– ¿Por qué me dices eso? -me preguntó por fin en tono estridente-. Crees que es tan fácil… Un día abandonas, al otro juegas. Todo lo haces igual manera. Tan lista, tan desenvuelta, tan rápida.
– He dicho que jugaré -gemí.
– ¡No! -gritó, con tal vehemencia que me sobresalté-. Ya no va a ser tan fácil.
Yo temblaba, pasmada por lo que acababa de oír, sin saber qué significaba. Entonces regresé a mi habitación, me quedé mirando el tablero de ajedrez, sus sesenta y cuatro casillas, tratando de encontrar la manera de resolver aquella situación terrible, y tras pasar así muchas horas, llegué a creer que en verdad había convertido en blancas las casillas negras y viceversa, y que todo se arreglaría.
Y, por supuesto, volví a salirme con la mía. Aquella noche me dio una fiebre alta y ella se sentó al lado de mi cama y me regañó por haber ido a la escuela sin ponerme el suéter. Por la mañana seguía allí, y me alimentó con gachas de arroz perfumado con caldo de polvo que ella misma había colado. Dijo que me daba aquello porque tenía la varicela y un pollo sabría cómo vencer a otro [3]. Por la tarde se sentó en una silla y me tejió un suéter de color rosa mientras me hablaba del que tía Suyuan había tejido para su hija June, que era feísimo y de la peor lana. Me sentí dichosa porque mi madre volvía a ser la de siempre.
En el siguiente torneo, aunque mi actuación fue buena en conjunto, al final no obtuve suficientes puntos y perdí. Lo peor de todo fue que mi madre no dijo nada. Iba de un lado a otro con semblante satisfecho, como si mi fracaso fuese una estrategia ideada por ella.
Yo estaba horrorizada. Todos los días pasaba varias horas rumiando lo que había perdido. Sabía que no era sólo el último torneo. Examiné cada jugada, cada pieza, cada casilla, y ya no podía ver las armas secretas de cada pieza, la magia en la intersección de las casillas, sino que sólo veía mis errores y debilidades. Era como si hubiera perdido mi armadura mágica y todo el mundo pudiese ver por dónde era fácil atacarme.
Durante las semanas siguientes y en los meses y años posteriores seguí jugando, pero nunca con la misma sensación de confianza suprema. Me esforzaba al máximo, con temor y desesperación. Cuando ganaba, me sentía agradecida y aliviada, y cuando perdía se apoderaba de mí un miedo creciente, que cedió el paso al terror de no ser ya un prodigio, de haber perdido el don y no ser más que una persona del todo ordinaria.
Cuando perdí por segunda vez frente al muchacho a quien había derrotado tan fácilmente unos años antes, dejé de jugar por completo. Y nadie protestó. Tenía catorce años.
– Oye, la verdad es que no te entiendo -me dijo Marlene cuando la llamé por la noche, un día después de haberle enseñado a mi madre el chaquetón de visón-. Puedes decir a los de Hacienda que se vayan a hacer puñetas, pero no eres capaz de hacer frente a tu propia madre.
– Siempre intento hacerlo, pero ella dice esas cosas solapadas, lanza bombas de humo, hace observaciones irónicas y…
– ¿Por qué no le dices que deje de torturarte? -me interrumpió Marlene-. Pídele que no siga arruinando tu vida, dile que se calle.
– Eso es gracioso -repliqué, casi riendo-. ¿Quieres que le diga a mi madre que se calle?
– Claro, ¿por qué no?
– Pues… no sé si está legislado explícitamente, pero jamás puedes decirle a una madre china que se calle. Podrían acusarte como cómplice de tu propio asesinato.
No temía tanto a mi madre como a Rich. Ya sabía lo que ella iba a hacer, cómo le atacaría y criticaría. Al principio no dejaría traslucir nada. Luego comentaría cualquier pequeñez, algo en lo que se habría fijado, y luego haría otro ligero comentario y otro y otro más, cada uno lanzado como puñadito de arena desde esta dirección, luego desde atrás y así sucesivamente, hasta que hubiera erosionado por completo el aspecto de Rich, su carácter, su alma. Y aunque yo reconociera su estrategia, su ataque solapado, temía que alguna pavesa invisible de verdad me entrara en el ojo, empañara lo que estaba viendo y Rich pasara de ser el hombre divino que era para mí a un individuo mundano, herido mortalmente con hábitos tediosos e imperfecciones irritantes.
Eso es lo que sucedió en mi primer matrimonio, con Marvin Chen, con quien me fugué cuando tenía dieciocho años y él diecinueve. En la época en que amaba a Marvin, él era casi perfecto. Se graduó en Lowell, con el tercer lugar de su clase, y obtuvo una beca completa en Stanford. Jugaba al tenis, tenía músculos sobresalientes en las pantorrillas y ciento cuarenta y seis pelos negros y lacios en el pecho. Hacía reír a todo el mundo y su propia risa era profunda, sonora, masculinamente sensual. Se enorgullecía de tener posturas amorosas favoritas en los distintos días y horas de la semana. No tenía más que susurrar «miércoles por la tarde» y yo me estremecía.
Pero transcurrió el tiempo, y cuando mi madre hubo dicho todo lo que pensaba de él, vi que la pereza había encogido el cerebro de Marvin, de modo que ahora sólo servía para pensar excusas. Perseguía pelotas de golf y tenis y para huir de las responsabilidades familiares. Su mirada vagabundeaba por las piernas de otras mujeres, y así ya no sabía regresar directamente a casa. Le gustaba gastar bromas que hacían sentirse ridículos a los demás, hacía gala de su generosidad dando propinas de diez dólares a desconocidos, pero era cicatero con los regalos para la familia. Consideraba que encerar su coche deportivo rojo era más importante que usarlo para llevar a su mujer a alguna parte.
Mis sentimientos hacia Marvin nunca alcanzaron el nivel del odio. No, pero en cierto modo fue peor. Pasaron de la decepción al desprecio ya un aburrimiento apático. Sólo después de nuestra separación, en las noches en que Shoshana dormía y yo estaba sola, me preguntaba si mi madre no habría envenenado mi matrimonio.
Gracias a Dios, su veneno no afectó a mi hija Shoshana. Sin embargo, estuve a punto de abortarla. Cuando supe que estaba embarazada, me puse furiosa, consideré secretamente mi embarazo como mi «resentimiento creciente» e insistí en que Marvin acudiera a la clínica para que sufriera también las molestias del embarazo. Resultó que nos habíamos equivocado al elegir la clínica. Allí nos pasaron una película que era un terrible lavado dé cerebro puritano. Vi aquellos fetos, a los que llamaban bebés cuando sólo tenían siete semanas de desarrollo, con unos dedos minúsculos, y decían que los deditos del bebé podían moverse, que debíamos imaginarlos aferrándose a la vida, tratando de coger una oportunidad, que eran un milagro. Si hubieran mostrado cualquier otra cosa excepto dedos minúsculos… Gracias a Dios que lo hicieron, porque Shoshana fue realmente un milagro. Era perfecta. Cada uno de sus detalles me parecía notable, sobre todo la manera en que flexionaba y curvaba los dedos. Desde el mismo momento en que apartó el puño de la boca para llorar, supe que mis sentimientos hacia ella eran inviolables.
Pero Rich me preocupaba, pues sabía que mis sentimientos eran vulnerables, que podían caer derribados por las sospechas, las observaciones casuales y las indirectas de mi madre. Y temía lo que perdería entonces, porque Rich Shields me adoraba de la misma manera que yo adoraba a Shoshana. Su amor era inequívoco y nada podía cambiarlo. No esperaba nada de mí; mi mera existencia le bastaba. Y, al mismo tiempo, decía que había cambiado, para mejor, gracias mí. Era turbadoramente romántico, e insistía en que no lo había sido hasta que me conoció. Esta confesión hizo que sus gestos románticos me parecieran tanto más ennoblecedores. En el trabajo, por ejemplo, cuando grapaba notas de «FYI, para tu información» en los informes legales y declaraciones de impuestos de las empresas que yo debía revisar, las firmaba al pie: «FYI, Tú y yo para siempre» [4]. La empresa desconocía nuestra relación, y por ello esa clase de conducta temeraria por su parte me emocionaba.