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Seguí sin moverme, y ella se levantó, se acercó a mi lado y me quitó el collar del cuello. Sin darme tiempo a gritar para impedírselo, lo tiró al suelo y lo pisó. Cundo lo puso sobre la mesa, vi lo que había hecho. Aquel collar que casi había comprado mi corazón y mi mente, tenía ahora una cuenta de cristal rota.

Más tarde mi madre extrajo aquella cuenta rota e hizo un nudo en el hilo para que el collar volviera a parecer entero. Me dijo que lo llevara puesto durante una semana, para que recordara la facilidad con que podían convencerme de algo falso. Y después de que hubiera lucido las perlas falsas el tiempo suficiente para aprender la lección, permitió que me las quitara. Entonces abrió una caja y se volvió hacia mí.

– ¿Sabes reconocer ahora lo auténtico? -me preguntó. Asentí y ella me puso algo en la mano. Era un pesado anillo de zafiro azul acuoso, con una estrella en el centro, tan puro que a partir de entonces nunca dejé de mirarlo maravillada.

Antes de que empezara el segundo mes frío, Primera Esposa regresó de Pekín, donde tenía una casa y vivía con dos hijas solteras. Recuerdo que imaginaba a Primera Esposa como alguien que haría inclinar la cerviz a Segunda Esposa. Según la ley y la costumbre, Primera Esposa era la principal.

Pero Primera Esposa resultó ser un espectro viviente y no supuso ninguna amenaza para la Segunda Esposa, cuyo fuerte espíritu continuó intacto. Primera Esposa parecía bastante vieja y frágil, con el cuerpo encorvado, los pies vendados, chaqueta y pantalones acolchados, al estilo antiguo, y el rostro arrugado y feo. Pero ahora que la recuerdo, no debía de ser demasiado vieja, pues tendría la edad de Wu Tsing, unos cincuenta años.

Cuando vi a Primera Esposa, pensé que era ciega, pues actuó como si no me viera. Tampoco pareció ver a Wu Tsing ni a mi madre y, no obstante, veía a sus hijas, dos solteronas que habían dejado atrás la edad en que las mujeres son casaderas. Tenían por lo menos veinticinco años. Primera Esposa siempre recuperaba la vista a tiempo para regañar a los dos perros por husmear en su cuarto, remover la tierra en el jardín, al otro lado de su ventana, u orinarse en la pata de una mesa.

Una noche, mientras Yan Chang me ayudaba a bañarme, le pregunté:

– ¿Por qué Primera Esposa ve unas veces y otras no?

– Primera Esposa dice que sólo ve lo que es la perfección de Buda -respondió ella-. Dice que es ciega a casi todos los defectos.

Yan Chang me contó que Primera Esposa había decidido ser ciega a la infelicidad de su matrimonio. Ella y Wu Tsing se habían unido en tyandi, el cielo y la tierra, de modo que el suyo era un matrimonio espiritual, dispuesto por una casamentera, ordenado por los padres del novio y protegido por los espíritus de sus antepasados. Pero tras el primer año de matrimonio, Primera Esposa dio a luz una hija con una pierna demasiado corta, y esta desgracia la incitó a emprender peregrinaje a los templos budistas, para ofrecer limosnas y vestidos de seda a medida con los que honrar la imagen de Buda, quemar incienso y orar para que Buda alargara la pierna de su hija. Pero Buda prefirió bendecir a Primera Esposa con otra hija, ésta con las dos piernas perfectas, pero, ¡ay!, con una mancha de color té pardo que le cubría medio rostro. Esta segunda desgracia hizo que Primera Esposa emprendiera tantos peregrinajes a Tsinan, a media jornada en tren hacia el sur, que Wu Tsing le compró una casa cerca del Despeñadero de los Mil Budas y el Bosque de Bambú con Manantiales Burbujeantes. Y todos los años le aumentaba la asignación necesaria para mantener aquella vivienda. Así pues, dos veces al año, durante los meses más cálidos y más fríos, regresaba a Tientsin para presentar sus respetos y sufrir sin ser vista en la casa de su marido. Y cada vez que regresaba, permanecía en su habitación, sentada el día entero como un Buda, fumando opio y hablando en voz baja consigo misma. No bajaba a comer y ayunaba o tomaba comidas vegetarianas en su cuarto. Una vez a la semana, Wu Tsing la visitaba por la mañana en su aposento, y pasaba media hora tomando té e informándose sobre su salud. No la molestaba por la noche.

Aquella mujer espectral no debería haber causado ningún sufrimiento a mi madre, pero la verdad es que le hizo concebir ideas inconvenientes. Mi madre creyó que también ella había sufrido lo suficiente para merecer su propia vivienda, si no en Tsinan, tal vez en el este, en la pequeña Petaiho, una bella localidad costera llena de terrazas, jardines y viudas ricas.

– Vamos a vivir en una casa propia -me dijo alegremente el día que la nieve se acumuló en el suelo alrededor de nuestra casa. Llevaba un nuevo vestido de seda forrado en piel, del color turquesa brillante que tiene el plumaje del martín pescador-. La casa no será tan grande como ésta. No, será muy pequeña, pero podremos vivir solas, con Yan Chang y otras sirvientas. Wu Tsing ya me lo ha prometido.

Durante el mes más frío del invierno todos nos aburríamos, adultos y niños por igual. No nos atrevíamos a salir al aire libre. Yan Chang me advirtió que mi piel se congelaría y rompería en mil fragmentos. Los demás criados siempre chismorreaban sobre las cosas que veían a diario en la ciudad, las escalinatas traseras de las tiendas, siempre obstruidas por los cuerpos helados de los mendigos, tan cubiertos por una espesa capa de nieve que resultaba difícil distinguir si eran hombres o mujeres.

Por tanto, nos quedamos en casa un día tras otro, pensando en cómo divertimos. Mi madre hojeaba revistas extranjeras, recortaba ilustraciones de vestidos que le gustaban y bajaba para comentar con el sastre la manera de confeccionar la prenda utilizando los materiales disponibles.

No me gustaba jugar con las hijas de Tercera Esposa, que eran tan dóciles y aburridas como su madre. Se contentaban con pasarse el día entero mirando a través de la ventana, contemplando la salida y la puesta del sol. Por ello, en vez de hacerles compañía, Yan Chang y yo asábamos castañas en el hornillo de carbón y, quemándonos los dedos al comerlas, reíamos y chismorreábamos con toda naturalidad. Entonces se oía el estrépito del reloj y se iniciaba la misma música de siempre. Yan Chang fingía cantar mal en el estilo de la ópera clásica, y ambas nos reíamos, recordando cómo había cantado Segunda Esposa el día anterior, acompañando su voz temblorosa con los son es de un laúd de tres cuerdas, que tocaba cometiendo muchos errores. Aquella velada musical había fastidiado a todo el mundo, hasta que Wu Tsing puso fin al sufrimiento general quedándose dormido en su sillón y riéndose de esta anécdota, Yan Chang me habló de Segunda Esposa.

– Hace veinte años era una cantante famosa de Shantung, una mujer que gozaba de cierta estima, sobre todo entre los hombres casados que frecuentaban las casas de té. Aunque nunca había sido bonita, era inteligente y sabía encantarles. Tocaba varios instrumentos musicales, contaba antiguos relatos con una expresividad desgarradora, se llevaba un dedo a la mejilla y cruzaba sus pies diminutos de la manera apropiada.

»Wu Tsing le había pedido que fuera su concubina, no por amor, sino por el prestigio de poseer lo que muchos otros hombres deseaban. Y la cantante, tras haber visto su enorme riqueza y a su primera esposa debilitada, consintió en ser su concubina.

»Desde el principio, Segunda Esposa supo controlar el dinero de Wu Tsing. La palidez de éste cuando silbaba el viento le informó que temía a los fantasmas, y todo el mundo sabe que el suicidio es la única manera que tiene una mujer para huir de su matrimonio y vengarse, para regresar convertida en fantasma y esparcir hojas de té y buena suerte. Por ello, cuando su marido le negó una mayor asignación económica, fingió suicidarse. Se comió un trozo de opio crudo, suficiente para enfermarla, y envió su doncella a Wu Tsing para comunicarle que estaba agonizando. Tres días después, Segunda Esposa recibió una asignación superior a la que había pedido.