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– Quinta Esposa es tan joven que no ha traído a ninguno de sus criados, sino sólo un aya.

Alcé la vista y vi a mi madre mirando desde su ventana, observándolo todo. De esta manera informal mi madre descubrió que Wu Tsing había tomado su cuarta concubina, la cual no era en realidad más que un capricho, un decorado absurdo para el nuevo coche de aquel hombre.

Mi madre no tuvo celos de aquella muchacha a quien ahora llamarían Quinta Esposa. ¿Por qué habría de tenerlos? No amaba a Wu Tsing. En China una mujer no se casaba por amor, sino para tener una posición, y más adelante supe que la posición de mi madre era la peor.

Tras la llegada a casa de Wu Tsing y Quinta Esposa, mi madre solía quedarse en su habitación, bordando. Por la tarde salíamos a dar largos paseos por la ciudad, en busca de un rollo de seda cuyo color, al parecer, no sabía nombrar. Su desdicha era semejante: no podía nombrarla.

Y así, aunque todo parecía apacible, yo sabía que no lo era. Quizá te preguntes cómo una niña de sólo nueve años puede saber esas cosas. Ahora yo misma me lo pregunto. Sólo recuerdo lo incómoda que me sentía, cómo me encogía el estómago la certidumbre de que iba a ocurrir algo terrible. Y puedo asegurarte que era una sensación casi tan mala como la que experimenté unos quince años después, cuando empezaron a caer las bombas japonesas y, aguzando el oído, oí a lo lejos un rumor sordo y supe que no había manera de detener lo que se aproximaba.

Pocos días después de la llegada de Wu Tsing a casa, me desperté en plena noche. Mi madre me movía suavemente el hombro.

– An-mei, sé buena chica -me dijo con voz fatigada-. Ve ahora a la habitación de Yan Chang.

Me restregué los ojos y, mientras me despertaba, vi una sombra y me eché a llorar. Era Wu Tsing.

– Tranquilízate, no ocurre nada -susurró mi madre-. Vete con Yan Chang.

Me cogió en sus brazos y me depositó lentamente en el frío suelo. Oí que el reloj de madera empezaba a sonar y poco después la voz profunda de Wu Tsing quejándose del frío. Cuando me reuní con Yan Chang, ésta actuó como si me estuviera esperando y supiera que iba a llorar.

A la mañana siguiente no fui capaz de mirar a mi madre, pero vi que Quinta Esposa tenía el rostro hinchado como el mío; durante el desayuno, delante de todo el mundo, su cólera estalló por fin y gritó rudamente a una criada porque le servía con demasiada lentitud. Todos, hasta mi madre, la miraron sorprendidos de sus malos modales y de que criticara de esa manera a una criada. Vi que Wu Tsing la miraba como un padre severo, y ella se echó a llorar. Pero luego, aquella misma mañana, Quinta Esposa volvía a sonreír y se pavoneaba con un vestido y unos zapatos nuevos.

Aquella tarde mi madre me habló de su desdicha por primera vez. Estábamos en un jinrikisha, camino de una mercería en busca de hilo para bordar.

– ¿Te das cuenta de lo desgraciada que es mi vida? -se lamentó-. ¿Ves que no tengo ninguna posición? Ha traído a casa una nueva esposa, una chica de clase baja, de piel oscura y sin modales! La ha comprado por un puñado de dólares a una pobre familia pueblerina que se dedica a fabricar tejas de barro. Y por la noche, cuando ya no puede usada, él viene a mí despidiendo su olor a barro. -Ahora lloraba y, más que hablar, farfulló como una loca-: Ya ves que una cuarta es menos que una quinta. No debes olvidado, An-Mei. Yo fui una primera esposa, yi tai, la esposa de un erudito. ¡Tu madre no siempre ha sido Cuarta Esposa, Sz Tai!

Pronunció con tanto odio esa palabra, sz, que me estremecí., Sonaba como la sz que significa «morir», y recordé que Popo me dijo una vez que el cuatro es un número muy agorero porque si lo pronuncias airadamente, siempre le das el sentido erróneo.

Llegó el Rocío Frío, empezó a helar y Segunda y Tercera Esposa, hijos y criados regresaron a Tientsin. Hubo una gran conmoción a su llegada. Wu Tsing había permitido que el coche nuevo fuese a la estación pero, naturalmente, no bastaba para transportarlos a todos. De acuerdo que seguían al automóvil unos doce jinrikishas, que avanzaban dando brincos, como grillos en pos de un gran escarabajo brillante. Del coche empezaron a bajar mujeres.

Mi madre estaba detrás de mí, dispuesta a saludar a los recién llegados. Una mujer que llevaba un sencillo vestido extranjero y unos zapatos grandes y feos se acercó a nosotras. La seguían tres niñas, una de ellas de mi edad.

– Esta es Tercera Esposa y sus tres hijas -dijo mi madre.

Las tres niñas eran aún más tímidas que yo. Rodearon a su madre, con la cabeza gacha y sin decir nada, pero yo seguí mirándolas. Eran tan poco agraciadas como su madre, con los dientes grandes, los labios gruesos y las cejas tan hirsutas como una oruga. Tercera Esposa me saludó cariñosamente y permitió que le llevara uno de sus paquetes. Mi madre apoyaba su mano en mi hombro, y noté que se ponía rígida.

– También está Segunda Esposa -susurró-. Querrá que la llames Madre Grande.

Vi a una mujer que llevaba un largo abrigo negro de piel y ropas occidentales de color oscuro, muy elegantes. Sostenía en brazos a un niño pequeño de gruesas mejillas rosadas, que tendría unos dos años.

– Es Syaudi, tu hermanito -susurró mi madre.

El pequeño llevaba un gorro de la misma piel oscura y curvaba el dedo meñique alrededor del collar de perlas de Segunda Esposa. Me pregunté cómo podía ésta tener un hijo de tan corta edad. Era bastante guapa y parecía sana, pero ya muy mayor, tal vez tuviera cuarenta y cinco años. Entregó el bebé a una sirvienta y empezó a dar instrucciones a las numerosas personas que seguían apiñadas a su alrededor.

Entonces Segunda Esposa se me acercó sonriente, su abrigo de piel destellando a cada paso. Cuando llegó a mi lado me dio unas palmaditas en la cabeza y, con un rápido y garboso movimiento de sus pequeñas manos, se quitó el largo collar de perlas y lo puso alrededor de mi cuello.

Era la joya más hermosa que yo había visto jamás, diseñada al estilo occidental, cada perla del mismo tamaño e idéntico tono rosado, con un pesado broche de plata ornamentada que unía los extremos.

Mi madre se apresuró a protestar.

– Esto es demasiado para una niña pequeña. Lo romperá… lo perderá.

Pero Segunda Esposa se limitó a decirme:

– Una niña tan bonita necesita algo que le ilumine el rostro.

Por la manera en que mi madre retrocedió y guardó silencio, comprendí que estaba enfadada. No le gustaba Segunda Esposa, y yo debía ser cuidadosa al mostrar mis sentimientos, para que mi madre no pensara que aquella mujer se había ganado mi voluntad. Sin embargo, me sentía atolondrada, rebosante de alegría porque Segunda Esposa me había hecho aquel favor especial.

– Gracias, Madre Grande -dije a Segunda Esposa. Bajé los ojos para que no me viera el rostro, pero aun así no pude evitar una sonrisa.

Por la tarde, cuando mi madre y yo tomamos el té en su habitación, supe que su enfado persistía.

– Ten cuidado, An-mei -me dijo-. Lo que ella te dice no es auténtico. Siempre forma nubes con una mano y lluvia y con la otra. Intenta engañarte para que hagas cualquier cosa por ella. -Permanecí inmóvil, tratando de no prestar atención a mi madre. Pensaba que protestaba demasiado, que posiblemente todas sus desdichas se originaban en sus quejas. Pensaba que no debía escucharla. Entonces me sorprendió -: Dame el collar -dijo de pronto. Me quedé mirándola sin moverme y ella insistió-: Como no me crees, debes darme el collar. No permitiré que te compre por tan bajo precio.