– Creyó que lo había comprado en una tienda -dice con orgullo.
Tía Lin explica cómo se enfureció con una dependienta que no aceptaba la devolución de una falda con la cremallera rota.
– Qué engaño -dice, enojada todavía-. Estaba muerta de rabia.
– Pero Lindo, aún estás con nosotras, no te has muerto -bromea tía Ying, y todavía está riendo cuando tía Lin exclama: «Pung!» y «Mah jong!» Entonces extiende sus fichas, riéndose a su vez de tía Ying mientras cuenta sus puntos. Empezamos a mover las fichas de nuevo y se hace el silencio. Me estoy sintiendo aburrida y somnolienta.
– Ah, tengo algo que contar -dice de pronto tía Ying, sobresaltándonos. Siempre ha sido la tía rara del grupo, una mujer perdida en su propio mundo. Mi madre solía decir: «No es que tía Ying sea dura de oído: es dura de escucha».
– El fin de semana pasado la policía detuvo al hijo de la señora Emerson -dice tía Ying, y por su tono parece como si estuviera orgullosa de ser la primera en dar la gran noticia-. Me lo dijo la señora Chan en la iglesia. Encontraron muchos televisores en su coche.
– Aii-ya -se apresura a decir tía Lin-. La señora Emerson es una buena mujer.
Quiere decir que la señora Emerson no se merece un hijo tan terrible, pero me doy cuenta de que también lo dice en beneficio de tía An-mei, a cuyo hijo menor detuvieron hace dos años por vender estéreos de coche robados. Tía An-mei frota su ficha cuidadosamente antes de descartarla. Parece dolida.
– Ahora en China todo el mundo tiene televisor -dice tía Lin, cambiando de tema-. Todos nuestros familiares allí los tienen… ¡no sólo en blanco y negro, sino en color y con mando a distancia! Tienen de todo, así que cuando les preguntamos que querían que les lleváramos, dijeron que nada, que les bastaba con nuestra visita. De todos modos les compramos otras cosas, un vídeo y Sony Walkman para los chicos. No querían aceptarlos, pero creo que les gustaron.
La pobre tía An-mei frota sus fichas con más fuerza todavía. Recuerdo que mi madre me habló del viaje de los Hsu a China, hace tres años. Tía An-mei había ahorrado dos mil dólares para gastarlos con la familia de su hermano. Le enseñó a mi madre el contenido de sus pesadas maletas. Una estaba llena de golosinas, anacardos recubiertos de caramelo, grajeas de chocolate y cosas por el estilo. La otra maleta contenía las prendas de vestir más ridículas, todas nuevas: chillonas camisas californianas de playa, gorras de béisbol, calzoncillos de algodón con cintura elástica, chaquetas de aviador, camisas de entrenamiento, calcetines deportivos.
– ¿Quién quiere estas cosas inútiles? -le dijo mi madre-. Lo único que desean es dinero.
Pero tía An-mei replicó que su hermano era muy pobre y ellos, en comparación, muy ricos. Así pues, no hizo caso del consejo de mi madre y se fue con sus pesadas maletas y sus dos mil dólares a China. Por fin, cuando llegó con su grupo turístico a Hangzhou, toda la familia de Ningbo estaba allí para recibirles, no sólo el hermano menor de tía An-mei, sino también los hermanastros de su esposa, una prima lejana, el marido de la prima y el tío del marido. Todos ellos habían ido con sus suegras e hijos, e incluso amigos del pueblo que no podían pavonearse de tener parientes chinos en el extranjero.
– Tía An-mei había llorado antes de viajar a China -me dijo mi madre- pensando que haría a su hermano feliz y muy rico, dado el nivel de vida de los comunistas. Pero cuando regresó, me dijo entre lágrimas que todos tendieron la mano y que la suya fue la única que se quedó vacía.
Mi madre confirmó sus sospechas. Nadie quería las camisas de entrenamiento y toda aquella ropa inútil. Las golosinas desaparecieron en un instante, y cuando las maletas quedaron vacías, los parientes preguntaron a los Hsu qué más les habían llevado.
Tía An-mei y tío George se quedaron sin blanca, no sólo por los dos mil dólares con los que compraron televisores y frigoríficos, sino también por el coste del alojamiento de veintiséis personas por una noche en el Hotel Frente al Lago, tres mesas de banquete en un restaurante que servía a extranjeros ricos, tres regalos especiales para cada pariente y, finalmente, un préstamo de cinco mil yuan en moneda extranjera al supuesto tío de un primo que quería comprar una motocicleta, pero que luego desapareció con el dinero sin dejar rastro. Al día siguiente, cuando el tren partió de Hangzhou, los Hsu se encontraron con que su buena voluntad les había costado unos nueve mil dólares. Meses después, tras un reconfortante servicio religioso navideño en la Primera Iglesia Bautista China, tía An-mei trató de recuperar su pérdida diciendo que en verdad era más santo dar que recibir, y mi madre estuvo de acuerdo: su vieja amiga se había santificado por lo menos para varias vidas.
Tía Lin se jacta ahora de las virtudes de su familia en China, y me doy cuenta de que no le importa en absoluto el dolor de tía An-mei. ¿Se trata de mezquindad por su parte o acaso mi madre no le contó a nadie, salvo a mí, esa historia vergonzosa que protagonizó la codiciosa familia de tía An-mei?
– Dime, Jing-mei, ¿cómo te va en la escuela?
– Se llama June -puntualiza tía Ying-. Ahora todos tienen nombres americanos.
– Podéis llamarme así -les digo, completamente en serio. De hecho, incluso se está poniendo de moda entre los chinos nacidos en Estados Unidos utilizar sus nombres chinos-. Pero ya no voy a ninguna escuela. Hace más de diez años que dejé los estudios.
Tía Lin enarca las cejas.
– Quizá te confundo con la hija de otra persona -me dice, pero sé que miente, sé que mi madre probablemente le dijo que yo volvería a estudiar para obtener el título, porque hace algún tiempo, quizá sólo seis meses, discutimos de nuevo sobre mi fracaso, el abandono de mis estudios y la conveniencia de reanudarlos. Y una vez más le respondí lo que ella deseaba oír: «Tienes razón, lo pensaré».
Siempre supuse que nos entendíamos tácitamente en esa cuestión, que ella no me consideraba en realidad un fracaso y yo me proponía en serio respetar más sus opiniones. Pero esta noche, al escuchar a tía Lin, recuerdo que mi madre y yo nunca llegamos a comprendemos bien. Cada una traducía los significados de la otra, y yo parecía oír menos de lo que me decía mi madre, mientras que ella oía más. Sin duda le dijo a tía Lin que volvería a estudiar para doctorarme.
Tía Lin y mi madre fueron a la vez las mejores amigas y archienemigas que se pasaban la vida comparando a sus hijos. Yo era un mes mayor que Waverly Jong, la excelente hija de tía Lin. Cuando aún éramos bebés, nuestras madres comparaban las arrugas que cada una tenía en el ombligo, lo bien formados que estaban los lóbulos de nuestras orejas, la rapidez con que se nos curaban los rasguños de las rodillas, el espesor de nuestro cabello y la intensidad de su negrura, el número de pares de zapatos que gastábamos en un año y, más tarde, lo experta que era Waverly jugando al ajedrez, los trofeos ganados el mes anterior, la cantidad de periódicos en los que salió su nombre, las ciudades que había visitado.
Sé que mi madre se irritaba cuando tía Lin le hablaba de Waverly sin que ella tuviera nada digno de mención sobre mí. Al principio trató de cultivar alguna genialidad que yo podría tener latente. Hacía tareas domésticas para una profesora de piano jubilada que vivía en nuestro mismo edificio, y esta mujer le correspondía dándome lecciones. de piano gratuitas. Cuando se vio claramente que no sería concertista de piano, ni siquiera acompañante del coro juvenil de la iglesia, mi madre llegó a la conclusión de que yo era un genio de florecimiento tardío, como Einstein, a quien todo el mundo consideraba un retrasado mental hasta que inventó una bomba.