos de la familia les confiaba:
– No hace falta ser muy listo para ganar en el ajedrez. Todo son trucos. Soplas desde el norte, el sur, el este y el oeste, y el contrario se confunde, no sabe hacia qué lado correr.
Yo detestaba esa manera de arrogarse todo el mérito, y un día se lo dije así, gritándole en la calle Stockton, en medio de la gente. Le dije que no sabía nada y que no debería alardear, sino callarse. No recuerdo mis palabras exactas, pero en esencia era eso.
Aquella noche y el día siguiente no me dirigió la palabra. Habló duramente de mí a mi padre y mis hermanos, como si me hubiera vuelto invisible y hablara de un pescado podrido que había tirado pero cuyo olor persistía.
Yo conocía esta estrategia, la manera solapada de provocar la ira de alguien y hacerle caer en una trampa, así que hice caso omiso de ella, me negué a hablar y esperé a que cediera.
Después de que transcurrieran muchos días en silencio me senté en mi cuarto, mirando las sesenta y cuatro casillas del tablero e intentando pensar en otro sistema. Entonces decidí dejar de jugar al ajedrez.
Por supuesto, no quería abandonarlo para siempre, sino sólo por unos días, como máximo, y expuse ostentosamente mi decisión. En vez de practicar en mi habitación cada noche, como hacía siempre, fui a la sala y me senté ante el televisor con mis hermanos, quienes se quedaron mirándome, molestos por la intrusión. Los usé para reforzar mi plan, hice crujir los nudillos para fastidiarles.
– ¡Mamá! -gritaron-. Dile que pare, que se vaya.
Pero mi madre no dijo nada.
No me preocupé por eso, pero comprendí que debía hacer una jugada más temeraria. Decidí sacrificar un torneo que iba a celebrarse al cabo de una semana. Me negaría a participar en él, y sin duda mi madre se vería obligada a dar explicaciones sobre mi conducta, porque los patrocinadores y las asociaciones de beneficencia empezarían a llamarla, a rilarle y suplicarle que me hiciera jugar de nuevo.
Se celebró el torneo sin mí, y mi madre no me preguntó entre lágrimas por qué no jugaba al ajedrez. En cambio, lloré en mi interior, porque supe que un chico al que derroté fácilmente en otras dos ocasiones había sido el triunfador.
Comprendí que mi madre sabía más trucos de los que yo había pensado, pero ahora estaba harta de su juego. Quería empezar a practicar para el próximo torneo, de modo que fingí que la dejaba ganar. Yo sería la primera en hablar.
– Estoy dispuesta a jugar de nuevo al ajedrez -le anuncié.
Había imaginado que ella sonreiría y me preguntaría si quería comer algo especial, pero, en vez de hacer eso, frunció el ceño y me miró con fijeza a los ojos, como si pudiera sacarme a la fuerza alguna verdad.