– Esta es la habitación de los invitados -me dijo, en su orgulloso estilo norteamericano.
Le sonreí, pero, según el modo de pensar chino, la habitación de huéspedes tendrá que ser la de ella y su marido, que es la mejor. No le he dicho tal cosa, pues la sabiduría de mi hija es como un estanque insondable. Si echas piedras en él, se hunden en la oscuridad y se disuelven. Sus ojos, al mirarme, no reflejaban nada.
Me digo esto para mis adentros, aunque quiero a mi hija. Ella y yo hemos compartido el mismo cuerpo. Hay una parte de su mente que forma parte de la mía. Pero cuando nació saltó de mí como un pez resbaladizo, y desde entonces se ha alejado nadando. Durante toda su vida la he observado, como si lo hiciera desde otra orilla, y ahora debo contárselo todo acerca de mi pasado. Es la única manera de penetrar a través de su piel y tirar de ella hasta donde pueda estar a salvo.
El techo de este cuarto se inclina hacia la cabecera de mi cama. Sus paredes me encierran como un ataúd. Debería advertirle a mi hija que no aloje a ningún bebé en esta habitación, pero sé que no me haría caso. Ya me ha dicho que no quiere tener hijos. Ella y su marido están demasiado ocupados dibujando edificios que otros construirán y en los que otros vivirán. No sé decir la palabra norteamericana para nombrar lo que ella y su marido son. Es una palabra fea. «Arti-teko», pronuncié una vez delante de mi cuñada. Mi hija se rió al oírme. De niña debería haberle pegado más a menudo por su falta de respeto, pero ahora es demasiado tarde, ahora ella y su marido me dan dinero que se suma a mi pensión. Por ello, aunque a veces la mano me quema, he de retirarla a mi corazón y mantenerla ahí.
¿Qué sentido tiene dibujar bellos edificios y luego vivir en uno que no vale nada? Mi hija tiene dinero, pero todo lo que contiene su casa es de mírame y no me toques, y ni siquiera sirve de adorno. Esta mesita auxiliar, por ejemplo, de pesado mármol blanco sobre unas débiles patitas negras, Has de tener cuidado y no ponerle encima cosas pesadas, porque podría romperse. Lo único que puedes apoyar en esta mesa es un alto florero negro que parece una pata de araña, tan delgado que sólo cabe en él una flor. Si agitas la mesa, el florero y la flor se caerán.
Veo los signos en todas partes, alrededor de esta casa. Mi hija mira pero no ve. Es una casa que se romperá en pedazos. ¿Cómo lo sé? Siempre he sabido previamente lo que va a ocurrir.
De muchacha, cuando vivía en Wushi, era lihai, bulliciosa y testaruda. Siempre tenía una sonrisa en los labios. No hacía caso a los demás. Era menuda y bonita, con unos pies diminutos de los que estaba muy orgullosa. Si un par de zapatillas de seda se ensuciaban, las tiraba. Llevaba caros zapatos importados de piel de becerro, con los tacones pequeños. Rompí muchos pares y destrocé muchas medias corriendo por el patio de guijarros.
A menudo me desenmarañaba el pelo y lo llevaba suelto. Mi madre me miraba la greña revuelta y me regañaba:
– Aii-ya, Ying-ying, eres como los fantasmas femeninos que habitan en el fondo del lago.
Esas eran las mujeres deshonradas que se habían suicidado ahogándose y se aparecían en las casas de los vivos con el pelo desmelenado para mostrar su eterna desesperación. Mi madre decía que yo iba a llevar la deshonra a la casa, pero yo me echaba a reír mientras ella intentaba recogerme la cabellera con largos alfileres. Me quería demasiado para enojarse. Yo era como ella, y por eso me puso el nombre de Ying-ying, que significa Reflejo Claro.
Nuestra familia era una de las más ricas de Wushi. Teníamos muchas habitaciones, y todas ellas contenían mesas grandes y pesadas. Sobre cada mesa había un pote de jade, cerrado herméticamente con una tapa también de jade. Aquellos potes encerraban cigarrillos británicos sin filtro, siempre la cantidad adecuada, ni mucha ni poca, y habían sido fabricados expresamente con esa finalidad. A mí aquellos recipientes no me decían nada, me parecían simples chucherías. Cierta vez mis hermanos y yo robamos uno de ellos y tiramos los cigarrillos a la calle. Corrimos a un gran hoyo que se había abierto en la calle, en un lugar donde fluían aguas subterráneas, y nos acuclillamos al lado de los niños que vivían junto al arroyo. Utilizamos el pote de jade para recoger agua sucia, confiando encontrar un pez o un tesoro ignoto. No encontramos nada, pronto nuestras ropas estuvieron cubiertas de barro y no nos diferenciábamos de los niños que vivían en las calles.
Teníamos muchas riquezas en aquella casa. Alfombras de seda y joyas, cuencos exquisitos y marfil delicadamente tallado. Pero cuando pienso de nuevo en la casa, cosa que no me ocurre con frecuencia, lo que acude a mi mente es aquel pote de jade, el tesoro lleno de barro cuyo valor desconocía.
Guardo otro recuerdo claro de aquella casa.
Yo tenía dieciséis años. Era la noche del día en que se casó mi tía más joven. Esta y su marido ya se habían retirado dormitorio en compañía de su suegra y el resto de su nueva familia.
Muchos de los familiares invitados se quedaron en la casa, sentados alrededor de la gran mesa en el salón principal, riendo, comiendo cacahuetes y mondando naranjas. Un hombre procedente de otra ciudad estaba sentado con nosotros, un amigo del flamante marido de mi tía. Tenía más edad que mi hermano mayor, por lo que yo le llamaba tío. Había bebido whisky y tenía el rostro enrojecido.
– Ying-ying -me dijo con la voz ronca mientras se levantaba de su silla-. Puede que aún tengas apetito, ¿no es cierto?
Miré a mi alrededor, sonriendo a todos por la atención especial que me dedicaban. Pensé que iba a ofrecerme alguna golosina contenida en una bolsa en la que ahora estaba metiendo las manos, y confié en que fuesen galletas endulzadas. Pero sacó una sandía que depositó sobre la mesa con un ruido sordo.
– Kai gwa? (¿Abro la sandía?) -me dijo, colocando un gran cuchillo sobre el fruto perfecto.
Entonces hundió el cuchillo, lo empujó con todas sus fuerzas y abrió su bocaza para soltar una carcajada tan estentórea que le vi las muelas de oro. Todos los reunidos al rededor de la mesa se echaron a reír. Me sentí azorada y noté que me ardía el rostro, porque en aquel entonces no comprendía esa clase de bromas.
Sí, es cierto que yo era una chica impetuosa, pero inocente. No sabía qué malicia encerraba su acto de cortar la sandía. No lo comprendí hasta seis meses después, cuando me casé con él y me siseó con la voz distorsionada por el alcohol que estaba preparado para kai gwa.
Era un hombre tan malo que, a pesar del tiempo transcurrido, no puedo pronunciar su nombre. ¿Por qué me casé con él? Fue porque la noche siguiente a la boda de mi tía más joven, empecé a percibir por anticipado lo que iba a suceder.
La mayoría de los parientes se habían ido por la mañana, y a media tarde mis hermanas y yo nos aburríamos. Estábamos sentadas a la misma mesa del banquete, tomando té y comiendo pepitas de sandía tostadas. Mis medio hermanas chismorreaban ruidosamente, mientras yo partía pepitas y hacía un mantoncito con la parte comestible.
Ellas soñaban en casarse con jóvenes inútiles, de familias no tan buenas como la nuestra, pues no sabían alzar la mano muy alto para coger cosas buenas. Eran las hijas de las concubinas de mi padre, pero yo era la hija de su esposa.
– Su madre te tratará como a una criada… -reprendió una de ellas a otra tras enterarse de quién era el joven elegido.
– Una locura por parte de su tío… -replicó la otra. Cuando se cansaron de intercambiar pullas, me preguntaron con quién quería casarme.
– No conozco a ninguno -les dije altivamente.
No era que los chicos no me interesaran. Sabía cómo llamar la atención y ser admirada, pero era demasiado vana para pensar que cualquiera de ellos sería adecuado para mí.
Tales eran entonces mis pensamientos, pero existen dos clases de pensamientos: algunos son semillas plantadas en nosotros cuando nacemos por nuestros padres y sus antepasados, mientras que otros los planta el prójimo. Es posible que las semillas de sandía que estaba comiendo me hicieran pensar en el hombre que reía la noche anterior. Y en aquel momento sopló una ráfaga de viento del norte y la flor que estaba sobre la mesa se desprendió de su tallo y cayó a mis pies.